Array Array - Los aires dificiles
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—No te preocupes por lo del viejo –le dijo su hermano aquella noche, cuando se desplomaron, agotados, sobre sus camas nuevas, rodeadas de pilas de cajas sin abrir–. Ya se le ha pasado. —Ya lo sé –contestó Juan.
Un par de horas antes, había ayudado a su padre a subir el armario de su dormitorio, el último mueble que aún estaba desarmado y apilado por piezas contra la fachada. La puerta de la izquierda había entrado bien en el ascensor, pero al intentar meter la de la derecha, la luna se había rajado entera, de arriba abajo, sin llegar a romperse. Aquél fue el único percance grave del día, y el rostro de su padre, cansado y sudoroso, reflejó de pronto una expresión de derrota tal, que Juan empezó a hablar sin haberlo previsto, perdóname, papá, por lo de antes, la verdad es que soy un imbécil, no debería haberte dicho eso porque no lo pienso, lo siento mucho, en serio, no sé lo que me ha pasado… Más lo siento yo, hijo, más lo siento yo, le había contestado su padre, y entre los dos acabaron de subir el armario sin volver a hablar del asunto.
—Ahora con quien está cabreado es conmigo –le reveló Damián cuando los ojos ya se le cerraban solos–. Le he dicho que quiero dejar de estudiar, y me ha dicho que ni hablar, que acabe el BUP y que luego hablaremos… Al llegar por fin a Bilbao, donde pensaba dar la vuelta, Juan acusó en las piernas el cansancio de la caminata, y rebuscó sin mucha convicción en sus bolsillos ante la consoladora estampa de una boca de metro. Pero no encontró nada, o casi nada, dos duros, un calendario de propaganda del bar de Mingo y una entrada de cine arrugada. El billete de mil pesetas que había arrojado sobre la barra de Conchi con una improvisada arrogancia de cowboy de película italiana era todo lo que tenía.
Se sentó en un banco a descansar, y a hacerse a la idea de que tendría que volver a casa andando, y en esa pequeña, familiar contrariedad, se asustó de cuánto la echaba de menos. Charo odiaba los bancos, y las caminatas, pero Juan
no disponía de más dinero que el que ganaba en la panadería, sábados y domingos por la mañana, y eso no daba para mucho. Su padre, equitativo en las broncas, era obsesivamente cuidadoso en la cuestión de las pagas semanales, y tampoco destacaba por su generosidad como patrón. Al principio había sido distinto porque, cuando empezaron a salir juntos, Juan todavía dudaba en qué gastarse su pequeña paga de Navidad y el dinero que había recibido como regalo de Reyes. Antes, Charo le había rechazado ya dos veces, siempre con la misma falsa excusa, que era demasiado joven para echarse un novio, y con la misma sonrisa alentadora que le animó a intentarlo una vez más, a primeros de marzo, cuando ella acababa de cumplir los diecisiete.
Entonces le dijo que sí, y él sintió que caminaba por encima de las nubes. La primera vez que la besó en la boca, encontró en sus labios una insospechada delicadeza y un sabor dulce, crujiente, a caramelo.
Nunca había sido tan feliz como entonces, los primeros días, mientras ella le exhibía con orgullo ante sus amigas del barrio y celebraba la más trivial de sus ocurrencias con risas y aplausos, y le buscaba la boca en los semáforos, y le abrazaba sin venir a cuento en plena calle. Hasta que sus ahorros se acabaron, y los exámenes se acercaron, y a ella se le ocurrió preguntarse por qué él no tenía coche, y por qué tenía que encerrarse a estudiar todas las tardes, y por qué, cuando llegaba el fin de semana, tocaba siempre mucho banco, mucho parque, mucho paseo, y un miserable cubata y medio por barba. Nunca se quejó en voz alta de ninguna de estas cosas, pero Juan las fue leyendo en el cansancio de sus ojos, en la impaciencia de sus labios, en la seca indolencia de sus respuestas, y sintió que el prestigio de su edad, de su condición, de su estatura, se deshinchaba deprisa, como un globo pinchado que rebota en todas las esquinas antes de vaciarse del todo. Por eso, el sábado anterior, en un intento agónico por recuperarla, le pidió cinco mil pelas prestadas a Damián para llevarla a una de las discotecas más caras y más grandes del centro.
—¡Ay, tío, pero déjame en paz…, joooder! –ella, que hacía sólo un segundo parecía maravillada, encantada con las luces, y los espejos, y las tapicerías de terciopelo oscuro de aquel antiguo teatro que conservaba sus palcos dorados, y el vestíbulo señorial de los grandes estrenos del pasado, se revolvió con violencia entre sus brazos apenas ocuparon un sofá, ante una mesa baja–. Parece mentira. Lo serio que eres y lo salido que estás, es increíble, vamos… —Es que me gustas mucho –él siempre se defendía con el mismo argumento, una verdad pavorosa, suficiente, porque era cierto que le gustaba mucho, tanto que cuando no estaba con ella, la veía en el techo de la biblioteca de la facultad, en los escaparates de las pastelerías, en el café con leche de todos sus desayunos, en el trozo de cielo que se distinguía desde el balcón de su cuarto, y por eso, cuando la tenía delante, se le iban los ojos, y las manos, y la boca, detrás de ella, encima de ella, a través de ella, y no podía evitarlo, necesitaba tocarla, besarla, apretarla entre sus brazos hasta sentir el relieve de sus costillas en la yema de sus dedos, porque le gustaba mucho, más que mucho, tanto como ninguna otra cosa que existiera en este mundo.
—Vale, y tú también me gustas a mí, pero yo no te asfixio, ni te aplasto, ni estoy
todo el rato encima de ti, como si fuera un oso –se arregló la ropa, se separó un
palmo de él y le miró con ojos serios–. Contrólate, tío, no me des la noche, ésta
no, aquí no, por favor.
Juan abrió un palmo más de distancia entre los dos, cogió su copa, enganchó los
zapatos en el borde de la mesa y se repantigó en el sofá con los hombros
hundidos y el silencio doliente que exigía su ofendida dignidad. Cuando Charo se
levantó y le pidió que la acompañara a bailar un rato, se limitó a negar con la
cabeza, y repitió el mismo gesto cada vez que ella se asomó para reclamarle con
una señal de la mano. Hasta que, a medianoche, todas las luces se atenuaron, y
emigraron en bloque hacia un blanco frío, tenue como una luna nublada, para
anunciar el comienzo de la música lenta. Charo fue a buscarle, lo cogió de la
mano, le arrastró hasta la pista y se dejó abrazar.
—Lo siento, Charo, yo…
–murmuró él entonces en su oreja, sintiendo el relieve del cuerpo de su novia
contra su propio cuerpo–.
Es que me gustas mucho, en serio, mucho, muchísimo me gustas, yo…
No sé, es como si me volviera loco, me vuelves loco, eso es lo que me pasa, y no
puedo evitarlo, es que cuando te tengo delante… Pero no te enfades conmigo,
Charo, es sólo eso, que me gustas mucho –hizo una pausa y esperó alguna
palabra suya, algún gesto, alguna señal, pero no percibió ningún cambio en el
cuerpo que se movía contra el suyo, en la cabeza que reposaba sobre su hombro,
y la impaciencia forzó su primer error–.
Es sólo eso, y que no podría soportar… que esto se acabara, que me dejaras. –Ella tampoco quiso reaccionar entonces, y él se rebajó todavía más–. No me vas a
dejar, ¿verdad? Dime que no…
Los puntos suspensivos se habían cerrado aquella misma tarde, a la hora del
postre, por teléfono.
Juan Olmedo miró el reloj, casi las once, encendió su último pitillo, se levantó y
echó a andar de vuelta a casa, un camino muy largo, demasiado para sostener
con eficacia la fantasía de un futuro posible, plácidos años de transición hasta el
comienzo de la vida verdadera, cuando él acabara la carrera, y empezara a
trabajar en un hospital, y renunciara a sus ingresos de panadero de ocasión para
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