Array Array - Los aires dificiles
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La voz de su madre, que insistía en sonar como si no hubiera pasado nada, le obligó a levantar la cabeza para mirarla. Maribel, embutida en un vestido de punto de color morado, escotado, ceñido, con la falda larga y muy estrecha, abierta a un lado por una raja que llegaba hasta la mitad del muslo, dio una vuelta completa sobre sus tacones antes de sonreírle con una intensa cara de satisfacción.
Aquél era el tipo de vestido que a ella la gustaba, el tipo de vestido que hacía que la miraran por la calle, que la silbaran al pasar por delante de un edificio en construcción, que los tenderos salieran a la acera cuando la veían asomar por el escaparate, el tipo de vestido con el que a Andrés le daba vergüenza verla. Por eso frunció los labios en un gesto de desagrado mientras se fijaba en las arrugas que su madre no lograba deshacer estirando la tela con las manos. —No te gusta –resumió ella por fin. —No –dijo el niño–. Te está muy pequeño.
—¿Pequeño? –Maribel abrió tanto los ojos que su hijo no llegó a descubrir si estaba sorprendida de verdad o si sólo fingía sorprenderse por aquella observación–.
¿Cómo que pequeño? Nada de eso, es que es así, pegado al cuerpo. Elástico, ¿ves?
—Bueno, pues… no te queda bien. Te hace una tripa muy gorda y se te arruga por detrás.
Entonces ocurrió lo que Andrés jamás habría querido que pasara. Maribel se puso colorada de repente, levantó la cabeza para mirar al techo parpadeando varias veces seguidas, y murmuró para sí misma, puede ser, puede ser, antes de volver al probador a toda prisa, para que su hijo se sintiera aún peor que cuando habían discutido. Andrés se levantó del suelo como si se estuviera quemando, se metió las manos en los bolsillos y buscó una manera de decirle a su madre que era muy guapa, pero que estaría mejor si se vistiera como las demás madres, aunque la miraran menos por la calle. No la encontró, y cuando ella, tan nerviosa, tan desvalida, tan frágil como una niña pequeña que no encontrara la fórmula adecuada para hacerse disculpar por su padre, se reunió con él, tampoco supo qué otra cosa decir.
—Tenías razón, ¿sabes? –fue Maribel quien rompió el fuego, dejando el vestido morado encima de una mesa–. Lo he estado mirando bien, en el espejo, y no… No era tan bonito, no merece la pena, la verdad. Y…, y… también he pensado que si quieres esa camisa, podemos buscar un jersey finito, de esos de cuello de pico que te digo, azul, en vez de verde. Pero tienes que prometerme que te la vas a poner, ¿eh?, porque quiero empezar a juntar para un piso y ahora no podemos gastarnos el dinero en tonterías…
Andrés se puso de puntillas para besarla, y cuando su madre se inclinó hacia delante la agarró del cuello con las dos manos, como si pretendiera colgarse de ella.
Otras veces había sucumbido ya a la misma, imprecisa sensación de ser el verdadero responsable de aquella mujer adulta que le cuidaba y mantenía, que le arropaba por las noches y le daba medicinas cuando le subía la fiebre. En algunas de esas películas del Oeste tan viejas que ponían de vez en cuando por la televisión, los ataques de los indios obligaban a los granjeros blancos a marcharse de casa, dejando a sus esposas solas con el trabajo y los niños, y en la despedida, mientras una mujer con falda larga y delantal blanco lloraba en silencio sin dejar de acunar a un bebé entre los brazos, el hombre solía dirigirse a su hijo mayor, un chaval de su edad, para ponerle una escopeta entre las manos y recordarle que ahora sería él quien debería proteger a su madre.
Andrés siempre se reconocía en el gesto de firmeza de aquellos niños de color antiguo y rojizo, que tenían el pelo amarillo y unas pecas tan graciosas como si se las hubieran pintado una por una, y los dientes blanquísimos a ambos lados de la mella que les daba aspecto de pillos, porque su madre no llevaba en brazos a ningún bebé, ni tenía marido, pero ellos también vivían en la frontera, con un pie en territorio enemigo, aunque desde allí no les hostigaran los indios, sino todas esas cosas que a ella se le ocurrían y a él le daban vergüenza. Andrés era demasiado pequeño para atreverse a pensar que los demás pudieran ser culpables, pero aunque no fuera capaz de explicárselo ni siquiera a sí mismo, estaba seguro de que el amor que sentía por su madre la ponía a salvo, como el arma que temblaba en las manos del niño que vivía en la granja más remota, la
última escopeta de la civilización. Más allá de esta certeza, su ánimo se estiraba y se encogía como una goma elástica mientras defendía a su madre ante su abuela por cosas que él mismo íntimamente censuraba, o la obligaba, como aquella tarde, a renunciar a otras que la habrían hecho feliz sin saber muy bien por qué lo hacía. En aquella secreta, perpetua confusión, se afianzaba la razón más profunda, esa que Maribel nunca podría entender, de la intimidad de Andrés con Sara Gómez, un cariño que había ido desbordando sus propios límites para convertirse en una especie de necesidad moral. Sara le había enseñado que las costumbres de su madre no eran más que eso, y que no tenían importancia. Cada vez que se reía de las críticas de su abuela, cuando preguntaba a Maribel con naturalidad adónde había ido el viernes por la noche y cómo se lo había pasado, siempre que se ofrecía a invitarlo a dormir en su casa para que su madre pudiera quedarse hasta tarde en una fiesta o en una boda, Andrés dejaba de admirar la soberana naturalidad con la que Sara conseguía que la realidad pareciera sencilla, para empezar a pensar que tal vez el mundo fuera de verdad más simple de lo que él creía.
Sara fue también la primera que celebró su aspecto al día siguiente, cuando apareció con su ropa nueva en casa de los Olmedo.
—Pero… ¡qué barbaridad, Andrés! –le susurró en el oído, un instante después de besarle en la mejilla–. ¡Qué guapo estás, y qué elegante!
El tío de Tamara habló en voz alta, enfocando hacia él todas las miradas justo en el momento en que Maribel, vestida con uno de esos vestidos que le gustaban, atravesaba el umbral.
—¡Hombre, si parece que somos del mismo equipo! –le dijo, y era verdad, porque los dos iban vestidos igual. Entonces Andrés miró a su madre, y ella le sonrió, y él se dijo que también sonreía a su camisa de rayas, y a su jersey de color azul intenso, a sus vaqueros nuevos.
Tamara estaba guapísima con el regalo de Juan, un vestido de gitana rojo con lunares blancos, y un mantoncillo a juego, y collares, y peinetas, y pulseras, y unos zapatos de tacón con los que, en vez de media cabeza, le sacaba una cabeza entera, pero él se sintió muy bien, tanto que se atrevió a acometer una pequeña serie de gestos exhibicionistas ante sus compañeros de clase, y durante la merienda fue un par de veces corriendo a la cocina a buscar vasos o cucharas sin preguntarle a nadie dónde estaban, y puso luego en marcha la videoconsola de Tamara en ausencia de su dueña para demostrar que conocía todos los trucos capaces de hacer avanzar al muñequito entre las trampas más mortíferas y los más profundos precipicios. El tiempo pasó volando, pero él no se apresuró cuando, hacia las ocho y media, el timbre de la puerta empezó a sonar con metódica insistencia, reclamando en menos de media hora a todos los demás invitados. Andrés ya sabía que seguramente sería el último en marcharse, porque su madre insistiría en ayudar a Juan a recoger, y acertó. A cambio fue el primero en encontrar a Alfonso, cuando los adultos, al volver de la cocina, se sorprendieron al no verle con los niños, en el salón. Alfonso Olmedo estaba en el jardín, de pie, con el cuerpo muy tieso, casi rígido,
los brazos colgando blandamente a los lados y la cabeza sin embargo inclinada a
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