Array Array - Los aires dificiles

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No se había atrevido a protestar, a sugerir siquiera que la mudanza pudiera aplazarse en función de sus intereses, pero la indiferencia con la que todos, demasiado entusiasmados con el cambio de casa como para prestar atención a ningún otro asunto, acogieron la noticia de sus nuevas dificultades, le mantenía sumido en un doliente estupor, entreverado de incontrolables arrebatos de orgullo. Ése fue el motor que sostuvo en secreto su frenética actividad de aquella mañana, en la que trabajó más, mejor y a mayor velocidad que nadie, para acabar siendo el único que comprendió, ante el hueco inmenso del camión vacío, que su esfuerzo no iba a servir de nada.

—Dejad las cajas de la cocina para el final –advirtió su madre cuando el transportista preguntó por dónde querían empezar–. Así puedo ir yo ordenándolo todo mientras vosotros montáis los muebles.

Juan miró a su alrededor y vio un montón de cajas sin identificar apiladas en la

acera, y a su lado a Damián, que canturreaba, imitando a Raphael con tanta

gracia que hasta los mozos de la mudanza se habían quedado mirándole,

embobados.

—¿Quién ha embalado la cocina?

–preguntó Juan, aunque llevaba toda la mañana oyendo cantar desde allí, y su

hermano, sin soltar el imaginario micrófono que sostenía con la mano derecha,

levantó la izquierda a modo de respuesta–.

¿Y qué cajas son?

Damián se dio la vuelta con las manos extendidas, dispuesto a contestar de nuevo

sin suspender su actuación, y se calló de golpe, dejando caer los brazos antes de

girar sobre sus talones para enfrentarse a su hermano, que caminaba hacia él con

un rotulador en la mano.

—¡Coño! –admitió, y su madre le reprendió en un susurro, no hables mal, Dami,

mientras le limpiaba los mocos a Alfonso–. Pues el caso… Yo las he ido poniendo

aquí, ¿ves?, pero, claro, como luego me he ido al cuarto de las niñas, y papá me

ha ido pasando las del cuarto de estar…

—Total, que ni puta idea –no hables mal, Juanito, murmuró de nuevo su madre,

sin presentir la escena que se desencadenaba a toda prisa–. Pues podías haber

cogido un rotulador y haber escrito encima co–ci–na.

—Pues sí, podía… –Damián se encrespó, dispuesto a defenderse–, pero no me lo

ha dicho nadie, mira por dónde.

—Porque esas cosas no hace falta decirlas, gilipollas –y su madre, asustada, ya no

le regañó–, porque es de cajón, joder. Es que esto sólo se le ocurre a un

descerebrado como tú, tío, es que hay que joderse, si es como sumar dos y dos,

imbécil…

—Mira, aquí el único imbécil que hay… –Damián avanzó hacia él, espoleado por

los gestos del transportista, que llevaba un rato dándole la razón a Juan con la

cabeza, pero su padre se interpuso en su camino cuando estaban a punto de

empezar a pegarse.

—Estate quieto, Dami, porque tiene razón tu hermano, y a lo mejor él no te lo ha

dicho, pero yo sí. Y tú escúchame también –entonces, sin dejar suelto al segundo,

se volvió hacia su hijo mayor–.

Estoy empezando a estar hasta los cojones de tu torito, ¿me oyes? Lo que tengas

que decir, lo dices sin arrugar la nariz, que aquí nadie huele a mierda. Yo no pude

estudiar, ni he ido a la universidad, y os he sacado a todos adelante, ¿entendido?

—Ya se nota.

Aquellas palabras salieron de su boca sin permiso, como si una potencia perversa

de su pensamiento las hubiera deslizado entre sus labios a traición, y el mundo se

encogió, enfermando de miedo entre sus sílabas. Juan vio cómo se volvía su

padre, cómo giraba inmediatamente sobre sus talones y cómo avanzaba hacia él

en dos zancadas histéricas, furiosas, descomunales, él lo vio, tuvo que verlo, pero

siempre recordaría aquella escena a cámara lenta, los hombros de su madre

contraídos, la cabeza inclinada hacia un lado, la boca arrugada en un gesto de

temor, una expresión de niña asustada por los truenos que se escuchan cada vez más cerca, y el asombro de Damián, sus labios separándose lentamente, su mirada empañada por la sorpresa enfocándole muy, muy despacio, y los ojos de Paquita, abiertos de par en par, congelados en una imagen antigua, inmóvil. Todo debió de suceder deprisa, en un instante, pero él nunca podría recordarlo así, y un eco hondo y tembloroso, la huella de un sonido enterrado, remoto, opaco por el tiempo y la distancia, envolverían siempre en su memoria aquella incrédula pregunta de su padre y la insensata rotundidad de su respuesta. —¿Qué has dicho?

—Que ya sé nota que no has estudiado.

La bofetada desarrolló un sonido propio al atravesar el aire, ¡fummm!, antes de estrellarse contra su mejilla izquierda. El golpe le hizo tambalearse, vacilar sobre sus pies como si estuviera borracho, y mientras la realidad recobraba de golpe su velocidad y su color, su solidez y sus contornos, los cuatro dedos de la mano derecha de su padre imprimieron una huella infamante y aún pálida sobre su rostro. Pero lo peor fue el dolor de dentro, las dos lágrimas primerizas, urgentes, que no logró retener, y la soledad que le envolvió a traición, de golpe, en aquel tramo de acera lleno de gente de su propia familia, un bosque de ojos ausentes, una confusión de miradas ansiosas persiguiendo una dirección cualquiera por la que escapar de él.

—Una buena hostia, sí señor –Damián fue el único que se atrevió a acercarse, para afirmar su triunfo en un murmullo mientras le daba una palmada en la espalda–, un pedazo de hostia… Pero ésta te la has ganado, macho, te la has ganado.

Luego, él también se fue. Juan todavía se quedó quieto unos minutos, las piernas juntas, los brazos caídos, la mejilla tumefacta y una imprecisa quemazón en el oído, en la mandíbula, en la garganta, en la mitad izquierda de su cuerpo. Intentaba comprender, comprenderse, averiguar qué le había impulsado a decir aquella estupidez, a lanzar un desafío tan brutal con labios tan serenos, a buscarse aquella bofetada y semejante baño de vergüenza. Había sido tonto, había sido injusto, había sido cruel, había sido infiel a lo que verdaderamente pensaba, a lo que creía, a lo que sentía, y ni siquiera sabía bien por qué. Su padre no debería haber aprovechado la ocasión de regañar a Damián para meterse también con él, no debería haberlo hecho porque él no se lo merecía, porque no había hecho otra cosa que trabajar como una máquina durante toda la mañana, sin escaquearse, sin protestar, sin despegar los labios siquiera. Le sacaba de quicio esa manía igualitaria de su padre, que siempre les echaba las broncas a pares, esa peculiar manera de entender la justicia que le convertía en el más caprichoso y arbitrario de los jueces. Pero esa explicación se le quedaba corta, porque no era la primera vez que sucedía, y porque sabía tan bien como Damián que los castigos comunes, por el hecho de ser comunes, eran más efímeros, más llevaderos que los individuales. Su padre tenía un mal pronto, pero peor memoria. Si se le aguantaba el primer tirón, la concordia volvía de puntillas a los diez minutos y allí, al rato, nunca había pasado nada.

El día de la mudanza pasó algo, aunque Juan Olmedo no acabó entonces de descubrir qué había pasado exactamente. Cuatro años después, mientras la noche se cerraba entre Quevedo y Bilbao, había aprendido ya que el epílogo de su constante, ferviente admiración por Damián fue aquel incontrolado acceso de soberbia, aquella rabiosa reclamación de sus propios méritos, condenados a palidecer eternamente entre el micrófono de Raphael y el último chiste sobre el entierro de Franco. No estuvo orgulloso de sí mismo entonces y seguía avergonzándose al recordarlo ahora, y sin embargo, aunque nunca debería haber arremetido contra su padre, aunque hubiera medido mal, aunque le hubiera salido todo mal, desde aquel día contaba con un apoyo íntimo, incondicional, del que había carecido antes, la certeza de saber que estaba haciendo lo que tenía que hacer, la conciencia de su voluntad, de su capacidad para escoger su propia vida, que le liberaría para siempre de la tentación de dolerse de su suerte, de achacar sus males al destino o a la deslumbrante sombra de Damián. Desde entonces, había aprendido a prescindir del apoyo de los demás. Desde entonces también, estaba solo.

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