Array Array - Los aires dificiles
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Y el campo de la Ballena, que entonces era el que menos valía, no se lo dejó a sus hijos, sino a sus nietos, y no a todos de la misma manera, porque dejó dicho que había que hacer cuatro partes, una por cada hijo, y repartir entre los hijos de cada uno a partes iguales.
Fíjese –la miró con los ojos muy abiertos, una sonrisa salvaje que dejaba ver
todos sus dientes–, y nadie se acordaba.
—O sea –recapituló Sara– que a ti te tocan cuatro millones.
—Pues sí, porque como mi abuelo se murió hace un porrón de años, pues ya no
hay que pagar impuestos de ésos, de las herencias… Ea.
¿Qué me dice? Habría dado media vida por ver la cara que se le puso a mi madre
en el despacho del notario cuando le dijo que no, que no se podía firmar lo de la
venta porque la propietaria no era ella, sino sus hijos. Total, que dentro de quince
días se firma otra vez, y nos pagan ya una parte.
Otra la cobraremos en enero del año que viene, y la última en marzo. ¿A que es
increíble?
—No, Maribel, increíble no…
–Sara se echó a reír–. Es maravilloso. Me alegro muchísimo por ti, y por Andrés,
claro. ¿Y qué piensas hacer con el dinero?
—No lo sé, es que ni lo he pensado todavía… Pero irme a Disneyland París con el
niño, eso seguro, o si no al otro, al que está en América, el Disney no sé qué ese,
que es más grande. Y luego, a lo mejor me compro un coche.
Claro que tendría que sacarme el carné, pero bueno… Me lo saco y ya está. Y..,
no sé, no he tenido tiempo para pensarlo…
Maribel no podía saber que a Sara le sobraba tiempo y le faltaban cosas nuevas
en las que pensar, pero no tardaría mucho tiempo en descubrirlo. Ignoraba
también otros detalles del pasado de su patrona, factores aparentemente nimios,
como el valor simbólico de las plantas que se compran en las tiendas o el de la
piel deslucida y roja de sus manos incansables, y otros más consistentes, como el
reflejo que aquella mañana, mientras dudaba en voz alta, sentada en una silla de
la cocina, envolvió su figura, desarmada y perpleja frente a un golpe de suerte,
ante los ojos de una mujer que se había pasado la vida esperando una sola
oportunidad que aprovechar. Esto no llegaría a saberlo nunca, y sin embargo la
historia de aquella mujer a la que apenas conocía cambiaría el rumbo de su vida
de una manera decisiva, con una autoridad, un impulso que el testamento de su
abuelo nunca habría logrado desarrollar por sí solo.
Aquel día, Sara pensó mucho en Maribel. Seguiría pensando al día siguiente, y al
otro, y al otro, mientras se daba cuenta de que el dinero que su asistenta aún no
había cobrado empezaba a presionarla, a obsesionarla, a obligarla a maquinar
constantemente el mejor procedimiento para gastarlo deprisa.
Sara también conocía esa sensación, la urgencia de los billetes que queman en los
dedos, la contradicción que retuerce por dentro a quienes nunca han tenido nada,
cuando de repente la fortuna les llena las manos con una generosidad relativa,
perversa, porque en el regalo de la suerte va incluido el impulso de malbaratarla
de inmediato, y una vieja nostalgia de las manos vacías. Ella estaba
acostumbrada a ocuparse de otras personas, a estar pendiente de su estado, a
cuidar de ellas, pero siempre se había guardado sus opiniones para sí misma.
Nunca había estado lo bastante cerca de nadie como para intentar influir en su
vida.
Y sin embargo, la atolondrada ansiedad de Maribel, mientras enumeraba en voz
alta las opciones más insensatas, radicalmente perdida, indefensa ante los
anuncios de la televisión, llegaron a conmoverla tanto que una mañana, cuando
ella dudaba ya entre la depilación electrónica y una moto acuática para su hijo,
sin descabalgar jamás del viaje a Disneyland París, recordó que su asistenta
siempre le había parecido una mujer inteligente, y le obligó a estar de acuerdo
con ella.
—Buenos días, Maribel –aquella mañana no le dio la opción de saludar primero,
como de costumbre, y tampoco esperó a que le devolviera el saludo–. Siéntate
aquí, que te quiero hacer una pregunta, anda.
Vamos a ver. ¿Tú cuánto ahorras?
—¿Yo? –preguntó ella a su vez, cuando asimiló la que se dijo que debía de ser la
pregunta más idiota que aquella señora tan lista se había arriesgado a formular
jamás–.
¿Yo… qué?
—Que cuánto ahorras, mujer…
Cuánto dinero, de todo lo que ganas, te sobra cada mes.
—¿A mí? –y aunque sabía de sobra que no había nadie más en toda la casa,
apoyó el dedo índice en su propio escote para estar segura de que Sara hablaba
de verdad con ella–. Pues nada, qué me va a sobrar… Ni un duro.
Pero su interlocutora nunca había sido una persona fácil de desanimar, y ya
contaba con esa respuesta.
—Y sin embargo –insistió–, antes del verano vivías con bastante menos dinero. Y
pagabas el alquiler, y hacías la compra, y le comprabas a Andrés lo que
necesitaba, ¿no? –una Maribel absolutamente desconcertada afirmó con la
cabeza–. Entonces, ¿por qué te gastas ahora hasta la última peseta?
—Porque me he comprado una televisión.
—Ya, eso ya lo sé. Con el sueldo de julio. Y una freidora electrónica digital, con el
sueldo de agosto. Y una videoconsola nosécómo para el niño con el sueldo de
septiembre. Y lo estás pagando todo a plazos, ¿a que sí?
—La freidora no –la miraba con los ojos muy abiertos, porque no tenía ni idea del
propósito que animaba aquel interrogatorio, pero hablaba con un acento cauto,
defensivo, como si quisiera protegerse de su interlocutora–. Ésa me la compré del
tirón, porque era barata.
—Me da igual. El caso es que te la compraste, ¿no? –Maribel asintió con la
cabeza–. Pues de eso se trata. De que compres menos cosas, de que uses las que
tienes mientras funcionen, de que no gastes a lo tonto, de que guardes el dinero
de la herencia y de que juntes el dinero que te sobra. Eso es ahorrar.
—¿Y para qué quiero ahorrar yo?
—Para comprarte un piso.
Las cejas de Maribel se curvaron para formar dos arcos agudos sobre sus ojos,
como si estuvieran a punto de despegarse de su cara y echar a volar por su
cuenta, mientras sus labios abiertos, estupefactos ante su propio asombro,
dibujaban una parábola casi perfecta alrededor de sus dientes regulares,
blanquísimos.
—¡Un piso! –repitió por fin, casi chillando–. ¿Yo? Un piso…
—Sí –insistió Sara–. Tú. Un piso.
—Usted no sabe lo que dice –y se aflojó de pronto, se echó a reír como si acabara
de escuchar un chiste antes de levantarse–. ¿Con cuatro millones? ¿Usted sabe lo
que cuestan los pisos aquí, con tanto veraneante dispuesto a pagar lo que sea?
No tengo ni para empezar, ¿sabe?, ni para empezar, así que mejor voy a
cambiarme y vamos a dejarnos de tonterías…
—Así que nada –la voz de Sara, firme, imperativa, la detuvo junto a la silla antes
de que tuviera tiempo de dar el primer paso–. Ahora vas a poner una cafetera,
vas a llenar dos tazas de café con leche, te vas a sentar aquí, conmigo, y me vas
a escuchar. Mira, Maribel, yo entiendo de muy pocas cosas, pero éste,
precisamente, es uno de los temas de los que sí entiendo. En este momento, el
dinero está barato. Eso significa que pagar un crédito hipotecario cuesta menos
trabajo que nunca.
Por el interés, ¿eso lo entiendes?
Los intereses ahora son bajos. Es posible que la situación cambie en el futuro,
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