Array Array - Los aires dificiles
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Mientras se acostumbraba a hacerlo todo despacio sin controlar en cada etapa cuántos minutos había invertido en completar la etapa anterior, sus días fueron adquiriendo una estabilidad modesta y progresiva, un hábito de serenidad casi ritual que se extendió por fin también a su ánimo. Leer sin llevar la cuenta de los libros devorados en la última semana, engancharse a los programas de televisión más triviales, convertirse en una clienta asidua de los vídeo–clubes del pueblo, aprovechar la benignidad del clima para salir a pasear por la playa, y proponerse llegar a una roca determinada, y dar la vuelta al lograrlo sin aspirar siquiera a la muda compañía de los cangrejos, encerrarse en la cocina de vez en cuando con un recetario de los difíciles e invertir mucho más tiempo del razonable en hacer una tarta irresistible para merendársela ella sola, y disfrutarla, fueron consolidándose como hitos apreciables en sí mismos, habitaciones recién estrenadas y aún no exploradas del todo de una vida que sólo entonces empezó a ser distinta de las demás que había conocido.
Cuando el aburrimiento cambió de nombre, Sara descansó al comprobar que su fortaleza había sobrevivido a su desconfianza. Cuando culminó la hazaña de dejar pasar un domingo entero sin hablar con nadie ni sentirse mal por haberlo logrado, descubrió que las vidas fáciles estaban en relación con la pereza, la lentitud de unos pocos movimientos imprescindibles. Cuando la ansiedad se disipó, y se llevó con ella, al remoto escondrijo donde los buenos levantes amontonan sus botines, todos los temores, las cotidianas aprensiones y la extrañeza de la penúltima mudanza, Sara comprendió que ésta había sido tan definitiva como algún día
llegaría a ser la última, la muerte que la alcanzaría al borde del océano, entre el
amor y el odio de los vientos.
Al acatar todas estas normas con el más adecuadamente perezoso de los
entusiasmos, sólo se consintió a sí misma una excepción, un trabajo, un afán
ajeno a sus propias necesidades. Siguió firme en el propósito de convertir a
Maribel en propietaria porque, incluso al margen de cualquier impulso altruista, de
cualquier compromiso con su propio pasado, aquel proyecto la entretenía más
que ningún libro, ningún programa de televisión, ninguna película.
Estudiar las memorias de calidades que facilitan las constructoras para
destrozarlas palabra por palabra, sugiriendo un número infinito de mejoras sobre
el plano, y emborronar paquetes enteros de folios en blanco con cálculos de
miles, cientos de miles y millones de pesetas, habían sido siempre sus dos
pasatiempos favoritos. Todo lo demás quedó en suspenso, y sin embargo, el 14
de diciembre, jueves, a las cinco menos diez de la tarde, el timbre de la puerta
sonó con insistencia para demostrarle que aún no podía estar segura de que cada
tarde fuera a ser tan idéntica a la anterior como a la sucesiva.
—Hola –Andrés, con el chándal del colegio y zapatillas de deporte, retorcía las
mangas del anorak entre los puños como una forma de disculparse por haber
aparecido de improviso.
—Hola –repitió Tamara, que iba vestida de la misma manera y parecía igual de
nerviosa.
—¿Qué hacéis aquí? –Sara miró el reloj, sorprendida, y hasta llegó a asustarse,
aunque la inquietud de los niños no le pareció de las que presagian las verdaderas
calamidades.
—Es que ya no tenemos clase por la tarde.
—Ni hoy, ni mañana, ni la semana que viene.
—Como este año las vacaciones van a ser muy cortas…
—El veintidós cae en viernes.
—Y el ocho de enero en lunes, así que…
—Y ya hemos hecho los deberes.
—Sí, y hemos pensado…
—Como mi tío no volverá del hospital hasta las seis y media por lo menos…
—Y como tú tienes coche…
—A lo mejor te apetece…
—No sé, dar una vuelta.
—Ir a Jerez.
—O al Puerto.
—O a Sanlúcar.
—A tomar algo.
—O de compras.
—O al cine.
—Tenemos dinero.
—No mucho.
—Pero tenemos.
—Claro.
—Y si no te apetece, pues nada.
—Igual te parece que tenemos mucho morro…
—Pero es que hace demasiado frío para estar fuera.
—Y el pueblo nos lo tenemos muy visto.
—Y en la tele no ponen nada que merezca la pena.
—Y no se nos ocurre nada que hacer.
—Y nos aburrimos.
Entonces, los dos se la quedaron mirando al mismo tiempo, como si estuvieran
dispuestos a esperar todo el tiempo necesario para que Sara se recompusiera por
dentro, por si aún tenía que hacerse una idea de la situación. Pero ella no tardó
en pagar el precio de su paciencia con una sonrisa, y les invitó a entrar en casa
enseguida.
Mientras les seguía en dirección a la chimenea, al pasar junto a la mesa, miró con
lástima y el rabillo del ojo la estimulante carpeta de una promoción de chalets
muy caros que su asistenta no comprendía por qué estaba empeñada en
considerar, pero recordó a tiempo cómo había echado de menos a los niños al
principio del curso, y aunque aquel recuerdo no bastaba para corregir su pereza,
lo poquísimo que le apetecía volver a salir de casa a aquellas horas que el
invierno había convertido en un preludio inmediato de la noche, se sentó frente a
ellos y volvió a sonreír, porque había aprendido de su padre que la condición de la
lealtad es ser más poderosa que el cansancio.
—Bueno, vamos a ver… ¿Adónde queréis ir exactamente?
—Pues… –esta vez fue Tamara la que empezó–. A un montón de sitios, la verdad.
—A mí me gustaría mirar los videojuegos que han salido para saber cuál voy a
pedir –especificó Andrés.
—A mí también. Y comprar un árbol de Navidad, con bolas y eso, porque aquí no
tenemos.
—En El Corte Inglés creo que han puesto un belén de esos mecánicos, con
personajes que hablan y se mueven.
—Y en los demás centros comerciales a lo mejor también han puesto algo.
—Seguro. El año pasado, en uno de El Puerto montaron una piscina de bolas, con
toboganes y redes para trepar, muy chula. Yo no fui, porque como mi madre no
tiene coche, pero igual este año lo montan otra vez.
—Y nos han contado que por aquí cerca ponen varios mercadillos de Navidad.
—Y han estrenado una peli muy buena, como de las galaxias.
—Y otra de dos mellizas que se pierden.
—Ésa es muy cursi.
—Pues a mí me gusta.
—Pues a mí no.
—¡Vale! –Sara chilló con los brazos extendidos e impuso la paz con facilidad–. Un
día vamos a ver la de las galaxias y otro día vamos a ver la de las mellizas.
Y todavía tuvieron tiempo de ver dos más, una superproducción norteamericana
que versionaba una supuesta leyenda medieval centroeuropea y otra de dibujos
animados japoneses, antes de que acabaran las vacaciones y, con ellas, la particular campaña de Navidad de Sara Gómez, casi un mes entero para recuperar, de vez en cuando, la olvidada sensación de no disponer de tiempo suficiente para hacer todas las cosas que se había propuesto hacer en un día. Mientras tuvieron que ir a clase por la mañana, los niños se presentaban en su casa justo después de comer, y hacían los deberes allí mismo para ganar tiempo. Después, la novedad principal no tuvo que ver con el horario, sino con el número, porque desde las once y diez de la mañana del 26 de diciembre, martes, siempre fueron tres.
—Nos tenemos que llevar a Alfonso, Sara –le anunció Tamara, con un gesto sinceramente compungido, cuando se la encontró en el umbral llevando a su tío de la mano–. No nos queda más remedio –prosiguió, hablando siempre en primera persona del plural, como si su vecina llevara meses soñando con el plan de ir hasta El Puerto para comprobar si habían vuelto a instalar la piscina de bolas y comer luego en una hamburguesería–.
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