Array Array - Los aires dificiles

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Juan aceptó, y sólo después de llegar al bar comprendió lo que ocurría, porque allí les estaba esperando una anestesista muy mona a la que había visto con su amigo de vez en cuando, en la cafetería, o charlando en un pasillo, durante los últimos días. Después de saludarla, pidió la copa reglamentaria y, sonriendo sólo para sus adentros, se dispuso a interpretar con animosa indulgencia el ingrato papel de tercero en una obra para dos actores, que se miraban, y se sonreían, y se rozaban, y se interpelaban, sin dar señales de contar con él ni siquiera como espectador.

Durante cerca de tres cuartos de hora, tuvo tiempo para leer varias veces las etiquetas de todas las botellas que llenaban los estantes adosados a la pared del fondo, pero cuando intentó despedirse, ella le agarró del brazo para prohibírselo, insistiendo en que sólo le dejarían marcharse después de cenar. Luego fue un momento al baño, y Miguel le suplicó con más vehemencia aún que no les dejara solos antes de tiempo, no me hagas esto, Juanito, no me jodas, ¿a ti qué más te da…? A Tamara pareció entusiasmarle la perspectiva de cenar una pizza telefónica y la ATS desempleada le prometió que estaría en su casa antes incluso de que llegara el repartidor, para hacerse cargo de todo, pero aquellas garantías de paz doméstica no le hicieron más apetecible la idea de cenar con dos personas casadas, adultas, casi maduras ya, a quienes su previa experiencia en otros adulterios no les impediría ejecutar los ritos del cortejo con un entusiasmo casi bochornoso. Eso fue exactamente lo que ocurrió. Antes de que llegara el primer plato, los futuros amantes descargaron sobre la mesa todo un recíproco arsenal de parpadeos, suspiros y esbozos de gestos audaces, sus dedos acariciando el aire como si el aire tuviera piel, y todas sus palabras sonaron a palabritas hasta que la conversación se saturó de diminutivos para ir deslizándose poco a poco hacia terrenos más comprometidos, más exigentes, más difíciles de calificar. Entonces, mientras el deseo ajeno se extendía por el mantel como una mancha sólida y rebelde, cuando su densidad crecía y se consolidaba en cada minuto, amenazando con excluirle sin remedio de aquella escena, sólo, y precisamente entonces, fue cuando Juan Olmedo empezó a sentirse implicado en cada frase que escuchaba, en el nerviosismo que distorsionaba las voces y entorpecía las

yemas de los dedos de sus acompañantes, en los indicios de una furtiva actividad subterránea que sus piernas, sus pies, parecían querer presentir más allá de un tranquilizador bodegón de platos sucios y copas vacías.

La excitación, la vulgar y bienaventurada excitación sexual que recorría su cuerpo por dentro con la alocada disciplina de una colonia de hormigas, sin fijarse todavía en ningún lugar concreto, fue la primera sensación, pero no la más intensa. Emboscadas en su envoltura lujosa, brillante, llegaron otras, la envidia, la nostalgia, la conciencia de su propia soledad, la tentación de sentir pena de sí mismo y la arrogancia imprescindible para prohibírsela. También un repentino acceso de vitalidad, un tumulto imaginario de sangre limpia y rojísima activando en cada segundo un sofisticado mecanismo de diminutas válvulas y conductos sutiles como hilos, el laberinto orgánico, químico, conocido e indescifrable a la vez, que le había consentido excitarse, y darse cuenta de que estaba excitado. El deseo le hizo egoísta y le hizo fuerte. Se descubrió a sí mismo pensando que, al fin y al cabo, la chica vestida de rojo no era más que una mujer como las demás, y que en definitiva su dinero era suyo y podía gastárselo en lo que quisiera, y se prohibió a sí mismo volver a pensar durante un par de horas. Ya no necesitaba argumentos, ni excusas, ni consideraciones morales de ninguna naturaleza. Se levantó después del café y se despidió con pocas palabras de quienes habían perdido ya cualquier interés en retenerle. Estaba nervioso, pero nadie lo habría descubierto al verle salir del restaurante, y caminar hasta su coche, y conducir al límite de la máxima velocidad permitida sin volver la cabeza siquiera al dejar atrás el desvío que tomaba todos los días para volver a casa. Estaba nervioso y eso no podía prohibírselo a sí mismo, pero ni siquiera ella, que se levantó de un taburete y fue derecha hacia él en el instante en que atravesó el umbral de la puerta, pareció descubrirlo. Llevaba muchas noches esperándote, le dijo, como un halago y como una promesa, y él recorrió con la mirada el lóbulo de su oreja, y la mandíbula, la línea del cuello, la piel del escote, reluciente, y aquel paisaje le tranquilizó.

Habría preferido seguirla inmediatamente a donde fuera que las mujeres como ella llevaran a los hombres como él, pero no se atrevió a pedirle nada. No quería que la chica de rojo se diera cuenta de que era la primera vez que iba de putas en su vida porque prefería no acordarse del único intento previo, la aparatosa deserción de sus veinte años frente a unas piernas espléndidas y un body negro, calado, y las burlas de Damián, aquel estribillo ridículo al que sus labios estuvieron abonados durante meses, qué tendrá que ver la dignidad con la polla, cuando iba al baño por las mañanas y cuando entraba en el comedor por la noche, cada vez que se cruzaban por la escalera o por el pasillo, siempre que pasaba por la terraza del bar de Mingo y se los encontraba allí sentados, Nicanor y Damián muertos de risa ante una mesa repleta de cascos de color caramelo, como dos tontos que se entretuvieran coleccionando botellas vacías de cerveza Mahou y repitiendo con una vocecita ofensivamente tierna, insidiosa, agotadora, aquella estúpida pregunta, adivina adivinanza, la dignidad y la polla, ¿qué es lo que tienen que ver? Y sin embargo, en aquella época, su dignidad y su polla

estaban tan relacionadas que algunas veces habían llegado a ser una sola cosa. De eso habría preferido no acordarse, y no porque temiera sentirse indigno de un Juan Olmedo que ahora le parecía más auténtico, más puro, mejor que aquel que habían fabricado al pasar otros veinte años, sino porque ese catastrófico recuerdo le devolvía a los terrenos de una inquietud juvenil que no estaba muy seguro de haber aprendido a controlar aún. Ya no le daban miedo las mujeres desnudas, pero recelaba de aquella mujer concreta mientras estuviera todavía vestida, y cuando la siguió hasta la barra, y la vio acomodarse en el taburete que había abandonado para ir en su busca, y le preguntó qué quería tomar antes de pedir una copa para sí mismo con el mismo tono, los mismos gestos, las mismas palabras que habría empleado si estuviera con cualquier otra chica, en cualquier otro bar, se le pasó por la imaginación la idea de pedirle que, por favor, no se comportara como una puta, porque quería follársela, y no le importaba pagar para follársela, pero no estaba muy seguro de poder soportar que ronroneara, que gimiera, que le llamara cariño, que le pusiera morritos de viciosa. Tampoco se atrevió a pedirle eso, pero no hubiera hecho falta. Ella estaba muy bien entrenada. Debía de haber aprendido a adivinar qué querían exactamente sus clientes, porque le había dado exactamente lo que él quería. Era eso lo que le había puesto de buen humor.

El sábado se levantó tarde y con la sensación de tener un asunto pendiente. Mientras desayunaba, comprobó que su estado de ánimo no había padecido ninguna indeseable alteración durante la noche. Al contrario. Alfonso, que estaba fascinado por el mando a distancia del televisor desde que había aprendido a usarlo, jugueteaba con el volumen y el selector de canales, saltando sin parar de una serie de dibujos animados a otra para hacerlas chillar y privarlas de sonido alternativamente. Tamara estaba en su cuarto con Andrés, fracasando sin pausa en el intento de completar un videojuego muy difícil, que le exasperaba hasta el punto de hacerle gritar y pisotear el suelo justo encima de la cabeza de su tío, que sin embargo, y a pesar del ruido, el desorden que le envolvía como un excéntrico tornado tropical, disfrutaba despacio del desayuno gracias a la constante parcialidad de su memoria. El recuerdo preciso de la delicadeza que afinaba la piel de Elia en la frontera de las axilas, la limpieza del canal que se abría entre sus pechos, tan firmes que su peso no había dejado ninguna huella aún sobre aquel camino suave y luminoso, la incolora levedad del vello que trazaba una línea casi invisible sobre un vientre elástico y compacto, las uñas de sus pies pintadas con un esmalte plateado con reflejos de plomo, la pequeña espiral tatuada con tinta roja en un rincón de su nalga izquierda, se fueron turnando para acompañarle durante todo el día, mientras hacía la compra, y preparaba la comida, y elegía la película que verían todos juntos a la hora de la siesta, endulzando su agotador fin de semana de padre, madre, amo de casa, profesor particular y terapeuta ocasional. El lunes aguantó el tirón del deseo, que fue endureciendo la condición de las imágenes que le asaltaban con una frecuencia creciente, reemplazando los detalles fijos por escenas en movimiento, suplantando el tacto, el olor, el volumen de aquella mujer con las reacciones de

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