Array Array - Los aires dificiles
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Tamara y fueron luego a la sección de ropa de niños, donde se tomó su tiempo
para escoger una camisa blanca de manga larga con rayas verticales, anchas,
azules, y un forro polar liso, del mismo azul. Cuando se volvió, descubrió que
estaba solo. Su madre avanzaba hacia él llevando una percha en la mano.
—Mira –le dijo, mostrándole lo que ella llamaba un «jerselillo», un polo muy fino,
de manga corta, estampado en rayas horizontales, verdes y marrones, separadas
por una especie de grecas blancas impresas en relieve–. ¿Qué te parece?
—No –y movió la cabeza de un lado a otro para acentuar su negativa–. Lo que yo
quiero es esto, mamá.
—A ver… –Maribel abrió la camisa, la miró frunciendo los labios en una mueca
despectiva, le echó un vistazo al precio y ni siquiera se tomó la molestia de
alargar la mano hacia el forro polar que su hijo le tendía–. Ni hablar.
Una camisa de manga larga ¿para qué? Ni que fueras de boda, hijo mío. Esta
camisa luego no te la vuelves a poner en la vida, y el jersey ese, tan gordo, no
digamos ya… ¡Pero si aquí no hace frío para llevar eso! Este jerselillo, en cambio,
te vale también en verano. Ahora te compro un jersey de esos finitos, de cuello
de pico, verde, o marrón, para que haga juego, y ya…
—¡Que no! –Andrés estiró los brazos, cerró los puños, y los movió en el aire, en
un gesto que se quedó a medio camino entre un acceso de rabia infantil y una
pelea imaginaria pero intensa, casi cómica–. No me pienso poner eso.
No me lo voy a poner, no, no y no.
Mañana me quedo en casa y no voy a la fiesta, ya está.
—¿Pero qué estás diciendo? No entiendo…
—No pienso ir vestido de cateto a la fiesta, mamá, ¿lo entiendes? No me da la
gana. Prefiero no ir.
—¿De cateto? –Maribel dirigió a su hijo una mirada más que recelosa–. ¿Pero qué
pamplinas son ésas? ¿Quién te mete tantas tonterías en la cabeza? ¿Sara?
¿Tamara? ¡De cateto! Tú no sabes lo que dices, hijo mío…
—Claro que lo sé –murmuró Andrés, mientras el desaliento suplantaba a la rabia
en su voz, delgada ahora, tensa y frágil como un hilo a punto de romperse–. Y no
hace falta que me lo diga nadie. Me doy cuenta yo solo de las cosas.
De todas las cosas, mamá, pensó después, pero ya no lo dijo. Durante un
instante, los dos se miraron cara a cara, sin hablar, la madre enfadada y asustada
a la vez, el hijo dispuesto a mantenerse firme, paladeando por anticipado, con esa
insensata crueldad propia de los niños, el disgusto que se llevaría Maribel cuando
comprobara, al día siguiente, que él se negaba a ir de verdad a aquella fiesta en la que le apetecía tanto estar.
—Bueno –dijo la madre después, con un tono que quería dar a entender que aquello, cualquier cosa que hubiera sido, se había acabado ya–. Vamos. Quiero mirar…
—No –interrumpió el hijo, sentándose en el suelo, y rodeó sus piernas con los brazos para fabricar un hueco donde esconder su cabeza cuando acabara de hablar–. No quiero ir a ninguna parte y no me pienso poner esa ropa de cateto. No la compres, ya estoy harto de…, de…
La suavidad forzada, casi sedosa, de la tela de unos vaqueros muy gastados acogió su frente con dulzura cuando se recluyó en sí mismo antes de tiempo, obligándose a un silencio piadoso con su madre y con su propio ánimo. No quería llorar, y tampoco quería decir la verdad, ni una sola palabra de la que pudiera arrepentirse después. Además, su madre no le entendería. Maribel jamás podría entender lo que había significado para su hijo la llegada de Sara y de los Olmedo al pueblo, a su vida de jerselillos baratos y colegio gratis entre niños ricos. La primera vez que aquel BMW gris metalizado, tan grande que no cabía bien por las callejuelas del centro, se detuvo ante la verja del patio y abrió sus puertas sólo para él, Andrés miró hacia atrás antes de ocupar la plaza del copiloto y leyó una envidia súbita, un escándalo instantáneo e imprevisto, todo un triunfo, en la mirada turbia de algunos de sus compañeros. Allí estaba Alonso, el hijo de ese herrero que se había hecho de oro con la carpintería metálica de casi todas las urbanizaciones de los veraneantes, y Medina, cuya familia cosechaba ahora viviendas unifamiliares en sus viejas tierras de cultivo, y Solís, que era muy bruto y suspendía siempre cuatro o cinco, pero tenía la vida asegurada gracias a la inmobiliaria de su padre, y Auxi, la prima de Medina, que en aquel instante dejó de presumir del precio del monovolumen que acababa de comprarse su madre. Allí estaban todos ellos, quietos, pacíficos, callados por una vez. Entonces, Andrés apostó consigo mismo a que las cosas iban a cambiar, y habían cambiado. En lo que llevaba de curso, no había tenido que empezar ninguna pelea para perderla después. Nadie había llamado a su madre marmota, nadie había insinuado que saliera sola todas las noches, nadie le había preguntado dónde estaba su padre, nadie se había reído de su mochila vieja ni se había quejado de la comida que hacía su abuela.
Tamara había sido el martillo que remachó el clavo. Andrés sospechaba que todos los niños de su clase andaban medio enamorados de ella, y las niñas, que por un lado se burlaban de su acento y de su manera de vestir, por otro darían cualquier cosa por parecérsele. Y Tamara, que hablaba tan bien el inglés y tan fino el español, y era tan alta, y tan moderna, y tan lista, y tan de la capital, y tan insoportablemente guapa, era suya, porque no se despegaba de él ni un instante. Andrés no lo entendía, pero acataba sin rechistar aquel insólito gesto de magnanimidad de su suerte y hacía todo lo posible para que las cosas no se torcieran, aunque a veces tenía la impresión de que ella no se daba cuenta ni de eso ni de ninguna otra cosa que sucediera a su alrededor. Tamara era una niña
extraña que nunca hacía ni decía nada que no hubiera hecho o dicho cualquier niña normal, pero parecía estar siempre sola mientras sonreía, o bromeaba, o jugaba con los demás. Él, que la conocía mejor que nadie en el colegio, suponía que era eso lo que les había hecho tan amigos, porque ella era la única persona con la que estaba a gusto sin sentir la necesidad de hacer nada. A veces, iban al pueblo en bicicleta, por la tarde, después de clase, sólo para sentarse en el puerto a mirar los barcos, y podían estar allí más de una hora, los dos juntos, sabiendo que estaban juntos, sin que ninguno de los dos dijera una sola palabra hasta que alguno descubriera en el reloj que era ya la hora de marcharse. Andrés tenía la impresión de que su amiga guardaba algún secreto, pero nunca le preguntaba nada porque no estaba dispuesto a compartir los suyos, y siempre contestaba lo mismo, no lo sé, a las preguntas de Sara, o a las de Maribel. Ella era quien más le preguntaba, últimamente, y ésa era una de las cosas que no le gustaban. Andrés quería a su madre, la quería de verdad, y la quería muchísimo, pero no le gustaba que hiciera cosas que le daban vergüenza, ni que le obligara a hacer cosas que le avergonzaran a él mismo, como le avergonzaría aparecer en la fiesta con aquella horrorosa ropa de niño cateto que estaba empeñada en comprarle. Hacía ya muchos meses que Andrés había cumplido once años, y comprendía que era una tontería darle importancia a la ropa, pero también sabía cómo eran las cosas y que él no tenía la culpa de que fueran así. Tamara era como una especie de milagro, el premio de la tómbola, un golpe de suerte, y no quería correr el riesgo de que nadie se riera de él delante de ella porque no necesitaba cumplir más años para intuir que ningún milagro es completamente de fiar. —¿Qué te parece?
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