Array Array - Los aires dificiles
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Unos meses antes, el mismo día en que su mujer le dijo que estaba embarazada otra vez y que a ver si, con suerte, era niña, para ponerle Begoña, igual que su abuela, había coincidido en los pasillos de la constructora con un aparejador al que conocía de los viejos tiempos de su militancia política universitaria. A través de él, empezó a acercarse a los líderes sindicales de su empresa, que le aceptaron con los brazos abiertos, conscientes de las ventajas que ese contacto podría llegar a depararles en un plazo no tan largo. No se atrevió a pedir el ingreso en la organización porque no quería arriesgarse a que se lo negaran, pero frecuentaba en silencio las reuniones y, siempre en privado, pasaba información, hacía sugerencias y se sentía al menos un tonto útil. Sara sí supo desde el principio por qué le llamaba la atención.
Era un individuo alto, e incluso robusto, pero tenía un aire levemente enfermizo
que le favorecía, suavizando los rasgos casi toscos, macizos, de una clásica cara
de campesino. El equívoco no iba más allá del abultamiento de sus cejas, del
tamaño de su nariz, de la carnosa rotundidad de su cuello.
Aquel hombre callado, que lo estudiaba todo con curiosidad sin revelar jamás sus
conclusiones, poseía la misma clase de elegancia innata, la misma plateada y
luminosa calidad de esos señores a los que Sara no había vuelto a ver de cerca
desde que dejara de ser una niña, una brillantez que desbordaba las etiquetas, el
precio, el impecable corte de la ropa que llevaba, para manifestarse en todos sus
movimientos, en su manera de sentarse, de encender un cigarrillo, de alargar la
mano para rechazar cualquier cosa con la muda cortesía de aquellos a quienes
siempre les ha sobrado todo. Preguntó y le contaron su historia, y desde entonces
empezó a mirarlo con ternura. Él, que la miraba ya con tanta insistencia como si
hubiera descubierto el revés de su personaje de mujer hecha a sí misma desde la
humilde morada de un viejo militante histórico brutalmente represaliado por el
régimen, respondió sentándose cada vez más cerca, hasta que un día logró
colocarse a su lado.
—¿Por qué me miras tanto? –le preguntó ella en un susurro, sin mover la cabeza,
los ojos fijos en la persona que estaba hablando en aquel momento.
—Porque me gusta mirarte –contestó él, con una seguridad a la que Sara no
acertó a oponer nada.
Luego, cuando la reunión terminó, Vicente salió con ella y la acompañó hasta la
puerta de su despacho sin despegar los labios. De vez en cuando, Sara se reía
ante la muda terquedad de aquel cortejo, y entonces él se reía también, igual que
un niño, sin más motivos que el presentimiento audaz, jubiloso, de que por fin
habían vuelto los buenos tiempos de hacer tonterías.
—Bueno… –dijo ella, al final del último pasillo–. Pues ya hemos llegado.
—¿Quién eres tú, compañera?
–le preguntó él entonces, empleando por primera vez, en tono de broma, esa
palabra que el tiempo acabaría convirtiendo en una contraseña irónica, y sin
embargo sincera, entre los dos–. ¿De dónde sales?
Sara resopló, se apoyó en la puerta y le miró al fondo de los ojos. Para esa
pregunta sí tenía respuesta, llevaba semanas pensándola, desmenuzándola,
elaborándola para poder ofrecérsela a sí misma.
—Soy tu opuesto –le contestó–, tu igual y tu contrario. Como un reflejo tuyo en
un espejo.
La primera vez fueron a un hotel muy bueno, muy caro, muy discreto, al lado del
aeropuerto.
Cuando ya se marchaban, Sara se fijó en una cajita de cartón que reposaba,
intacta, en un estante del cuarto de baño, con dos botellitas transparentes
rellenas de gel, y otras dos de champú, y otras tantas de colonia, y dos jaboneras
minúsculas, y una esponja pequeña, y un costurero en miniatura. A mi madre le
encantaría, se dijo, le encantaría, pero cuando ya alargaba la mano para cogerlo,
recordó a tiempo que las señoras nunca se llevan nada de las habitaciones de los
hoteles. Mientras caminaba por el pasillo, la codicia de aquella caja, el seguro regocijo con el que Sebastiana abriría cada envase, y lo olería, y lo volvería a cerrar, y lo colocaría en el lugar más visible del cuarto de baño para limpiarlo, y tocarlo, y olerlo todos los días, se fundió con sentimientos más oscuros, más complejos, una nostalgia indefinible, profundísima y grave, de un tiempo que todavía no había dejado de pasar. Sara había salido antes con varios hombres, se había acostado incluso con alguno de ellos, pero ninguno le había gustado de verdad, ninguno como aquél, que era imposible. La intensidad de esas horas que aún no habían terminado del todo le escocía en la piel, en los ojos, y ablandaba cada uno de sus músculos, cada gota de su sangre, cada magullado pliegue de su memoria. Quizás, esos pequeños altares privados a los que su madre era tan aficionada acabarían teniendo sentido algún día. Quizás ya no habría otra oportunidad.
Al llegar al ascensor, fingió que buscaba algo en el bolso, le pidió a Vicente la llave de la habitación y dijo lo primero que se le ocurrió. Voy a volver un momento, creo que me he dejado los pendientes… Salió corriendo, y no se le ocurrió pensar que él podría haberse fijado en que aquella tarde se le había olvidado ponerse pendientes. Acababa de desmontar aquella caja de cartón para guardarla en el bolso junto con todo su contenido, cuando descubrió su reflejo en el espejo. De pie en el pasillo, al lado de la puerta del cuarto de baño, él la miraba en silencio. Ella se puso colorada, y tampoco supo qué decir. Pasó un segundo, y otro, y otro más, sin que ocurriera nada. Luego, Vicente fue hacia ella, la abrazó, y la besó en la boca durante mucho tiempo. Años después, cuando ya nada tenía remedio, Sara Gómez Morales, calculadora prodigiosa, comprendió que aquel momento, precisamente aquel momento, había sido el origen del principal, el más grave, el único error de cálculo verdaderamente importante que había llegado a cometer en su vida.
El levante sopló sin cesar durante ocho días y nueve noches, demasiado viento, demasiado tiempo, para que nadie conservara hasta el final un recuerdo alegre de su llegada. Cuando se marchó, dejó a cambio un mundo limpio, sosegado, días de sol y calma, y un aire más benévolo que ese rocío también diurno que había acertado a infiltrarse en cada molécula de todas las cosas mientras al poniente le quedaron fuerzas para castigar al otoño con un sombrío y otoñal suplemento de tristeza.
—Parece que vamos a tener un buen invierno –pronosticó Maribel, una de las tardes en las que se dejó arrastrar por Sara para dar una vuelta en el coche y echarle un vistazo a los edificios en construcción–. Templado y seco. Es lo que tiene el levante, que no hay quien lo soporte, desde luego, pero tampoco puede una vivir sin él.
A Sara, que ya se sentía un poco casada con el viento, le hizo gracia la fatalidad conyugal de aquella definición, pero no se atrevió a añadir nada. Sin embargo, pronto descubriría que Maribel tenía razón. También para ella el invierno sería
mejor que el otoño.
Al fin y al cabo, la vida, esa razón suprema y ambigua que los años habían convertido ya en su propio pariente, su propia vieja y desleal conocida, había hecho de ella una experta en mudanzas. Su capacidad de adaptación, esa aptitud innata en los niños que suele atrofiarse después por la falta de uso, había ido perfeccionándose poco a poco, a lo largo de su juventud, de su edad mediana, y hasta más allá de la madurez, en la larga sucesión de escenarios, reales o ficticios, públicos y privados, donde nunca había logrado instalarse por mucho tiempo. Para sobrevivir a cada cambio, a cada ajuste, a cada uno de los nuevos destinos que había tenido que asumir a la fuerza al principio, por su voluntad después, había tenido que esforzarse siempre en hallar una clave, un objetivo, un número exacto y redondo, sin matices, sin residuos, sin insignificantes y fastidiosos decimales. Esta vez el proceso fue distinto, porque esa necesidad se había extinguido junto con todos aquellos que la habían provocado. Ahora estaba sola, objetiva e irremediablemente sola, sola de verdad en una estación fantasma, una vía muerta sin más ambición que la de las amapolas que pudieran llegar a florecer un día entre el polvo de las traviesas abandonadas a su suerte. Por eso, sin dejar de admitir que se aburría, sin renunciar tampoco al sabor ingrato de la decepción, Sara aceptó el pequeño destino de las flores silvestres y aprendió a vivir otra vez aquel invierno. Cuando consiguió asimilar la quietud, absorberla, reconciliarse por última vez con la pereza de sus relojes, todo empezó a ser más fácil.
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