Array Array - Los aires dificiles

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empezar a cobrar un sueldo de médico, y pudiera comprarse un coche, y una

casa, y fuera por fin alguien, y no el eterno proyecto de alguien que era desde

hacía años, que era todavía, entonces ella comprendería que se había

equivocado, y le buscaría, le convencería, y todo volvería a ser como al principio.

Esa idea le animó hasta más allá de Quevedo, pero su casa seguía estando

demasiado lejos, sus piernas le pesaban como si fueran de otro, no tenía dinero ni

para coger el metro, y Charo le había dejado. La derrota, como un horizonte

purísimo, absoluto, absorbía el impulso de sus grandes esperanzas.

Él había tenido el mundo entre las manos una vez. Recordaba su peso, su

volumen, la perfecta y esférica plenitud de sus contornos.

Recordaba el calor de aquella mañana de junio, el velo blancuzco que difuminaba

el azul rabioso de un cielo que ardía sin sol, antes del sol, y el asombro de sus zapatillas, la suela de goma caldeándose al pisar un asfalto templado, que no había llegado a enfriarse del todo tras una noche eterna de bochorno y moscas. El autobús de las diez de la mañana estaba repleto de gente cansada, sudorosa, más aburrida que nunca de tener que ir a trabajar a dos semanas escasas de sus vacaciones, pero él, recién duchado, muy despierto, y tan nervioso que ni siquiera acusaba la sofocante temperatura de un autobús abarrotado, no les prestaba atención. Agarrado a la barra con la mano derecha, su cabeza sobresaliendo limpiamente de la altura media del resto de los viajeros, repasaba una y otra vez los ejercicios del examen, oscilando entre el recuerdo de la euforia con la que había entregado las últimas hojas y el presentimiento de un desastre posible, la misma duda ambigua y radical que le consumía por dentro desde hacía semanas. No llegó al instituto de los últimos, pero tampoco de los primeros, aunque la puerta del despacho estaba todavía cerrada. El tutor sonrió al encontrárselos allí, una docena de adolescentes rígidos y silenciosos al borde de la histeria, y murmuró, no ha estado mal, no ha estado mal, antes de entrar con tres o cuatro profesores más.

La entrega de las papeletas no era más que eso, una ceremonia escueta, tan veloz que Juan se encontró delante de la mesa antes casi de lo que hubiera querido.

—Enhorabuena, Olmedo –su profesor de matemáticas le felicitó mientras le tendía un papelito blanco, del tamaño de una factura mediana, donde aparecían su nombre, sus dos apellidos, su número de inscripción y otro número, una cifra prodigiosa, inconcebible, intrínsecamente absurda.

—¿Ésta es mi nota? –preguntó, casi con miedo, señalando aquella fórmula mágica, alquimia pura, y sus profesores asintieron con la cabeza, riéndose de buena gana ante su perplejidad–. ¿Un nueve con setenta y dos…? ¿He sacado un nueve con setenta y dos?

—Sí. La segunda nota de selectividad más alta de toda la provincia de Madrid –en aquel momento, su tutor estaba más contento, más orgulloso que él mismo–. Por eso te han puntuado con centésimas, para deshacer el empate con una chica del Lope de Vega que también había sacado un nueve con siete. Al final, a ella le han dado dos centésimas más, pero es de letras, que, digan lo que digan, pues, ya sabes… Total, que en Villaverde no se había visto nunca nada igual. Pero tú te lo mereces, Olmedo, enhorabuena.

—¡Joder! –Juan levantó por fin la vista del papel, miró a los ocupantes de la mesa y regresó a su nota–. ¡Joder, joder! Yo ya sabía que me había salido bien, lo sabía, pero tanto… No me lo esperaba, la verdad… ¡Joder! Es que no sé qué decir, es que todavía no me lo creo…

En ese momento perdió el control de la situación, porque sus profesores se pusieron de pie y empezaron a aplaudirle a la vez, y a abrazarle por turnos, y esa extraña actitud llamó la atención de los alumnos que esperaban detrás de él, y el primero que logró ver la papeleta empezó a chillar, y al rato todos sabían ya qué nota había sacado, y le empezaron a llover chaquetas, y mochilas, y cuadernos, y

bolígrafos, y sus compañeros se empeñaron en sacarle a hombros del despacho, y

le pasearon por el jardín del instituto, y le quitaron la camiseta, y las zapatillas, y

le tumbaron encima del césped, y le regaron con una manguera, y él se dejó

hacer, entusiasmado, aturdido, borracho de júbilo, de fe, de soberbia, y nunca se

había sentido tanto él mismo como se sintió aquella mañana, nunca había tenido

tantas ganas de llorar, y de gritar, y de reírse, y de revolcarse por el suelo como

entonces, nunca había creído que vivir fuera tan fácil como lo fue durante

aquellas horas, mientras vivió al amparo de un papel blanco, del tamaño de una

factura mediana, relleno con su nombre y la segunda nota de selectividad más

alta de todo Madrid.

—¡Olmedo! –su profesora favorita le llamó cuando ya estaba a punto de

marcharse, agitando un papel en la mano derecha–. Toma.

Tengo un amigo en el tribunal y se lo he pedido, para que lo guardes de

recuerdo.

Era su examen de Biología.

En la primera página, arriba, en el centro, alguien había escrito un diez con un

rotulador rojo, lo había encerrado entre signos de admiración, lo había subrayado

tres veces, y lo había rodeado al final con un grueso trazo circular.

—Gracias, yo…

—No, gracias a ti –ella se inclinó sobre él y le dio un beso en cada mejilla–. Ha

sido un placer tenerte como alumno, Juan, y un privilegio. Te vamos a echar de

menos.

En el viaje de vuelta, aislado del calor, del ruido y del tumulto por ese círculo rojo

que le expresaba con más nitidez, con más precisión que su propio nombre, Juan

Olmedo sintió una serenidad nueva, un flamante dominio sobre sí mismo y sobre

los demás, un poder inédito que ponía en sus manos el control del tiempo, el

presente y el futuro. Había llegado hasta allí él solo, y le sobraban fuerzas para ir

más allá. Eso pensaba, acariciando con los ojos una vez, y otra, y otra más, el

perfil de aquellos signos de admiración, aquellos trazos que parecían propulsarle

por encima del techo de la excelencia, a través del supremo umbral de los

escogidos, en la exacta dirección de su propia imaginación desbordada, saturada

por aquel descomunal alarde de la realidad. Cuando bajó del autobús, frente a la

puerta de su casa, sonrió al recordar la inquietud con la que había completado el

recorrido inverso, y al cruzar la calle, le pareció que el suelo estaba más firme que

nunca bajo sus pies. El portal, como una cueva profunda, fresca y oscura, acarició

sus brazos desnudos con la contraseña de la pereza más merecida. El ascensor

estaba en el último piso, y cualquier otro día habría subido hasta el tercero

andando, pero aquella mañana ya no tenía prisa.

Pulsó el botón de llamada y entonces oyó la música.

El ritmo entrecortado, burdo y machacón de la canción del verano atronó durante

un segundo con un estrépito de percusión electrónica que pareció rebotar en

todas las paredes. Después, alguien bajó el volumen, y el cantante empezó a

repetir un estribillo festivo, absurdo, con un inconfundible acento francés que

hacía adelgazar la última sílaba de cada palabra. Empujado por una curiosidad

trivial y repentina, Juan Olmedo siguió el rastro de aquellas erres lánguidas a través de un corredor que antes había pisado apenas un par de veces, hasta desembocar en el patio interior del edificio, un espacio cuadrado, no demasiado grande, que los vecinos usaban solamente para tender la ropa y almacenar los trastos viejos o inservibles mientras esperaban la visita del trapero. Allí estaba, entre otros desechos, la luna rajada del armario de sus padres, que él mismo había dejado apoyada en una pared cuando la cambiaron por otra nueva. Frente a ella, estudiándose en el espejo roto, una chica morena bailaba. Al verla, Juan Olmedo retrocedió un par de pasos, ocultándose tras la puerta que separaba el pasillo del patio. Aún no sentía otra cosa que curiosidad, y aquel escondite resultaba un observatorio perfecto. Pegado a la pared, para no ser descubierto a través del espejo, Juan distinguió en el suelo un tocadiscos portátil, de plástico, que jamás habría pensado que fuera capaz de hacer tanto ruido, en el que giraba un disco pequeño.

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