Array Array - Los aires dificiles

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su propio cuerpo.

Esperaba sentirse mal en algún momento, descubrir que había cometido un error,

escuchar la voz áspera, doliente, de su vieja juventud traicionada, desalentarse,

arrepentirse, comprender que no tenía sentido colgarse ni siquiera

superficialmente de una puta, por mucho que le gustara, por muy buena que

estuviera, por muy bien que se lo hiciera. Esperaba que le ocurriera cualquiera de

estas cosas, pero no le pasó nada, y el martes, cuando salió de trabajar, su polla

y su dignidad divorciadas ya de mutuo acuerdo y para siempre, cargó con esa

íntima perplejidad y se fue derecho hasta Sanlúcar.

—Te esperaba ayer… –dijo ella, que esta vez ya no se levantó para ir a buscarle.

—Pues he venido hoy –se limitó a contestar él, y detectó que su propia voz

estrenaba una nueva especie de seguridad.

Se lo pasó tan bien como la primera vez, como se lo pasaría la tercera, y la

cuarta, y la quinta, y todas las demás veces que fuera a buscarla durante aquel

otoño, y durante el invierno que llegó después. La euforia física, benéfica, sincera,

consistente, permaneció estable a lo largo del tiempo, pero el buen humor no

resultó tan duradero. Un par de meses después de haberla conocido, Elia se había

convertido en una pieza esencial de su vida cotidiana, como la lavadora o el

calentador. Para entonces, Juan Olmedo ya había descubierto que vestida

tampoco era peligrosa.

Un poco simple, simpática, cotilla, sentimental y muy envidiosa, buena chica en

un cuerpo accidental, en un destino accidentado, e inmune hasta al propio

concepto de contradicción, podía absorber cualquier turbulencia que sacudiera el

espíritu de Juan sin ser capaz de reflejarla siquiera pálidamente, y él ni siquiera

sabía si debía felicitarse o lamentarse por ello.

De lo que sí estaba seguro era de que Elia cerraba un círculo.

Alfonso, Tamara, el hospital de Jerez, Miguel, una urbanización en un pueblo

pequeño, una playa donde descubrir que los cangrejos andan de lado, y ella, un

saldo razonable, puntos en el mapa de una vida templada que podría haber sido

peor, y que era la mejor que había sido capaz de escoger para sí mismo. No era

un gran cobijo para las noches de invierno, pero los inviernos del sur son tan

cálidos como las primaveras del norte.

Cuando se dio cuenta de que les había seguido hasta la puerta del salón de bodas y banquetes más famoso, más elegante de todo Estrecho, se enfureció consigo mismo por haberse dejado tomar el pelo otra vez. Sin embargo, Damián, tras anunciar en voz alta que habían llegado, pasó de largo por las grandes puertas acristaladas, diseñadas para dejar ver una inmensa araña de cristal y la escalera imperial, de rizadas barandillas, por la que suspiraban todas las novias desde Cuatro Caminos a Tetuán, e inició el descenso por otra escalera estrecha y maloliente que arrancaba directamente de la acera, bajo un letrero de neón, «Juegos recreativos», con la mitad de las letras fundidas. El chasquido de las bolas de billar, y el golpe seco de las barras de acero de los futbolines estrellándose una

y otra vez contra sus topes de goma dura, les guiaron hasta un sótano enorme, donde el agudo campanilleo de una hilera de «flippers» aportaba una nota de inocencia sonora a una atmósfera insana, espesa de humo y de desafíos. Allí florecía una escogida población de adolescentes achulados, con el bulto de una navaja marcando el bolsillo trasero de los pantalones, una elaborada mueca siniestra en los labios torcidos, y una chica casi siempre más joven, pero muy pintada, pegada a sus talones para encenderles los pitillos, custodiar sus botellines de cerveza y sujetarles el taco cuando fueran a mear. Al fondo, un neón rosa y todavía intacto anunciaba con caligrafía cursiva que el bar estaba más allá de la puerta pintada de negro.

Damián y Nicanor atravesaron el salón por el pasillo central, sin reparar en las miradas de admiración de los jugadores que, a uno y otro lado, parecían formarles una escolta de honor desde las mesas, y durante un instante todas las bolas quedaron suspendidas sobre el tapete verde. Juan iba tras ellos, con la incómoda pero familiar sensación de ser el único que no estaba del todo en el secreto de aquel atardecer de finales de mayo, un estudiante de tercero de Medicina avergonzado por la precocidad de aquella pandilla de golfos que no habrían acabado todavía el bachiller ni siquiera en el caso de que no les hubieran echado ya de media docena de colegios. Su sabiduría de sótanos y descampados carecía sin embargo del poder suficiente para abrirles aquella puerta negra, donde un cartel escrito a mano, con un rotulador rojo de punta gruesa y una hache de menos, advertía que estaba prohibida la entrada a los menores de dieciocho años. Damián, que acababa de cumplir diecinueve y era todavía consciente de los treinta pares de ojos sincronizados en sus movimientos, la empujó con un gesto de arrogancia que le contagió otra edad, mientras en algún lugar impreciso, por encima de sus cabezas, empezaba a sonar la marcha nupcial. Eran las ocho y media de la tarde y Juan, que pisaba por primera vez aquellos billares y nunca había mirado la puerta negra con la suprema codicia de lo inalcanzable, sintió una punzada de tristeza instantánea y sucia, como un vergonzoso vestigio de desamparo infantil, al escuchar aquellos acordes dulzones, conocidos, mientras la sonrisa de lechuza de una mujer desconocida y seca, el pelo tirante, teñido de negro, y dos aros enormes en las orejas, celebraba su llegada a la más miserable instalación de los infiernos.

«Lo de Conchi», como lo llamaban ellos, era un tugurio largo y estrecho como un vagón de tren, un túnel de paredes abombadas que olían a humedad pese a las pretenciosas ambiciones de la decoración, confusa mezcolanza de motivos marineros y estampas inglesas de caza en marcos dorados que parecían de plástico hasta de lejos. El techo, abovedado, estaba recubierto en algunas zonas de hueveras de cartón pintadas también con purpurina dorada, una herencia del último responsable del local, que había fracasado en el intento de transformar aquel simple bar de billares en un sucedáneo de discoteca con una diminuta pista al fondo. Su sucesora había demostrado más imaginación y mejor tino al convertirlo en una especie de improvisado burdel de barrio, un establecimiento ilegal encubierto por la inofensiva fachada de los recreativos, cuyo arrendatario

era, además de su marido, su casero en aquel buen negocio que se mantenía

oficialmente al margen de los propietarios del edificio.

Nicanor le informó de todo esto en un susurro bronco y salpicado de risitas

mientras Damián hacía como que bailaba con aquella desnutrida ave rapaz sin

llegar a levantar los pies del suelo, y Juan, al cabo por fin de todos los secretos,

imaginó sin esfuerzo el extraordinario semillero de clientes que representaría

aquel salón repleto de chicos malos, obligados a fantasear durante años con lo

que pudiera ocurrir al otro lado de la puerta prohibida. Ése era también el pasado

próximo que su hermano intentaba alejar comportándose con la displicente

familiaridad de los clientes habituales, una calculada combinación de indiferencia

e interés que, en una versión menos airosa, menos mundana, respiraba también

en la media sonrisa de Nicanor Martos.

Éste no había estrenado aún su uniforme de policía pero ya seguía los pasos de

su amigo con una fidelidad perruna, atosigante y gratuita.

Juanito –Damián se acercó a él llevando abrazada por la cintura a aquella mujer–,

te voy a presentar a una amiga mía. Conchi, aquí tienes al pardillo de mi hermano

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