Array Array - Los aires dificiles

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la derecha, los ojos vueltos hacia una esquina del cielo nocturno. Andrés le

distinguió a través de la cristalera del salón y fue hacia él, presintiendo lo que

ocurría antes incluso de que, al abrir la puerta, el viento le azotara en la cara

como un enemigo emboscado en su propia transparencia, para barrer después

todas las superficies de la habitación y estrellar los papeles de regalo contra la

pared frontera con una violencia que parecía humana, intencionada. A la luz

amarillenta de las farolas, Andrés distinguió enseguida la silueta imposible,

absolutamente inmóvil, de dos gaviotas disecadas por el viento. Los pájaros, con

las alas extendidas, la cabeza recta, el pico cerrado, componían una estampa

artificial, como un dibujo minucioso, una foto trucada, una calcomanía de fondo

traslúcido que la mano de nadie hubiera logrado aplicar a la inexistente carne del

aire.

Pero eran gaviotas, y estaban vivas. Alfonso Olmedo lo sabía, y por eso las señaló

con la barbilla, los ojos dilatados por la inquietud, cuando Andrés llegó a su lado.

El niño le puso una mano en la espalda mientras trataba de consolarle

repitiéndole que no se preocupara. Así les encontró Juan, que a primera vista no

fue capaz de descubrir nada que justificara aquella escena.

—Es el levante –le explicó Andrés, señalando el cielo con la mano derecha para

no abandonar a Alfonso, a quien seguía intentando acompañar con la izquierda–.

Acaba de entrar, y ha entrado fuerte. Las gaviotas se vuelven locas, ¿lo ves?, no

saben para dónde ir. Al principio dan vueltas como tontas en el aire, van hacia un

lado, hacia el otro, pierden altura de repente… Es como si se les olvidara volar.

Entonces, antes o después, chocan de frente con el viento y ya no pueden

avanzar. Lo intentan un rato y luego se quedan quietas, esperando a que el

levante afloje. Da miedo, ¿verdad?

Andrés levantó la cabeza y leyó una respuesta afirmativa en los ojos de Juan, en

los de Sara, aunque ninguno de los dos quisiera contestarle.

—Es siniestro –comentó él por fin, como si no hubiera sido capaz de encontrar

antes la palabra justa para calificar lo que estaba viendo.

—Sí –Sara arrugó el ceño–.

Pobres animales.

—No es más que viento –repitió Andrés, meneando la cabeza–, pero a mí me da

mucho miedo… Me da miedo que acabemos todos locos, igual que los pájaros.

II

El precio de los fusiles

Al día siguiente, domingo, Sara Gómez se levantó tarde y con una desconocida

sensación de bienestar que al principio ni siquiera fue capaz de catalogar como

tal.

Cuando lo logró, se incorporó en la cama y dirigió una mirada suspicaz a su

alrededor, como si algo, los muebles, los objetos, el orden en el que estaban

colocados, pudiera haberse movido durante la noche, en la ausencia forzosa de

sus horas de sueño. Pero no halló el origen de ese cambio repentino entre las

cuatro esquinas de su habitación.

Tampoco en su interior. Sentía la cabeza tan pesada como si la tuviera llena de agua y esa turbiedad placentera de las buenas resacas, las que se resuelven en una insensibilidad esencial para combatir la violencia de los amaneceres, esquivando el dolor de cabeza y la conciencia de culpa que germina en la garganta seca de las malas borracheras. Volvió a tumbarse, se acurrucó en una esquina de la cama y se tapó hasta la nariz, dispuesta a apurar esa sensación que no era capaz de comprender, un bienestar que no controlaba pero que tampoco comprometía la objetividad de sus percepciones.

Después de haber sostenido durante casi treinta años un idilio inconstante pero tumultuoso con el alcohol, Sara había desembocado en una disciplina de abstinencia personal que se resumía en una regla básica. Nunca bebía cuando estaba sola. Sin embargo, se permitía una copa, o dos, cuando tenía la oportunidad de disfrutarlas entre otros bebedores, porque ésas no le daban miedo. Desde que vivía al lado del mar, estas normas habían cambiado ligeramente, plegándose a la voluntad del paisaje y al nuevo carácter de una soledad distinta, pero los resultados seguían siendo aceptables. Lo de la noche anterior había sido una excepción, se dijo, y ni siquiera excesiva. En esta certeza se acunó hasta que consiguió dormirse de nuevo. Su padre siempre se tomaba una copa de coñac después de cenar. Sara no se acordaba de cuándo había empezado a mirarla con envidia, pero ya fumaba en casa, y traía un sueldo cada fin de mes, cuando decidió empezar a acompañarle. Al verla por primera vez con una copa en la mano, su madre se tapó la cara con el delantal, el gesto terminante, universal, con el que expresaba casi cualquier sentimiento, indignación, alegría, escándalo, sorpresa, disgusto, emoción o tristeza, pero a su marido no le pareció mal. Arcadio conocía a su hija mejor que Sebastiana porque podía leer en su cara, en la firmeza de sus labios, en la determinación de sus cejas, en una forma peculiar de levantar la cabeza con la nariz por delante como si pudiera olfatear las amenazas, la huella del carácter que él tuvo una vez hasta que su suerte le obligó a tragárselo y lo perdió para siempre. Por eso, cada vez que rellenaba su copa echaba un chorrito en la de Sara, y fruncía el ceño para comentar sin palabras la monótona queja de su mujer, que les recordaba cada noche en un murmullo infatigable, como un rezo, una salmodia, que aquello era cosa de hombres, de hombres, y que ya lo decía hasta el anuncio, cosa de hombres, de hombres, no de jovencitas… Sin embargo, a escondidas de la publicidad, el coñac también da calor y compañía a las mujeres.

Las arropa por las noches, dentro y fuera de sí mismas, las protege piadosamente de su memoria, y cubre sus ojos con el velo neutro, gris, del sueño fácil. Cuando lo descubrió, Sara se lanzó en sus brazos con la alegría incauta de las amantes primerizas, y en ausencia de otros amores, lo cultivó sin paciencia y con tesón. Hasta que le vio la cara. Entonces, su propia pobreza la salvó. Personas con más intereses, con más preocupaciones, con más propiedades, con más horizontes que ella, habrían sucumbido en su lugar al fuego dulce de la disolución, pero Sara

no tenía nada, ninguna cosa excepto a sí misma, y no podía perderse como se estaba perdiendo, gota a gota, en la opacidad de las madrugadas, en las puñaladas de los despertares, en esa pasta seca y embarrada que rellenaba cada hueco de su boca entre los dientes y las encías; la sed sólida, espesa, que masticaba sin ganas entre la última copa y la siguiente. Por eso, una noche cualquiera que parecía idéntica a todas las demás, descubrió que no podía afrontar la mirada de su padre. La dignidad, ese recurso desesperado y último de las supervivientes, fue su primera razón para dejar de beber. Pero las vidas difíciles fabrican adultos difíciles, y la facilidad es líquida, ambarina, confortable, barata, útil. Imprescindible a veces, y de memoria larga, duradera. Sara Gómez no habría querido volver a beber pero lo hizo, una vez, y otra, y otra, siempre que descubría que su camino se borraba, que se esfumaba ante sus ojos, que ya no podía avanzar, escoger una dirección, seguir adelante, siempre adelante, porque todas las flechas convergían, señalaban hacia el mismo lugar, ella misma parada, quieta, clavada en el suelo. Conocía bien ese pánico, ese cansancio de la inmovilidad, del aburrimiento grave y profundo que suele embozarse en nombres más sonoros, hastío, angustia, desesperanza. Ella sola tal vez habría hallado una salida, pero no estaba sola, tenía a su cargo a dos ancianos maltratados y exhaustos que merecían al menos un final apacible. Cuando dudaba hasta de eso, el coñac volvía a darle calor, compañía, hasta que el paladar se le empastaba de barro, y entonces lo dejaba, y ya sabía que no era para siempre. Esa incertidumbre, el presentimiento constante de las recaídas, no la atormentaba, porque había aprendido a vivir en la ambigüedad como los peces aprenden a nadar en el agua, por pura necesidad, por puro instinto, antes incluso de tener recuerdos. La niña partida por la mitad que cambiaba de ojos igual que de vestido, y sabía mirar en color, y mirar en blanco y negro, se había extinguido en la figura discreta de una mujer corriente, una silueta común, reconocible aunque no vulgar, que sin embargo nunca encajaba en ninguna parte, como la pieza defectuosa que recorre una y otra vez la superficie de un puzzle gigantesco sin hallar jamás un hueco hecho a su medida. Cuando se abusa demasiado de la elasticidad de un tejido, las fibras se relajan, se rinden, se aflojan para siempre. Así su ánimo, incapaz ya de dar más de sí, se había amoldado al caos, un desorden sentimental que no hallaba solución, pero sí cierta apariencia de estructura, en el fondo de una copa de coñac. Más allá, ya no esperaba nada, no aspiraba a nada, no quería saber nada. Hasta que de repente todo cambió. Algún oculto engranaje del universo se puso en marcha, una tuerca remota ajustó en un tornillo, una estrella cambió súbitamente de rumbo, y se hizo la luz en la imaginación de una mujer sin futuro. Cuando Sara Gómez descubrió que por fin tenía una oportunidad de enderezar el destino con sus propias manos, comprendió de inmediato que la sobriedad era un requisito fundamental para sus planes. A partir de aquel momento, tenía que pensar mucho y hacerlo deprisa, estar muy despierta, pendiente hasta de los menores detalles, y mimar escrupulosamente su reputación. Se despidió del coñac con un beso lánguido y melancólico, esa nostalgia imprecisa con la que se abandona a los amantes que

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