Array Array - Los aires dificiles

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las patas. El señor Robles, a quien Sara no llegó a ver ni siquiera una vez en los cuatro años que invirtió en obtener los títulos de Secretaria Bilingüe de Dirección y Contabilidad, le daba una póstuma oportunidad a los pupitres que iban desechando los institutos y los colegios públicos pagando un poco más que los traperos, y seguía la misma norma en todo lo demás. Las máquinas de escribir eran tan viejas que sólo aporreando las teclas con saña se lograba, y no siempre, imprimir un carácter sobre el papel. Las mandaban a reparar constantemente, y aun así era rara la que no tenía rota una letra, o dos. La explicación oficial era que les convenía aprender en teclados duros para lograr después el mejor rendimiento cuando trabajaran en máquinas más cómodas y modernas, pero ese argumento no justificaba que todos los plafones tuvieran siempre un tubo fundido, o que la profesora de francés, una cincuentona con la nariz colorada como un pimiento y el acento pastoso de anís, conociera ese idioma peor que la propia Sara.

A la mayoría de los alumnos, sin embargo, todo esto le traía sin cuidado. Al margen de algún voluntarioso y esforzado oficinista que invertía su tiempo libre en mejorar su currículum con vistas a un hipotético ascenso, la Academia Robles se nutría sobre todo de jovencitas de la edad de Sara, procedentes de familias de clase media baja que intentaban proporcionar alguna formación a esas hijas a las que no podían permitirse enviar a la universidad, donde, sin embargo, tal vez llegara a estudiar alguno de sus hermanos varones. Ellas no sufrían precisamente por eso. Casi todas las semanas abandonaba alguna, que se había matriculado sólo por probar, o por no seguir aguantando discursos parecidos al que Sara no había necesitado escuchar más que una vez de labios de su madre. Muchas habrían preferido estar trabajando ya, de aprendizas de peluquera, o de maquilladora, o en una tienda de ropa, los tres puntos que delimitaban con nitidez el invariable triángulo de sus intereses. Todas sabían ponerse rulos, plancharse el pelo, hacerse moños altos, y se pintaban mucho hasta para ir a clase, groseros trazos negros delimitando la frontera de sus párpados entre una mancha de color pastel y la artificiosa rigidez de las pestañas postizas bañadas en rímel, como una hilera de patas de insecto. Se llevaban las faldas cortas, pero las suyas eran cortísimas. Se llevaban las botas altas, pero las suyas eran altísimas. Abonadas a una singular estética del superlativo, Sara miraba con aprensión sus uñas, largas y curvas como navajas, el esmalte seco, rojo rojísimo, un poco más descascarillado cada día de la semana, la hinchazón de sus melenas cardadas y ahítas de laca, los collares que llevaban por docenas, el plástico exagerado y barato de sus pendientes, y las escuchaba hablar a gritos, palmearse bruscamente los muslos al reírse, repetir las mismas expresiones de asombro o de jolgorio, ay, mi madre, mira ésta, tú te lo pierdes, oye, guapa, lo que yo te diga, rica… Los lunes se celebraba una especie de cónclave general en los pasillos, y todas intercambiaban información sobre los bailes y los novios, las dos estrechas bandas de su felicidad.

Entre ellas, Sara se sentía más extraña que nunca, y percibía a la vez su recelo, la hostilidad barnizada de desprecio que afloraba a sus miradas, a los cuchicheos

que se multiplicaban a su paso. Pero tampoco podía acercarse a las mosquitas muertas, esas chicas pálidas, apocadas y sosas, que estudiaban con aplicación para poder llegar un día a parecerse a su ídolo, Isabelita Sevilla. La señorita Sevilla tenía una impresionante colección de diademas de plástico de todos los colores, y se las colocaba con tanta pericia como si se las clavara con alfileres detrás de las orejas, para reforzar la apariencia arquitectónica de su peinado. A un lado del foso quedaba el flequillo, castaño y furiosamente cardado, y al otro, el castillo propiamente dicho, una melena corta tan hueca, tan abombada, tan despegada del cráneo, que parecía una cúpula de merengue de café, un postre salido de un recetario de repostería. La señorita Sevilla era la profesora de taquigrafía, y una de esas mujeres que preferirían salir a la calle desnudas antes que con un bolso que no hiciera juego con los zapatos. En la Academia Robles, esta gran dama de pacotilla que se aferraba al diminutivo de su nombre, y al de su cintura, para no confesar jamás su edad, era tenida por el no va más de la distinción y del buen gusto aunque se le escapara algún «me se» de vez en cuando, una debilidad que nunca llegó a comprometer seriamente su prestigio porque la única de sus alumnas que parecía advertirlo no tenía a nadie cerca con quien hablar, con quien reírse de ella. La señorita Sevilla, aunque nunca llegara a saberlo, era también el modelo aproximado de mujer medianamente acomodada, medianamente capaz, medianamente atractiva, medianamente culta, medianamente elegante, medianamente soltera, medianamente satisfecha, en el que doña Sara Villamarín de Ochoa pensaba que su ahijada podría encajar algún día con aprovechamiento y holgura, un futuro mediano de diademas de colores y seis pares distintos de zapatos como el premio gordo de una lotería de lo razonable.

Pero Sara Gómez Morales no era, nunca sería, una mujer mediana. A cambio, marciana sordomuda y desarmada en el planeta torpe de la mediocridad, no fue capaz de sostener por mucho tiempo el vigor artillero de sus sueños heroicos. La realidad era fea, muy fea, y la vida, más mísera que dura. Eso y que, si se descuidaba, acabaría siendo algún día como la señorita Sevilla, fue lo que mejor aprendió en la Academia Robles de Taquigrafía, Mecanografía y Secretariado. Por lo demás, superó todos los exámenes y las pruebas prácticas con la asombrosa facilidad que se obtiene al someter la inteligencia a la estricta tiranía de la voluntad, y se convirtió en el modelo que su profesora de taquigrafía, y directora virtual de aquella academia cuyo propietario, según los rumores, era también su amante, proponía como ejemplo a todos sus demás alumnos. Esta condición sobresaliente acabó de complicar las relaciones de Sara con sus compañeras, pero eso ya le daba igual.

En menos de un año, Sara Gómez Morales había pasado de una adolescencia aristocrática y preuniversitaria al fervor de un desclasamiento forzoso, y de los rigores de un delirio revolucionario al cálculo de una venganza fría, y tan larga como su vida. En cada uno de esos momentos críticos, intensos, irreversibles, había sido consciente de todos sus movimientos, había meditado sus pasos, sus razones, las ventajas y los riesgos de sus apuestas. Había llegado a dirigir con

éxito hasta sus propios sentimientos, y sin embargo, un día empezó a darle todo igual y ya no se dio cuenta de nada. Algunos trenes circulan tan despacio que parece que no avanzan, que nunca han llegado a abandonar la estación, pero se mueven. Con ese ritmo pasan los años oscuros, insensibles fragmentos de un tiempo engañoso, trampas mortales que se camuflan en los espacios que dejan en blanco los inofensivos números de los relojes.

Se había propuesto triunfar, y lo logró con facilidad, en la modesta escala de los triunfos que estaban a su alcance. Antes de empezar su tercer curso en la academia empezó ya a trabajar por las tardes, llevando los libros de algunas tiendas de su barrio. Entonces se informó del precio de las clases que recibía, se escandalizó ante el ínfimo desembolso que su madrina le había vendido como un privilegiado pasaporte hacia la prosperidad, llamó a doña Sara por teléfono para informarle de que ya no hacía falta que pagara ninguna mensualidad más, y se asombró tanto o más que ella de la pobreza de sus propias reacciones ante lo que debería de haber sido la primera gran victoria de su vida.

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