Array Array - Los aires dificiles

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—Nosotros no sabíamos nada, hija… Nosotros, lo que dijera el partido, los que habían estudiado, los que valían para mandar, los que sabían. Que había que resistir, pues a resistir, que había que esperar, pues a esperar, que todo el que quisiera se iba a poder marchar a tiempo de aquí, pues eso… Y ya ves cómo nos engañaron, como a tontos, que eso es lo que éramos, tontos perdidos. Ellos sí se marcharon. Casado el primero, y corriendo. Nos entregó y se largó, así mismo. Todavía le estoy oyendo, el general Franco nos ha dado garantías, decía por la radio, no hay que temer represalias contra quien no tenga delitos de sangre. ¿Es que yo tenía? No. Pues me condenaron a muerte dos días después de cogerme, eso hicieron. Pero qué iba a saber yo, hija, qué iba a saber, si yo aprendí a leer con treinta años…

Seis días después, a media tarde, Sara Gómez Morales llamó a la puerta de la casa de los señores de Ochoa, donde todo el mundo la reconoció sólo con verla. Y sin embargo, ya no era ella. La adolescente despreocupada y caprichosa que todos recordaban no sobrevivía más allá del aspecto de una rigurosa impostora que ya se había propuesto no volver a confiar ni en su sombra y no dar un paso más, nunca en la vida, sin anticipar previamente hasta la más trivial de sus consecuencias. Sólo esa acritud había logrado llevarla de la mano ante la presencia de su madrina manteniendo su orgullo a salvo en un refugio interior, tan oscuro, tan hondo, que allí no le hacían daño las mentiras, las promesas traidoras, las sonrisas hipócritas, los besos que pudieran llegar a ensuciar la pureza de sus labios homicidas. La habían tirado a la vía, pero ningún tren iba a pasarle por encima. A ella no. Nunca. Ninguno. Jamás. Aunque tuviera que secarse por dentro, vivir en una alarma

constante, soñar sueños miserables, tragarse el sapo diario de la conformidad y la humillación.

Al fin y al cabo, los fusiles no crecen solos en medio del campo, hay que ganárselos, arrebatárselos al enemigo, saber robarlos o ahorrar para comprarlos, y si ése era el precio que había que pagar, lo pagaría, pero ella no sería humilde, no sería mansa, no sería tonta.

Sólo existía un camino posible para seguir adelante y pasaba a la fuerza por la obligación de armarse. A esa única conclusión había llegado Sara después de pensar y pensar, y pensar más aún, para descubrir que, si su madre estaba en lo cierto, su padre también tenía razón. Ella tenía que acabar siendo de los que habían estudiado, de los que valían para mandar, de los que sabían, y eso significaba, de entrada, encontrar un buen trabajo, ganar dinero, vivir bien. Y luego ya veremos, se prometía a sí misma cuando dudaba de sus planes, cuando se sentía sin fuerzas, sin ganas de seguir, ya veremos, y pensaba en Socorro, en Sebastiana cargada de hijos, en las angustias de los fines de mes, y apretaba los dientes para repetírselo muy en serio, como una orden, un lema, una consigna, ya veremos.

—He pensado en estudiar algo que no sea muy largo, secretariado bilingüe por ejemplo, para aprovechar mi francés. Luego, cuando empiece a trabajar, podría aprender inglés, e ir haciendo otros cursos.

A mí me gusta estudiar, ya lo sabes, se me da bien, pero me gustaría saber qué piensas tú.

Estaba repitiendo con pequeñas variaciones, una hábil estrategia de sinónimos bien escogidos, lo que su madre le había contado acerca de los proyectos que doña Sara tenía para ella, y antes de terminar, comprendió que había acertado. —¡Pues qué voy a pensar! Que hablas con mucha sensatez, hija, y que me alegro mucho de haberte recuperado, de que estés otra vez aquí. No sabes cuánto te he echado de menos…

Mientras los ojos de su madrina traicionaban una emoción reprimida, Sara, a quien ya le daba igual que fuera auténtica o no, procuró agrandar los suyos, convocar a su rostro una tensión concentrada y dramática, responder a aquellos ojos con la misma clase de mirada.

Entonces creyó descubrir que esos apacibles simulacros no le hacían mella por dentro, que no rebajaban la firmeza de las amenazas que consolaban el silencio forzoso de sus labios cerrados, ni abrían espacio alguno para la compasión. Se equivocaba, pero las equivocaciones maduran despacio, como las personas. —Mi amiga Loreto, ya la conoces, ¿verdad? –doña Sara seguía hablando con la gratuita magnanimidad de quienes no necesitan luchar para ganar sus guerras, y Sarita asentía con la cabeza, ya me las pagarás, hija de puta, decorosa, serenamente, me las vas a pagar todas juntas, sentada en el borde de la silla, tan discreta y atenta como se espera de una señorita, ya lo verás, ya…–, tiene una hermana casada con el propietario de media docena de academias repartidas por todo Madrid. Preparan oposiciones, dan cursos de taquigrafía, de secretariado, en fin… La central, como si dijéramos, está en la calle Espoz y Mina, muy cerca de tu

casa. Aunque es un poco tarde y a lo peor hasta han cerrado ya el plazo de la matrícula, estoy segura de que Loreto me haría el favor de conseguirte una plaza. Podrías hacer un curso de tres años y, al final, sacarte el título oficial más completo. Ya te buscaríamos luego una buena colocación. ¿Qué te parece? Doña Sara se quedó mirándola con una sonrisa expectante y las manos juntas, cruzadas sobre el regazo. Sarita había llegado a conocer muy bien el significado de esa sonrisa, la expresión de generosidad complaciente ante todo con ella misma que su madrina había adoptado, por última vez, cuando accedió a forrar sus zapatos de fiesta con seda amarilla, esa cara de hacer regalos que implicaba la contrapartida urgente, inmediata, de una desbordada gratitud. Cumplió fielmente también con esa norma, se acercó a saludar a don Antonio, que apenas le respondió, y pasó por la cocina para despedirse del servicio. Luego, bajó trotando por las escaleras para llegar antes a la calle. Cuando respiró al fin la brisa cálida, calmosa, que agitaba las copas de los árboles, le dolía todo el cuerpo y algo más.

Me acostumbraré, se dijo, ya me acostumbraré, eso seguro, y aunque sus piernas reblandecidas, temblonas, se negaban a moverse, ella las forzó, y forzó el paso hasta perderse en la boca del metro.

Creyó que ya había pasado lo peor, el tiempo del naufragio, de las dudas, de la pasividad envenenada, de los violentos bandazos de la indecisión. Ahora tenía planes, otra cabaña, un propósito al que aferrarse con el grado de esperanza, de desesperación, que pudiera ser preciso en cada momento. Pero la realidad, que es perezosa y se resiste a mudarse de casa, seguía acechándola desde una esquina de la Puerta del Sol, y era muy fea, más incluso que la imperdonable grosería de mencionar el dinero, el precio de las cosas, en una conversación íntima y familiar.

La Academia Robles de Taquigrafía, Mecanografía y Secretariado ocupaba la primera planta de un vetusto edificio que ya ni se acordaba de cuándo había perdido la última memoria de su pasado esplendor. El piso inmenso, laberíntico, que había resultado de las caóticas y sucesivas ampliaciones de un pequeño núcleo original, estaba recorrido por un pasillo que se ramificaba en otros más estrechos, algunos de los cuales terminaban de forma abrupta en una pared para evocar la espina dorsal de un gigante paralizado y deforme. A ambos lados de cada corredor, un número incontable de puertas antiguas de diversas épocas y molduras, uniformadas todas ellas por el mismo centenar de capas de esmalte blanco cuya evolución se podía establecer estudiando con atención los desconchones, sinceros como estratos geológicos, daban paso a otras tantas minúsculas habitaciones, pomposamente clasificadas como aulas. Cada uno de estos cuartitos albergaba un mobiliario dispar, variopinto, que podía llegar a integrar en una sola hilera seis o siete modelos distintos de silla, casi siempre con una pequeña extensión, que hacía las veces de escritorio, incorporada en el lado derecho. Las había de madera, de contrachapado recubierto de un laminado sintético, y de plástico, algunas eran plegables y otras no, podían tener el tablero abatible o fijo, una rejilla bajo el asiento para colocar los libros o sólo aire entre

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