Array Array - Los aires dificiles

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él le costó reaccionar incluso cuando ella le apretó la cara entre las manos–. ¡Qué

alegría, Juanito, qué alegría!

—Sí, tengo… –miró la bola de papel deshilachada y sucia que llevaba en la mano

y la encestó con un gesto rápido, limpio, en el paragüero–. Es estupendo. Estoy

muy contento, pero un poco cansado, ¿sabes, mamá? Me voy a mi cuarto un rato.

Llámame cuando esté la comida, ¿vale?

—¡Cómo me alegro, Juan! –la voz de su madre, conmovida de verdad, le

acompañó por el pasillo–.

¡Cómo me alegro por ti, hijo!

Cuando se tiró en la cama, dispuesto a no hacer nada excepto conservar a

cualquier precio aquel fabuloso estado de exasperación, no se daba cuenta

todavía de que la irrupción de Charo había desarbolado su primera gran conquista en un instante, como el manotazo de un niño travieso que derriba un castillo de naipes por el puro placer de destruirlo. Luego lo pensaría muchas veces, tendría veinte años para pensarlo, para maldecir la estridencia de aquella canción, y la de aquel cuerpo, para bendecirlas aún con más vehemencia, pero entonces no comprendió que cuando al fin había logrado algo, aquel rotundo diez de tinta roja que colocó el mundo entre sus manos en el breve paréntesis de un viaje en autobús, un impulso mucho más puro, más intenso, más necesario, le había arrebatado la medalla del ganador para llevarse la meta muy lejos, a un lugar que no conocía, que ni siquiera lograba atisbar, al que nunca podría llegar confiando solamente en sus propias fuerzas.

Aquella mañana, Juan Olmedo conoció el deseo y conoció la pérdida, y entre esas dos luces se convirtió en un hombre adulto, pero ni siquiera lo intuyó mientras permanecía tumbado de perfil sobre su cama, rodeando la almohada con las piernas, con los brazos, con toda la ansiedad que hervía en su frente, y en sus piernas, y en sus brazos. Sentía una inexplicable humedad en los ojos que no tenía nada que ver con el llanto, una erección súbita, poderosa, que no le desafiaba ni reclamaba su atención, y la piel despierta.

Su piel no volvería a adormecerse desde entonces. En la madrugada tibia que sucedió a aquel día de primavera en el que parecían haber terminado todas las cosas, la sentía aún, a pesar del cansancio de la caminata, y de la derrota de sus bolsillos, y de las palabras de Charo envenenando para siempre los hilos del teléfono, allí estaba su piel, tensa, alerta, insoportable.

Cuando entró en el portal, cerró los ojos y corrió hacia las escaleras, como si en la oscuridad del patio acechara un enemigo poderoso y sagaz, armado hasta los dientes.

Su casa también estaba a oscuras, pero la diminuta bombilla del flexo de su mesa le recibió con un resplandor cálido y cercano, como el abrazo de un viejo amigo, y los huesos del cuerpo humano, cada uno con su nombre y sus características, su tamaño y su función, parecieron alegrarse de volver a verle desde el fondo de la monótona casa de papel donde los había dejado encerrados a media tarde. Se propuso recordarlos en voz baja, desde el cráneo hasta los dedos de los pies, pero aún no había terminado con las vértebras cuando escuchó el ruido de la puerta. Era la una menos cuarto de la mañana. Damián, aunque por aquel entonces ya había abierto su primera panadería, no solía volver a casa tan pronto. Juan cerró los ojos y se sintió infinitamente cansado.

—¡Hombre! –su hermano enarcó las cejas para subrayar su sorpresa al encontrárselo delante de la mesa–. Aquí está Madame Curie… Cerró la puerta sin hacer ruido, tiró sobre su cama la americana que llevaba enganchada en un dedo con un gesto circular, casi un brindis taurino, se sentó en la única butaca que había en el dormitorio y estiró las piernas para apoyar los tobillos sobre una esquina de la mesa, sus pies cruzados, desnudos, a un par de centímetros del libro de anatomía en el que estaban clavados los ojos de su hermano.

—¿Me quieres explicar qué pasa contigo? –le increpó mientras se desabotonaba la

camisa–. Eres un impresentable, tío, no se te puede llevar a ninguna parte.

—Déjame en paz –Juan protestó en un murmullo, negándose a mirarle todavía.

—¿En paz? En paz tendrías que dejarme tú a mí, joder, que no haces más que

ponerme en ridículo.

¿Qué te ha pasado, me lo quieres decir de una vez?

El silencio de Juan le impulsó como un resorte oculto, y se levantó, tiró la camisa

sobre la americana y se acercó a él para hablarle casi al oído, aferrando su

hombro izquierdo con la mano.

—¿No? Pues te lo voy a decir yo a ti, Juanito. Lo que pasa es que esa tía es

mucha mujer para ti, eso es lo que pasa. ¿Qué te creías, que no lo sabía? Me lo

ha contado mamá después de comer, imbécil, por eso me he empeñado en

invitarte a lo de Conchi, a ver si espabilabas, pero ni por ésas…

¡Joder! Lo que tienes que hacer es dedicarte a los utilitarios y dejar los deportivos

para los que entendemos, ¿te enteras? Si se veía venir, si estaba cantado.

¿Adónde ibas a ir tú con semejante pedazo de tía, desgraciado?

No habría querido reaccionar, ni hablar, ni moverse. No habría querido hacerlo, y

sin embargo se revolvió sobre la silla y lanzó un puño hacia la cara de su

hermano.

Pero no la encontró, porque él le estaba esperando.

—¡En, eh, eh! –después de apartar la cabeza para esquivar el golpe, Damián

aprovechó el momentáneo desequilibrio de Juan para inmovilizarle, cerrando sus

propios puños alrededor de las muñecas de su frustrado agresor para seguir

hablándole desde arriba–. ¿Me vas a pegar? ¡Qué miedo! Dime una cosa, anda…

No te la habrás tirado, ¿verdad? ¿A que no? –se rió, como si su propia pregunta le

hubiera hecho mucha gracia–. ¿A que ni siquiera te la has tirado? Como si lo

viera, seguro que no. Y mira que lo va pidiendo la tía, ¿eh?, a gritos lo va

pidiendo, no hay más que verla… Si es que hay que ser memo, coño, tonto del

culo, hay que ser… No aprenderás nunca, Juanito, nunca en la vida, tanto

estudiar, tanto estudiar…

Luego lo soltó de golpe, y terminó de desnudarse como si estuviera solo en la

habitación. Juan apretó los ojos, los puños y el alma, pero antes de regresar a las

cervicales, se preguntó por primera vez qué clase de sonido producirían los

huesos humanos al romperse.

El día en que Tamara cumplió once años, Andrés estuvo a punto de no ir a la fiesta. La tarde anterior, mientras el poniente suspendía en el aire un millón de diminutas gotas de agua que no se veían, pero empapaban todas las cosas con una tenacidad líquida y triste, su madre y él tuvieron una bronca insólita en el único hipermercado del pueblo. A Andrés no le gustaba ir de compras y la ropa le traía sin cuidado. Era él quien solía consolar a Maribel cuando ella se quejaba, con una pequeña amargura que no dirigía en concreto a nada ni a nadie y que por eso se acababa volviendo contra sí misma, de que su único hijo tuviera que vestir

siempre ropa usada, herencias de sus primos, de sus vecinos, de los hijos de

algún conocido que llegara a acordarse a tiempo de que existía. Sin embargo,

aquella vez era distinto.

Aquella tarde, al volver del colegio, Andrés le recordó a su madre que tenía que

llevarle de compras antes de saludarla y hasta de quitarse la mochila. No quiso

quedarse a ver sus dibujos animados favoritos y ni siquiera consintió en sentarse

a merendar. Se comió el bocadillo en la parada del autobús y al llegar a la tienda

no pidió agua, ni una coca–cola, aunque tenía sed, porque quería que su madre

estuviera contenta. Buscaron juntos un disco compacto que le apetecía mucho a

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