Array Array - Los aires dificiles

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—Mamá… –se atrevió a preguntar por fin–. ¿Por dónde se cuelgan las camisas,

por la parte de los hombros o por abajo?

—Por abajo, y es mejor que pongas las pinzas encima de las costuras, porque

dejan menos señal y se planchan mejor luego.

Sara colgó bien las camisas y mal casi todo lo demás, pero logró emparejar los

calcetines y tender la colada entera sin que ninguna pieza cayera al patio, y al

terminar se sintió bastante satisfecha de sí misma, porque tampoco sabía que

veinticinco minutos fueran un plazo excesivo para aquella tarea.

—Bueno –dijo, mientras cerraba la ventana y se daba la vuelta con el barreño en

la mano, sin saber qué hacer con él–. Esto ya está, ahora…

Entonces se calló. Su madre estaba de pie, muy cerca, y la miraba con la cabeza

muy derecha, las manos estrujando el delantal, y un velo líquido en los ojos. Sara

nunca había podido soportar ese temblor de los ojos de su madre, el llanto

retenido que bailaba en sus pupilas durante minutos enteros como el signo

contradictorio de una tormenta mansa, el indicio de unas lágrimas que nunca

estallaban, que se derramaban en silencio, si lo hacían, con el ritmo lento,

lluvioso, de quien sabe llorar también para expresarse.

—No llores, mamá –Sara tiró el barreño al suelo y fue hacia ella, ahogándose en

sollozos más violentos–. Yo… lo siento mucho…

—¿Y qué vas a sentir tú, hija, qué vas a sentir?

—No lo sé, mamá… No sé…

Sebastiana abrió sus brazos cortos, rechonchos, y Sara, que era mucho más alta,

supo encoger para desplomarse entre ellos. Así estuvieron las dos mucho tiempo,

aprendiendo a hablar tarde, y sin palabras. Mientras tanto, el guisado se agarró.

Aquel día acabaron comiendo huevos fritos con patatas y Arcadio no quiso

preguntar nada, porque cuando llegó a casa, a las dos de la tarde, se dio cuenta

de que algo había cambiado.

Si alguna vez Sara Gómez Morales llegó a ser cruel, despiadada, feroz, fue

entonces, cuando decidió arrancarse la piel a pedazos sin otra herramienta que sus propias uñas. Sumergida a partes iguales por el rencor y por el deseo en el espejismo de una libertad que no tenía, creyó escoger con una vehemencia consciente, radical, la única vida que le quedaba, y alimentó con rabia su memoria, con rabia sus ojos, con rabia su razón, hasta que su voluntad ciega, soberana, extirpó de su cuello la menor tentación de volverse hacia atrás. A veces, por las noches, se sorprendía a sí misma recordando a Juan Mari, a Maruchi, a los Beatles, habitantes amables de un país remoto que se resistían al recurso del desprecio porque no lo merecían, pero procuraba olvidarlos pronto, solaparlos con otros recuerdos, otro dolor, otras imágenes. Incluso en los peores momentos, cuando se sentía desgraciada sin acordarse a tiempo de que se lo había prohibido tajantemente a sí misma, Sara conservaba la sangre fría imprescindible para comprender que cualquier cosa, el odio, la amargura, la llama seca de la venganza, le harían menos daño que la nostalgia blanda y sonrosada de un collar de sueños rotos, la tentación que debía esquivar a toda costa si quería conquistar al fin una vida única, propia, una sola vida como la de todo el mundo.

Y durante algún tiempo lo logró, sobre todo de día. Sin reconocer que el fervor que articulaba sus horas tenía más que ver con la ingenuidad de un turista rico en un país exótico que con el sudor pautado y sistemático del albañil que levanta una casa nueva desde los cimientos, Sara se lanzó a un frenético programa de actividades que la mantenía ocupada como nunca lo había estado, y procuraba ocuparse a sí misma también por dentro, controlar rigurosamente el flujo y la naturaleza de sus pensamientos, vigilar la zona de su conciencia que quedaba libre mientras prestaba toda la atención necesaria a las nuevas tareas que asumía cada mañana. A veces acababa con dolor de cabeza, tan intensa era la obligación a la alegría que se imponía a cada paso. Otras, en cambio, apuraba el mismo resquicio de fantasía infantil con el que sólo unos meses antes había aprovechado cualquier rato libre para imaginar su vida conyugal con Juan Mari –luna de miel en Venecia, una casa moderna y espaciosa, cierta exageración elegante en los detalles, el verano en una playa tranquila del norte, una pareja de niños guapos y rubios a su debido tiempo–, planificando un futuro muy diferente, que se limitaba a la fuerza a los setenta metros cuadrados de un viejo piso tercero interior donde había un millón de cosas que hacer, reformar el baño, cambiar la cocina, agrandar las ventanas, poner suelos de madera, tirar la mitad de las paredes o levantar otras donde jamás las hubo, proyectos descabellados que no lo serían tanto si ella misma lograba aprender a cepillar tablones o a hacer cemento, igual que había conseguido dejar los cristales invisibles de puro limpios a fuerza de amoníaco disuelto en agua y friegas con papel de periódico.

Sus padres la escuchaban con los hombros encogidos, e intercambiaban miradas breves, agudas como señales de alarma, donde el asombro iba dejando paso a la inquietud mientras la veían moverse por la casa sin detenerse un instante, cambiar los muebles de sitio para devolverlos luego a su lugar original, recoger las cortinas para soltarlas un momento después, ordenar lo que estaba ya ordenado,

guerrear contra un polvo inexistente.

—No sé, Arcadio, está muy rara… –murmuraba Sebastiana de vez en cuando–.

Parece una monja.

Él asentía en silencio, calibraba el plazo y la violencia de una explosión que jugaba

a desmentir sus cálculos, y representaba el papel que su hija le había asignado en

un tardío, doloroso e improbable renacimiento.

—A ver…

Algunas noches, después de cenar, Sara sacaba una caja de cartón de la cómoda

donde su madre guardaba la ropa blanca, y se sentaba en el sofá, al lado de

Arcadio, para obligarle a mirar dos docenas de fotos antiguas, amarillentas ya, y

con los picos doblados, que él habría preferido no volver a ver nunca más. Sin

embargo, se armaba de paciencia para contestar a todas las preguntas de aquella

muchacha voluntariosa y confundida cuya curiosidad jamás se daba por saciada,

porque su lealtad era más poderosa que el cansancio.

—Éste eres tú, ¿no?

Arcadio con uniforme de miliciano, una canana atravesada encima del pecho y la

mano derecha sosteniendo el fusil ante una gran roca de granito.

—¿Y dónde estabas?

—En la sierra, cerca de Guadarrama.

—¿Y cuándo?

—Pues no sé, hija, ya no me acuerdo. Al principio de la guerra, tuvo que ser…

—¿Y quién te hizo la foto?

—Un fotógrafo alemán, que era amigo de don Mario.

—¿Y quién era don Mario?

—Uno.

Pero Sara no aceptaba los pronombres indeterminados, los datos vagos, las

noticias sueltas de un pasado remoto que se le volvía urgente, preciso,

desesperadamente imprescindible, y obligaba a su padre a hablar, a desmenuzar

su memoria en busca de apellidos, de fechas, de detalles tan nimios como migas

de pan, que ella masticaba con muelas veloces, potentes como los engranajes de

una locomotora, hasta disolverlos por completo en su propia saliva y tragárselos

después.

—¿Y aquí?

Un grupo de sindicalistas retratados ante la fachada de la Casa del Pueblo de

Madrid, vestidos de domingo, las gorras en la mano, sonrientes los más jóvenes,

algunos levantando el puño, Arcadio entre estos últimos, alrededor de un hombre

vestido de oscuro, con corbata y sombrero, los ojos claros, la nariz aguileña, que

sonríe también a la cámara con el gesto aplomado, seguro, de un seductor.

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