Array Array - Los aires dificiles

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Le han dado las vacaciones y Juan me ha dicho que le tengo que hacer compañía, porque Maribel no se quiere quedar a solas con él. Le da miedo que se ponga raro, pero qué va, si es muy bueno, y se va a portar muy bien, ¿a que sí? –él asintió tres veces, moviendo la cabeza con energía–. ¡Hala, Alfonso! Quédate un momento aquí, que voy a buscar a Andrés…

Tamara le dio un beso en la mano antes de soltársela y entró en la casa corriendo. Sara encogió ligeramente los hombros sin atreverse a mirar de frente a aquel huésped inesperado, mientras se preguntaba qué estaría esperando de ella. Había estado algunas veces cerca de Alfonso Olmedo, pero siempre en presencia de su hermano mayor, y había observado la cuidadosa mezcla de disciplina e indulgencia con la que Juan le trataba, exigiéndole, con firmeza si era necesario, que hiciera las cosas que sabía hacer, mientras le perdonaba al mismo tiempo y sin esfuerzo los errores que pudiera cometer al emprender tareas que estaban por encima de sus capacidades. Pero ella no sabía por dónde pasaba la línea que separaba las travesuras de las torpezas. Estaba a punto de decidir que lo mejor sería tratarle como a un adulto cuando percibió que él la estaba mirando sin pestañear. Ella le devolvió la mirada, y entonces Alfonso le ofreció la mano como un niño pequeño que quiere que lo saquen de paseo. Sara la aceptó, cogió aquella mano de hombre, blanda, grande, velluda, la apretó un instante entre sus dedos, apreció su tamaño, su forma, su abandono, y la situación le pareció tan ridícula que dejó escapar una risita ahogada, nerviosa.

—Es divertido, ¿eh? –dijo Alfonso entonces, con el trabajoso acento gutural que bastaría a cualquier desconocido para comprender que había algo en su cabeza que no acababa de funcionar bien, por más que pronunciara correctamente todas las sílabas de cada palabra.

—Sí –respondió Sara, sin saber muy bien por qué contestaba así. —¿El qué? –volvió a preguntar Alfonso entonces, más consecuente. —Pues… No sé… Que vamos a ir de paseo, y vamos a comer fuera, y… En ese momento, los niños regresaron para salvarla pero, aunque respiró al

escuchar la campana que ponía fin al asalto de las preguntas que no sabía contestar, cuando todos estuvieron sentados en el coche, Sara decidió que aquello se tenía que acabar. Las cosas estaban empezando a llegar demasiado lejos. Ella no era la madre de los niños, ni su abuela, para que la tuvieran todo el día de aquí para allá, como una especie de niñera motorizada y sin sueldo a la que zarandear sin piedad por pasillos y escaleras, de puesto en puesto, de tienda en tienda, de capricho en capricho. Hasta entonces no había visto las cosas de aquella manera.

A ella le habían entretenido las dos películas, la de las galaxias y la de las mellizas, y había disfrutado de los paseos invernales por las calles iluminadas, del color y el bullicio de los mercadillos donde se había dejado llevar por el ambiente hasta el punto de comprar una corona de flores secas para adornar la puerta de su casa, donde ningún otro detalle sugería que el calendario no estuviera detenido en octubre, o en abril. También se había aburrido algunas veces, esperando a que los niños terminaran de comparar juegos de coches o de karatecas, pero en general le gustaba ver cómo se divertían, y esa sensación casi olvidada de tener por delante un programa minucioso, dilatado, repleto de tantas cosas por hacer. Hasta entonces, todo eso, y el placer de bajarse de los tacones al volver a casa cansada, y hasta aturdida, a la hora de la cena, le había parecido bien, y hasta podría haber dicho que la había compensado si no fuera porque no había gran cosa que compensar, porque la diversión de los niños no le había restado el tiempo necesario para emprender tareas más importantes, ni más urgentes, nada que no pudiera esperar un par de semanas, ni algunos meses, ni años enteros, el resto de su vida si hiciera falta. Sin embargo, aunque le molestara encontrar en sí misma un indicio de las aprensivas supersticiones de Maribel, la incorporación de Alfonso le parecía demasiado. Esta misma tarde dimito, se prometió a sí misma al salir del coche, impermeable al júbilo con el que Andrés y Tamara celebraban una gran pancarta donde aparecía fotografiado un complejo artefacto de piezas de plástico de colores, y se preparó para sostener la conversación más accidentada de su vida mientras ellos dos se cansaban de tirarse por lo que parecía un número incalculable de rampas y de espirales. Y sin embargo, nada de esto ocurrió. Tamara se acercó al encargado, le soltó el más dramático y lastimero de los discursos, y logró que dejara pasar a su tío con más facilidad de la previsible. Alfonso estaba muy bien entrenado. Sara se quedó asombrada al verle trepar y saltar con una agilidad considerable, antes de sospechar que seguramente el ejercicio físico había formado parte de su terapia desde su infancia de niño aparte. En aquella atracción inmensa y no demasiado concurrida a media mañana, Alfonso Olmedo sólo llamaba la atención por su tamaño, y se divertía tanto como los demás.

Cuando transcurrieron los sesenta minutos de ajetreo a los que daba derecho el precio de la entrada, Sara Gómez ya se había serenado lo suficiente como para buscar también en sí misma los motivos de la desazón que había amenazado con echarle a perder el día, una indagación que empezaba y terminaba en el mismo único y archiconocido punto. La Navidad la ponía de mala leche, eso era. Después

de haber recurrido a las más diversas tácticas para endulzar el proverbial mal rato de todos los años, había optado por aparentar que la ignoraba por completo, pero no obtenía resultados más satisfactorios que los que habían arrojado los intentos de celebrarla exhaustivamente en solitario, de huir de la soledad instalándose en casa de su hermana Socorro, o de consumirse de tristeza en el parador de un pueblo castellano, donde le había tocado cenar en un comedor repleto de mesas ocupadas por un solo comensal, todos los imbéciles de Madrid que habían tenido a la vez la misma estúpida idea. Aquélla era la inconfesable y principal razón de que se hubiera plegado con tanta docilidad a los ilimitados caprichos de Andrés, de Tamara, y el interés oculto que alentaba en la abnegada generosidad de sus respuestas, siempre que Juan o Maribel le rogaban que, por favor, no les hiciera tanto caso, para que ella les asegurara que, de verdad, le encantaba llevarlos al cine y pasearlos por ahí.

Confiaba en que la compañía de los niños, su energía, su entusiasmo, su infinita capacidad de desear, la vacunara contra su propia desolación, esa compacta sensación de fracaso que inundaba su ánimo cuando el sonido de la primera zambomba abría en un instante, y sin control, las blindadas compuertas de su memoria. Pero la Navidad es una enemiga correosa, resbaladiza como una anguila, artera como un gato malhumorado, desbordante como una plaga de insectos domésticos y soluble en el aire, igual que el polvo. Podría haber cruzado el mundo, haber buscado refugio en Bangkok, en Tegucigalpa, en las Islas Vírgenes, y allí también la habría atrapado, la habría aplastado con su mensaje incluso si no hubiera sido capaz de entender ni una sola palabra del idioma que usaba para hostigarla. Por eso se quedó en casa. No encendió el televisor, no escuchó la radio, no cenó aquella noche ni comió al día siguiente nada que no hubiera cenado o comido en cualquier otra fecha, consiguió interesarse enseguida en la artificiosa y complicada trama de un bestseller de setecientas páginas de intrigas y asesinatos que había comprado antes del verano y reservado cuidadosamente para la ocasión, y siguió escuchando las zambombas que nadie tocaba, las panderetas que nadie agitaba, los villancicos que nadie cantaba. No odiaba la Navidad, no tenía motivos, ni siquiera compañía, para odiarla. Pero le ponía de mala leche. Muy mala. Malísima. Tanta que necesitó una mañana entera para darse cuenta de que ya había pasado, y de que Alfonso Olmedo no tenía la culpa de que más de medio siglo no hubiera sido bastante para encontrar una certeza, un camino, una casa propia a la que volver, las manos vacías o repletas de oro, cuando el 24 de diciembre regresaba cada año con su noche única, musical y terrible.

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