Array Array - Los aires dificiles
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Su dueña era más alta que baja, morena, flexible y muy joven. Llevaba unos zapatos negros de mucho tacón, que le estaban grandes por más que intentara rellenarlos con unos calcetines de lana cuya simple visión mareaba en aquel despiadado mediodía de verano, una falda tableada muy corta, y una camisa blanca remangada por encima del codo, que se arrugaba justo debajo de sus omóplatos para dejar la mitad de la espalda al aire, como si la bailarina se la hubiera anudado debajo del pecho.
De momento, eso fue todo. Hasta que la canción terminó, y ella se acuclilló junto al tocadiscos para ponerla de nuevo, mostrándole el impecable perfil de su rostro. Tenía las pestañas tan espesas que parecían postizas, la nariz recta y pequeña, los labios grandes, levemente abultados, y una cualidad imprecisa que se relacionaba con cada uno de estos rasgos sin identificarse del todo con ninguno, y que hacía imposible renunciar a mirarla. Cuando Juan descubrió que podría estar toda la vida mirándola, ella se levantó al ritmo de los primeros compases, secó el sudor de sus manos frotando las palmas contra la falda y regresó a su puesto, frente al espejo. Antes de empezar a moverse, retiró algo que parecía un simple bolígrafo del desordenado nudo en el que se había recogido el pelo, y su melena negra, larga y lisa, reluciente, se desparramó sobre su espalda. Entonces la recogió con las dos manos, la retorció como si fuera una sábana recién lavada y se la enrolló encima de la cabeza, sujetándola con el bolígrafo y una asombrosa pericia en un moño alto y casi perfecto que descubría completamente su nuca. Aquel gesto desató el primer escalofrío. Aterido y tembloroso en un horno sofocante, incapaz de gobernar la sumisión de sus ojos, Juan recorrió aquel camino de piel impúdica siguiendo el rastro de las gotas de sudor que trazaban senderos transparentes para ir a morir en la camisa blanca, y aún fue consciente de lo que estaba haciendo. Pero luego, cuando las caderas de aquella chica empezaron a oscilar con una frecuencia armónica y salvaje, cuando sus piernas desnudas, como sacudidas por una corriente eléctrica, descargaron una serie de furiosos latigazos contra el suelo, cuando su pelvis debutó en el baile, avanzando y retrocediendo al ritmo de los impulsos que marcaban sus brazos doblados al
aferrarse a una palanca horizontal e imaginaria, él dejó de saber ya quién era,
cómo se llamaba, qué significaba el papel sucio y arrugado que estrujaba entre
los dedos. Ella levantaba las manos, se acariciaba el cuerpo, lo hacía descender
para elevarlo después muy despacio con un lento, insinuante, obsceno contoneo
circular, y de vez en cuando, como las bailarinas de la televisión, giraba
bruscamente sobre sus talones para bailar de espaldas al espejo, sólo para él, y él
sentía un pinchazo agudo y delicioso en el centro del pecho, mientras el aire
abandonaba a toda prisa sus pulmones para dejar que se ahogara en su propia
conmoción.
—¡Chariii! –el grito se impuso como un trueno al volumen de la música–. ¿Qué
haces ahí? ¿Has vuelto a cogerme los zapatos negros?
¡Sube inmediatamente!
Ella no contestó, y siguió bailando, trazando con el cuerpo la más grandiosa
secuencia de ochos a la que Juan hubiera llegado a enfrentarse jamás, un
problema que nunca lograría resolver.
—¡Chariii! –el segundo grito resonó con el tono de las amenazas verdaderas–.
¿Estás sorda o qué?
—¡No, mamá! –ella también sabía chillar.
—¡Pues sube ahora mismo!
—¡Voooy!
Todavía ensayó un par de pasos y dio una vuelta completa antes de apagar el
tocadiscos. Después lo guardó en su funda, protegió cuidadosamente el espejo
con una puerta vieja que estaba apoyada en la pared, a su lado, se quitó los
zapatos y echó a andar con ellos en la mano. Al verla avanzar hacia él, Juan
recobró de golpe la razón, y calculó que no le iba a gustar mucho encontrárselo
ahí, escondido detrás de la puerta. Llegó a advertirse a sí mismo que debería huir,
salir corriendo, pero la tentación de verla de cerca fue más fuerte.
—¡Anda! –ella dio un respingo cuando lo descubrió, pegado a la pared, con su
examen de Biología hecho una bola de papel entre las manos–. ¿Y tú qué haces
ahí?
—Nada –contestó él, con una voz frágil que apenas reconoció como suya.
—¿Nada? –se rió, como si encontrara graciosa una respuesta tan tonta–. ¡Pues sí
que estamos bien!
Oye, y por cierto… ¿Tú quién eres?
—Yo… –Juan carraspeó, y apretó la bola de papel con las uñas hasta estar seguro
de que su garganta no dejaría escapar otro gallo–. Vivo en el tercero. Me llamo
Juan. Juan Olmedo.
—¡Ah, sí! Tú debes de ser el hermano mayor de esas niñas que van siempre igual
vestidas, y de ese otro chico que anda siempre con el memo de Nicanor…, ¿cómo
se llama? Damián, ¿no? –él asintió con la cabeza y ella frunció los labios en una
mueca de sorpresa–. ¿Y por qué no te he visto nunca antes?
—Es que he tenido que hacer COU en el instituto de mi antiguo barrio, en
Villaverde Alto, y los fines de semana, pues… –ganó tiempo mientras decidía si la
verdad le favorecería mucho, y concluyó que no, pero fue sincero porque no logró
improvisar una excusa mejor–. Ayudo a mi padre en la panadería por las
mañanas, así que no estoy mucho tiempo en casa.
—¿Vas al instituto?
—Sí, bueno, he acabado este año. El año que viene iré a la universidad. Voy a
hacer Medicina.
—¿Medicina? –volvió a preguntar ella, y Juan asintió, creyendo que ya había
hecho lo más difícil.
Sin embargo, aún tuvo que pasar por la vergüenza suprema de ponerse colorado–. Vale, pues como te vuelva a pillar espiándome, te vas a enterar…
Pasó a su lado con una expresión de cólera que no parecía muy auténtica, y
cuando no se había alejado más de dos o tres pasos, se volvió de repente, los
labios curvados en una sonrisa mal reprimida.
—¡Y cierra la boca, chaval, que se te va a llenar de moscas!
Él también sonrió sin querer, se rindió a la sonrisa automática que conquistó sus
labios como si tuviera previsto quedarse a vivir toda la vida en ellos, y siguió
sonriendo mientras ella desaparecía por el fondo del pasillo, con su camisa
blanca, y su pelo negro, y su falda corta, y sus muslos del color de las tartas de
yema tostada, y así permaneció durante mucho tiempo, a solas con su sonrisa y
el atropellado tumulto de su corazón, que había logrado trepar por su garganta
para latir en la misma frontera de sus oídos. Cuando echó a andar, fueron
también sus piernas las que lo decidieron por su cuenta. Él las siguió con los
movimientos dóciles, mecánicos, de un muñeco de cuerda prendido aún en el
hueco dorado de las corvas de aquella chica, recostado en la línea de su cuello,
acoplado a su cintura desnuda y sudorosa, aturdido, noqueado, narcotizado por
su propio deslumbramiento.
—¿Qué tal? –le preguntó su madre al abrir la puerta.
—¿Qué tal qué?
—Pues… ¿qué va a ser? La selectividad. ¿Qué nota has sacado?
—¡Ah! Muy bien –respondió él, y recuperó por un instante la visión fugaz del
elástico de unas bragas de algodón blanco revoloteando entre las tablas de una
falda demasiado corta, y aquella imagen desató una presión indolora, pero brutal,
en el centro de su frente–. He sacado un sobresaliente alto, nueve con siete.
—¡Hijo mío! –su madre se le echó encima para abrazarle y cubrirle de besos, y a
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