Array Array - Los aires dificiles
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Tampoco les acompañó nunca al hospital. Era Juan quien iba con su madre y con Alfonso al Clínico, donde un equipo de especialistas estudiaba la evolución del bebé cada quince días para establecer un diagnóstico definitivo. Él siempre recordaría con horror aquellos viajes, que empezaban con una tensa expectación salpicada de sonrisas y presagios engañosos –esta vez sí, Juanito, ya verás, te digo yo que sí, porque me sigue el dedo con los ojos, estoy segura, ¿tú no lo has visto?, ¿no?, será que no te has dado cuenta pero él ya fija la vista, claro que sí, no lo voy a saber yo, que lo he parido– y terminaban en un llanto aturdido y rabioso, su madre apretando al niño contra su pecho con las dos manos y besándolo sin parar en la cabeza, y Juan forzando el paso para no perderla, agarrado a su abrigo, sospechando sin querer que ella ni siquiera se daría cuenta de que le había dejado atrás si la multitud llegara a separarlos en la escalera del metro.
Entretanto, se quedaba fuera, esperando a solas en una sala decorada con fotos de bebés rubios, gordos y sanos, y allí fue donde, una tarde cualquiera, decidió que sería médico, pero que nunca se ocuparía de curar a niños enfermos. La noticia de que el retraso de Alfonso era irreversible afirmó su decisión. A los nueve años, Juan Olmedo se sintió obligado a querer a su hermano pequeño con la culpa imaginaria de su propia inteligencia, y a compensar a sus padres por la calamidad de ese hijo perpetuamente indefenso. Desde entonces, había sido al mismo tiempo el más listo y el más tonto de su casa. —¡Eh, tú, Juanito, ven aquí!
–la voz de Damián le reclamaba a gritos desde el cuarto de estar, desde la calle, desde el patio del colegio–. ¿A que tú no sabes hacer esto? Y entonces encajaba la última pieza en una complicada estructura de palillos que al rato saltaba por los aires ella sola, como por magia, o pintaba cuatro números que, al darle la vuelta al papel, resultaban un hombre barbudo, o se lanzaba a proponer una larguísima serie de operaciones de cálculo para adivinar siempre el resultado al final, o encendía una cerilla en la suela de su bota, o imitaba el sonido de un banjo haciendo cosas raras con la boca, y Juan negaba con la cabeza y una sonrisa de admiración, antes de responder lo evidente. —No, no sé hacerlo.
—¡Claro que no! –se revolvía su hermano, muerto de risa–. ¡Qué vas a saber tú! Juan admiró a Damián lealmente, y de corazón, mientras tuvo cosas que aprender de él. Todos le admiraban, sus padres, sus hermanas pequeñas, sus compañeros de colegio, los niños de la calle. Dami era flexible como un acróbata, sorprendente como un mago, rápido como un atleta, astuto como un adulto, colega como el mejor, imprevisible como sus trucos, desternillante como sus chistes, divertido como sus mejores ideas para hacer pasar en un suspiro cualquier lluviosa tarde de domingo. Un chollo de hermano, pensaba Juan, que durante toda su infancia le quiso sin celos ni complejos, y sin sentir tampoco la necesidad de parecerse a él.
Los dos formaban un tándem, un equipo, una pareja descompensada pero eficaz, como si una columna salomónica dorada y reluciente, ondulante e hipnótica, excesiva, seductora, desbordada de volutas y de pámpanos, fuera incapaz de sostener una viga sin la ayuda de un contrafuerte de piedra, sólido, macizo, sencillo pero poderoso en su simplicidad. Así, después de la última visita al hospital, cuando un papel blanco escrito a máquina trajo de la mano una tristeza pequeña e infinita, capaz de derramarse lentamente, gota a gota, hasta infiltrar los muebles y las paredes, los ojos y la piel, con el agua sucia de la desesperanza, ellos dos se convirtieron en la columna vertebral de una familia encadenada a su propia desgracia.
En los buenos momentos, Dami catalizaba la alegría general hasta lograr que estallara en un tumulto de risas y besos que parecía capaz de colorear el aire, y en los malos, sólo él lograba deshacer las tensiones, corregir la tristeza, aplastar el desánimo con una broma o un chiste que inauguraba una secuencia de sonrisas consecutivas a lo largo de la mesa del comedor para disipar en un instante cualquier pesadumbre. Pero los buenos momentos no habrían sido tantos si Juan no hubiera estado siempre dispuesto a anticiparse a los malos, a quitar a los pequeños de en medio un instante antes de que su madre estallara en gritos, a despeñarse por las escaleras en busca de cervezas frías cuando veía a su padre maldecir ante la nevera abierta, a llevarse a las niñas al parque o al cine cada vez que Alfonso caía enfermo, a pasarse la noche entera repasando un libro con Damián, si éste le confesaba a tiempo que no se había mirado siquiera los capítulos que entraban en el examen de la mañana siguiente. Durante muchos años, Juan había sido el primogénito indiscutible, el único a quien podían confiarse tareas que implicaran responsabilidad, el guardián de los pequeños, el tonto de puro bueno y el más inteligente casi siempre, mientras Damián era el gran simpático, el admirable, el incorregible al que no se podía regañar sin cubrirlo de besos, el malo de puro listo y el más inteligente algunas veces. Entonces todo estaba en orden, los dos se querían, se necesitaban, se equiparaban en lo que sabían y en lo que ignoraban. Damián enseñó a Juan a fumar, y a masturbarse. Le pedía dinero prestado y le prestaba a cambio revistas con mujeres desnudas. Juan enseñaba a Damián cómo se resolvían los polinomios y los problemas de física. Le tapaba cuando llegaba tarde y le pasaba novelas marcadas, con fragmentos que resultaban más excitantes que las fotos de sus
revistas ilustradas. Hasta que los dos decidieron que ya lo sabían todo, y sus caminos se bifurcaron ante la estampa de un camión de mudanzas, el día bendito y maldito a la vez en que sus padres cerraron aquel piso alquilado de Villaverde Alto para mudarse a la que, después de pagar veinte años de cuotas mensuales, acabaría siendo su primera casa propia, el tercero exterior, amplio y soleado, de un edificio antiguo pero no demasiado viejo, desde cuyas ventanas se veía, por un lado, la Dehesa de la Villa, y por el otro, las últimas casas de Francos Rodríguez, la calle más ancha del barrio de Estrecho.
Su padre, eufórico por el traslado que le iba a permitir ir a trabajar en metro –seis tristes estaciones con un trasbordo en Bilbao, o sea, nada, como quien dice–, les había pedido, en el desayuno y por favor, que no le pusieran de mala leche. Por eso Juan no abrió la boca, y trabajó sin descanso toda la mañana, llenando, precintando y bajando por las escaleras cajas de cartón después de identificar su contenido en la tapa. Para él, aquella mudanza era un desastre. Estaba a una semana escasa de que empezara el curso y le acababan de denegar el traslado de su beca porque no había plazas libres de COU con las optativas que él había elegido en ningún instituto de su nuevo barrio. Eso significaba que ahora sería él quien tendría que ir a Villaverde todos los días, y pasarse el día entero fuera de casa para poder cumplir con un horario demencial. En aquella zona obrera del extrarradio no abundaban los estudiantes preuniversitarios. Muchos de sus compañeros se habían descolgado al acabar el bachiller elemental para pasarse a Formación Profesional o empezar directamente a trabajar como aprendices de algún oficio, y entre los que habían llegado a terminar el superior, se habían matriculado en COU menos de la mitad. De ellos, sólo dos compartían la aspiración de Juan a ingresar en la facultad más exigente de Madrid, la que todos los años rechazaba a un mayor número de alumnos. Por eso les había tocado hacer comunes de Ciencias en un grupo de mañana y volver a las aulas a media tarde, para dar las optativas en el último turno, un sacrificio que ni siquiera habría sido tal en el caso de que los Olmedo hubieran seguido viviendo en Villaverde un año más, sólo un año más, pero que ahora le iba a obligar a vivir en la biblioteca del instituto y a comer todos los días un bocadillo en un banco del patio para volver a casa después de las once de la noche.
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