Array Array - Los aires dificiles
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hacen daño sólo a costa de haber regalado antes el precario fulgor de un placer purísimo, venenoso, irreemplazable, pero, sin embargo, no lo echó de menos en el frenesí cotidiano de su dulce impostura ni en la feroz explosión que vino después, el frenesí distinto pero igualmente intenso que había culminado en una vida nueva, una flamante normalidad que jamás se habría atrevido a calcular para sí misma.
Entonces se puso alerta. Al fin y al cabo, tenía tan pocas cosas que tampoco había sabido nunca cómo despedirse de nada, ni de nadie, para siempre. Pero en la playa descubrió que el coñac había cambiado con ella. Había cambiado su sabor, más manso ahora, más pálido, y había cambiado su poder, que parecía haber renunciado al seco despotismo de antaño para ejercer una autoridad –matizada, flexible, limitada a la cantidad que llenaba la copa. Después de treinta años de pasión y de culpa, Sara Gómez aprendió a beber por placer, para cultivar el leve estado de alumbramiento interior que cimenta el prestigio de los bebedores sabios, renunciando al fin a la necesidad sucia y humillante de beber para atontarse, para no pensar, para no saber, para merecer el pobre premio de un sueño largo y pesado. Cuando se dio cuenta, sintió una amarga punzada de compasión hacia sí misma, pero concluyó que peor habría sido no llegar a sentirla nunca. Desde entonces, había vuelto a beber sola, una copa única después de la cena, nunca llena del todo, y no todas las noches, y el rito mudo de calentarla en la mano, de consumirla despacio, mirando el cielo o leyendo un libro, se había convertido en el mejor momento de muchos de sus días.
La noche anterior había renunciado espontáneamente a ese equilibrio, pero agradeció la magnanimidad de su cuerpo, que no quiso pasarle factura, sin llegar a arrepentirse del todo. La verdad es que durante la fiesta y sobre todo después, cuando todos los niños se marcharon y Juan Olmedo la invitó a quedarse para disfrutar de una última copa en el campo de batalla al que había quedado reducido el salón de su casa, había estado mucho más pendiente de lo que ocurría a su alrededor que de la cantidad de coñac que ingería en cada sorbo. Con la excepción del instante de terror que paralizó a Alfonso ante la imagen de dos gaviotas clavadas en el cielo, no había sucedido nada extraño. Tamara parecía contenta, tranquila, y tan cansada como era de esperar después de tantas horas de protagonismo absoluto, pero Sara seguía dándole vueltas a la inquietud de Juan, al nerviosismo que había mordido las esquinas de cada palabra en aquella revelación que ella no esperaba ni había provocado, una confidencia grave que sin embargo le había sonado tan fácil, tan fluida como si estuviera ensayada. Era él quien había escogido ponerla en guardia, prepararla para un impacto que no llegaría a producirse, hablar de más. Sara sabía por sí misma que el exceso de precauciones puede llegar a resultar más significativo que su ausencia, y al comparar el oscuro color de los tenores de Juan Olmedo con la neutra placidez de las escenas que estaba contemplando, se afirmó en la sospecha de que algo no encajaba, como si algún detalle importante no hubiera llegado a aflorar entre las breves, ordenadas, exactas pausas de su discurso.
—Mi hermano Damián, el padre de Tamara, murió hace exactamente un año –le explicó mientras caminaban deprisa, con el viento en contra, por la calle comercial más importante del pueblo–, el mismo día del cumpleaños de la niña. Su hija estuvo esperándole toda la tarde para partir la tarta, pero él no pudo llegar a tiempo. Apareció a las tantas de la mañana. Tamara, que se había cogido un berrinche espantoso, estaba ya durmiendo.
Damián había bebido muchísimo y no andaba muy bien de reflejos. Yo le estaba esperando. Estaba preocupado porque no había llamado para avisar, nadie sabía por dónde andaba, y me enfadé al verle así, porque estaba desatado, siempre borracho, no comía, no dormía… Se pasaba mucho, todos los días. Total, que discutimos, se puso nervioso, perdió el equilibrio y se cayó por la escalera. Era una escalera larga, recta, sin rellanos, la escalera ideal para matarse, y además tuvo mala suerte, muy mala suerte, porque se partió el cráneo contra un escalón. Mi cuñada había muerto siete meses antes, en un accidente de coche, y no sé cómo reaccionará la niña ante otra fiesta de cumpleaños. Yo habría preferido no celebrarla, pero ella está empeñada en hacerlo y, después de pensarlo mucho, he decidido hacerle caso. Creo que darle demasiada importancia al aniversario acabaría siendo peor. Por eso no te escuchaba, lo siento.
Aquella mañana, Juan Olmedo la había llamado a casa desde el trabajo. Faltaban solamente un par de días para el cumpleaños de su sobrina, y aunque llevaba semanas dándole vueltas a la cuestión del regalo, no había decidido nada todavía hasta que la noche anterior, un instante antes de quedarse dormido, tuvo por fin una idea luminosa. Iba a regalarle a Tamara un traje de flamenca. Por un lado estaba seguro de que le gustaría, porque a todas las niñas les gusta tener un vestido tan especial, pero además le había parecido una forma de afianzarla en su nueva vida, de ayudarla a echar raíces, a asentarse en el lugar donde vivía. Una compañera del hospital le había dado la dirección de una modista que vendía trajes durante todo el año, y se le había ocurrido llamarla para pedirle que le acompañara, porque no estaba muy seguro de saber escoger. También podría recurrir a Maribel, añadió al final, pero no me fío demasiado de sus gustos. Sara sonrió antes de asegurarle que no había hecho planes para aquella tarde y que le encantaría ir de compras con él. Mientras tanto, pensaba que aquélla sería una oportunidad excelente para comentar con su vecino los flamantes planes inmobiliarios que estaba empezando a diseñar, tanto para asegurar el futuro de su asistenta como para combatir su propio aburrimiento.
Quedaron a media tarde en un bar del centro del pueblo y ella atacó enseguida, cuando aún no habían terminado los cafés. Juan estuvo de acuerdo en que, aun pareciendo atolondrada, caprichosa, Maribel era en realidad una mujer muy trabajadora y responsable, y llegó a darle la razón a Sara en cuanto a la conveniencia de que invirtiera el dinero que había heredado. Más allá, su atención se fue extinguiendo en una serie mecánica de gestos de asentimiento y gruñidos de aprobación que convencieron a su interlocutora de que la oía sin escucharla. —Bueno –resopló ella, cuando no había llegado aún a la mitad de la lista de posibilidades que estaba empezando a barajar–, ya veo que no es un tema que te
apasione.
—No, no es eso –respondió él, mirándola a la cara por primera vez desde que caminaban juntos–.
Es que estoy preocupado, perdóname…
Entonces le contó cómo había muerto su hermano, el padre de Tamara, y ninguno de los dos volvió a decir nada, ni de aquél ni de ningún otro asunto, hasta que el vestido que eligieron les proporcionó un tema de conversación confortablemente trivial para el camino de vuelta.
Desde aquel momento, Sara Gómez no había dejado de analizar la escueta noticia de la muerte de Damián Olmedo. Hiciera lo que hiciera, ducharse, cocinar o ver la televisión, la figura de un hombre rodando por una escalera la acompañaba como si estuviera grabada en relieve sobre el telón de fondo de su memoria, consintiendo apenas la breve aparición de otras imágenes, otras fugaces figuras, pero sin querer borrarse del todo. Le fue dando vueltas a aquella historia con la metódica minuciosidad que había convertido su cabeza en una herramienta de cálculo, pero no fue capaz de hallar en ella ninguna fisura, ningún resquicio que consintiera la amenaza de una palanca.
Cada una de las preguntas que se le ocurrían tenía una respuesta inmediata, evidente. La gente muere todos los días en accidentes domésticos, crueles de puro estúpidos, se asfixian con el hueso de una ciruela, se caen al intentar arreglar el tejado de su casa o se electrocutan colgando una lámpara, y sus muertes resultan tan triviales, tan brutalmente razonables, que ni siquiera merecen una nota en los periódicos. Juan Olmedo estaba allí, pero eso no era extraño.
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