Array Array - Los aires dificiles
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pómulos, la nariz, integraban un conjunto tan armonioso, una geometría tan
equilibrada como la que podría haber inspirado el ideal de un dibujante
renacentista, un sereno reflejo de mármol desbaratado por la sorpresa de los ojos
negros y hondos, peligrosos, calientes. Nadie la elegiría para hacer de doncella
ingenua en una película pero, a cambio, podría resultar una villana irresistible
para los espectadores inexpertos en mujeres fatales, cualquier hombre que no
hubiera tenido la oportunidad de aprender en qué se quedan esa clase de amenazas. Juan sabía que, a pesar de todo, y hasta de la fatalidad que parecía envolver todos sus gestos, Charo nunca había dejado de ser una buena chica. Elia también lo sería, aunque su rostro careciera de la estratégica carnosidad, el grosor de los labios y un relleno mínimo, pero exacto, en las mejillas, que impregnaba la expresión de su cuñada con una misteriosa mezcla de perversidad y de dulzura.
Su cuerpo, sin embargo, parecía una copia de aquel que había perdido, un modelo antiguo, juvenil, que acusaba el mismo tipo de deseable desproporción que florecía en la Charo de sus primeros encuentros, antes del embarazo. Los pechos y las caderas parecían excesivos en comparación con los brazos delgados, con una cintura tan estrecha, con las aristas que soldaban los hombros y la clavícula para componer un disciplinado caos de volúmenes tensado por una piel lisa y brillante, que aún conservaba cierta calidad infantil. Ella, que no tendría más de veintidós, veintitrés años, le miraba de lado, recostada sobre la cama, y Juan intentó imaginarla cuando hubiera cumplido diez, quince más, al cabo de transformaciones idénticas a las que habían equilibrado al fin el cuerpo de Charo para hacerlo más regular, más redondo, más macizo, ensanchando su cintura, el diámetro de sus brazos, de sus muslos, para deshacer la desproporción anterior sin que empezara a gustarle menos por eso. Charo le gustaba de todas las maneras. A veces, cuando todavía estaba viva, cuando aún disponía de un futuro sobre el que fantasear, se la imaginaba como ya no podría verla jamás, una cincuentona bien conservada, escrupulosamente maquillada y recién salida siempre de la peluquería, embutida a presión en vestidos ceñidos, calculados para probar que su cuerpo seguía teniendo curvas, una especie de Liz Taylor insurrecta y desconcertada a punto de casarse con un albañil, porque así habría sido, y así también le habría gustado.
Estaba a punto de abrocharse el quinto botón de la camisa cuando sintió un deseo súbito, asombroso por su intensidad, de desnudarse, tumbarse sobre las sábanas, y ponerse a Elia encima otra vez.
Mientras se lo pensaba, giró levemente el cuerpo hacia el interior de la cama y posó la mano derecha sobre el ombligo de la mujer, que sin llegar a modificar su postura, pareció erguirse de golpe y dirigirle una mirada distinta, entornando los párpados para matizar su astucia, una especie de alerta complacida, complaciente, que convenció a Juan Olmedo de que había adivinado sus dudas y sus intenciones casi a la vez. ¿Qué?, preguntó ella entonces. No, nada, respondió él, y aunque aquel instantáneo alarde de sabiduría le había conmovido de verdad, consiguió levantarse a tiempo, una milésima de segundo antes de que el movimiento de aquella mujer, que se disponía a avanzar para convencerle, se hiciera evidente. Ella se relajó en un instante, y empezó a manosearse el pelo con la mano izquierda como una manera de manifestar que estaba de acuerdo en que no había pasado nada, y Juan sonrió para sí, porque aquel forcejeo mudo, indeciso y estático le había devuelto a Charo con mucha más precisión que la suma de todos los datos que hubiera podido llegar a registrar su mirada de
forense aficionado. También tenía experiencia en aquella clase de combates. Y sin embargo, Charo habría podido con él, siempre podía, desde que aprendió a gobernarle manejando los hilos más esquivos de su deseo. Su resistencia lo dejó satisfecho. Él nunca iba a bailar sobre ninguna tumba, no estaba dispuesto a odiar, no lo necesitaba, no quería, no podía permitírselo. Sospechaba que llegaría un momento en el que la memoria de su amor ausente sucumbiría al destino de su propia ausencia, emprendiendo una retirada suave y uniforme que desdibujaría poco a poco el rostro de Charo, su voz, sus palabras, hasta cubrirla del todo con la arena menuda y fría que transportan las horas y los días, las semanas y los meses. Estaba decidido a vivir ese momento, a llegar hasta allí, a reconocerse en la figura serena, insensible, que contemplaría sin mover un músculo cómo se desprendía la última hilacha del hombre que fue en el último recuerdo de la mujer que amó y que sólo entonces moriría definitivamente.
Esa imagen le producía vértigo, una imprecisa mezcla de angustia y expectación, pero sabía que la arena del tiempo caería también sobre él, y lo haría todo más fácil. Siempre había sido el más inteligente de los tres. Aunque Charo se hubiera dado cuenta demasiado tarde, aunque Damián no hubiera llegado a descubrirlo nunca, él siempre había sido el más inteligente de los tres, y por eso, aquella noche, en aquella habitación confortablemente indeterminada, que no dejaba de parecer un cuarto de hotel de tres estrellas a pesar de la moqueta roja que recubría la pared a la que se adosaba una gran cama sin cabecero alguno, aceleró sus movimientos para acabar de vestirse deprisa. —¿Vas a volver?
Aquella pregunta reavivó el deseo que seguía latiendo en la zona adecuada de su cabeza, y que no se había molestado en sofocar cuando decidió renunciar a cumplirlo.
—Claro –contestó, y fue sincero–. Cualquier día de éstos… Ella se levantó de la cama y fue hacia él, consciente en cada paso de su desnudez, y le abrazó, y le besó en la boca como si no hubiera cobrado por estar allí. Juan le devolvió el beso con ganas, porque aquella chica le gustaba mucho y porque estaba de buen humor.
Luego, mientras regresaba al exterior por un camino asombrosamente corto en comparación con la distancia que había creído recorrer a la ida, cuando la primera bocanada del aire frío y húmedo de la madrugada desató el nudo secreto que le había impedido respirar con todos sus pulmones durante la última hora, al cerrar la puerta de su coche, y girar la llave de contacto, y distinguir en el ruido del motor una señal de que por fin estaba a salvo y en su propio terreno, comprendió que aquella mujer, Elia, o Aurelia, habría interpretado su actitud de una manera estrictamente errónea. El único motivo de que hubiera decidido marcharse la favorecía, favorecía el deseo latente que Juan quería preservar con su risueña envoltura, ese buen humor que le estaba sorprendiendo más que cualquier otra cosa que hubiera hecho aquella noche.
Durante casi tres semanas, desde que la vio por primera vez, el recuerdo de la chica vestida de rojo que se parecía a Charo en la distancia, en la penumbra, le
había visitado con cierta frecuencia. Nunca había llegado a obsesionarle, desde luego, él también tenía mucha experiencia en determinada clase de obsesiones, pero había mantenido en general la presencia justa para manifestarse sin acuciar y, durante un par de noches lluviosas había llegado a acuciarle, a obligarle a calcular cuánto tiempo hacía que no se acostaba con una mujer. Siete meses de castidad son muchos meses, pero cuarenta años son demasiados para afrontar un estreno sexual con naturalidad, sin la insidiosa sospecha de estar permanentemente a punto de hacer el ridículo. Los dos términos de esta ecuación se habían ido compensando entre sí hasta anular cualquier tentativa de movimiento, pero aquella tarde, al salir del hospital, Miguel Barroso le había invitado a tomar una copa con él porque su mujer se había ido con los niños a Sevilla, a pasar el fin de semana con la abuela, y era viernes, y no se le ocurría nada mejor que hacer.
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