Array Array - Los aires dificiles

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Pero quedaban unos pocos con memoria, y con esa dolorosa conciencia que limita con la rabia. Ellos habían ayudado a su mujer y a sus hijos como pudieron, antes de ayudarle a él de la única manera que sabían. Arcadio no llevaba ni un mes en la calle cuando encontró trabajo. Ya hemos pasado lo peor, le dijo a Sebas entonces, ahora todo se va a arreglar, todo, ya lo verás… A los dos les hubiera gustado cortar de un tajo cualquier conexión con los infortunios del pasado reciente, pero la disciplinada prudencia que los años de prisión habían grabado

sobre la inflexible cólera del activista de antaño, aconsejaba que Sebas siguiera trabajando para doña Sara, en las mismas condiciones, durante algunos meses más. Los ex presidiarios no suelen emplearse con facilidad, y los amigos que habían recurrido hasta a sus conocidos más remotos para encontrarle trabajo a un fontanero excelente, con mucha experiencia, que acababa de llegar de un pueblo de la Mancha buscando una oportunidad para vivir mejor, no merecían correr ningún riesgo.

Los dos jornales les permitieron, además, bajar desde la buhardilla hasta un tercer piso interior con cuatro habitaciones, donde los niños pudieron empezar a dormir separados de las niñas, aunque los dos cuartos fueran ciegos. Las cosas seguían siendo muy difíciles, pero parecían haberse estabilizado en unnivel de dificultad tolerable cuando, a mediados de septiembre, Sebas descubrió que se había vuelto a quedar embarazada. Aquella noticia les aturdió como la sentencia de una ruina inapelable. Arcadio, mudo, pasmado, incapaz de reaccionar, se limitó a sentirse culpable mientras seguía a su mujer con la mirada. Sebastiana, en cambio, no podía estarse quieta, y paseaba su amargura por toda la casa con la forzosa desesperación de una fiera enjaulada, lloriqueando y maldiciendo entre dientes, es que esto era lo que nos faltaba, justo lo que nos faltaba… El embarazo siguió adelante a pesar del desaliento de la futura madre, que no se consolaba porque hacía cuentas, y más cuentas, y las deshacía para volver a hacerlas, y sólo hallaba dos soluciones, o volver a pasarlo tan mal como cuando crió a Socorrito, llevándosela todos los días al trabajo para dejarla arrumbada en su capazo en un rincón de la cocina y oírla llorar sin poder atenderla, o sacar a su hija Sebas de la escuela con once años para dejarla en casa cuidando del recién nacido y hacer de ella, que quería ser peluquera, una desgraciada igual que su madre. Ni siquiera serviría de nada poner a trabajar a su hijo mayor, porque un jornal de aprendiz no igualaría el sueldo que ella misma dejaría de ganar si se quedaba en casa, y tampoco podían volver, siendo ya siete, a la buhardilla donde casi no cabían cuando eran sólo cinco.

Había otra solución, pero ésa no se le ocurrió a Sebas, sino a doña Sara. Verás, le dijo una mañana de otoño, mientras las dos tomaban café en la mesa de la cocina, he tenido una idea, pero ante todo quiero que sepas que es sólo eso, una idea. Ya sé que estás en deuda conmigo, pero quiero que me escuches, que te lo pienses, y que decidas sin tener en cuenta la situación de tu marido, ni la tuya, ni lo que yo haya podido hacer por vosotros. Te advierto esto antesde nada, porque no quiero llevar ningún peso sobre mi conciencia…

Sarita se desnudó, se dio una ducha rápida y se puso una bata de piqué blanco mientras repasaba las respuestas que más le convenían, y si no se hubiera dado cuenta en el mismo umbral de la salita de que su madrina estaba rara, habría asumido serenamente la iniciativa para asegurarle que Juan Mari era un chico estupendo, que se comportaba con todo el respeto y la dignidad a las que cualquier buena chica podía aspirar. Pero conocía tan bien a doña Sara que comprendió enseguida que quien iba a hablar era ella. Entonces se temió lo peor, antes de descubrir que aún no tenía ni idea del

verdadero significado de aquel adjetivo. Verás, hija…, tengo que contarte…, seguramente tendría que habértelo contado antes…, pero, no sé…, es difícil… Su madrina titubeaba, marcando largas pausas entre las palabras, sin atreverse a mirarla a los ojos, los suyos fijos en una servilleta que enrollaba y desenrollaba con dedos lentos y frenéticos a un tiempo. Verás, hija…, empezó de nuevo después de un rato, y luego suspiró, y siguió hablando, cuando tú naciste, España era un país muy distinto al de ahora. Habíamos tenido una guerra…, bueno, eso ya lo sabes, y…, claro, pues, después, todo estaba muy mal, las cosechas perdidas, las ciudades destruidas… La gente pasaba hambre, y hacía cualquier cosa para sobrevivir. En aquella época, tu madre trabajaba en esta casa…, bueno, eso también lo sabes, y cuando se quedó embarazada… No es que no te quisiera, Sara, por supuesto que no, ella te quería, y tu padre también, pero estaban pasando mucha necesidad, tenían ya cuatro hijos, no sabían cómo iban a poder… darte lo que necesitabas, alimentarte, educarte, sacarte adelante… En fin, de esto sí que hemos hablado alguna vez. Yo ya sabía que no podría tener hijos, y en cambio tenía esta casa, tan grande, y to–das las posibilidades de cuidarte, de darte estudios… Bien. Creo que todo esto lo sabes ya. Lo que no sabes es que… Bueno, mi marido y yo nunca te adoptamos legalmente. Ni tu padre lo hubiera consentido ni era eso exactamente lo que pretendíamos. Nosotros… hicimos una especie de pacto, que nos pareció que nos convenía a todos. Yo me comprometí a hacer de ti una señorita, y lo que te quiero decir es que… Bueno, yo ya he cumplido mi parte. Dentro de dos semanas terminas el bachiller. No tiene sentido que sigas estudiando porque, bueno… Por eso, cuando te he visto con ese chico…, Juan Mari se llama, ¿no?, pues me he quedado pensando… Seguro que no es nada serio, a tu edad estas cosas nunca son serias, pero, en fin… Probablemente es culpa mía.

Debería haberte dicho todo esto mucho antes. El caso es que tienes que prepararte, Sara, porque…

la fiesta de esta tarde ha sido una especie de despedida. Cuando acabe el curso y nosotros nos vayamos a Cercedilla, pues… tú volverás por fin a tu casa. Cuando terminó esta última frase, levantó la cabeza y sostuvo la mirada de su ahijada, que la miraba a su vez como si estuviera mirando algo distinto, un punto lejanísimo, una referencia remota, una sombra imprecisa en el horizonte. ¿A qué casa?, se atrevió a preguntar después de un rato. Pues a qué casa va a ser, contestó doña Sara, a la casa de tus padres, a la tuya, hija… A tu casa.

Aquella tarde de otoño de 1946, Sebastiana Morales Pereira salió del trabajo con los ojos secos y las venas rellenas de una sustancia gelatinosa y helada como el plomo. El único sabor que su lengua hallaba dentro de la boca era también metálico, pero conocido. Sebas, que había escuchado y había comprendido, no había llegado a olvidar el sabor del miedo. Lo reconocía en el paladar, y en el borde de cada muela, y en el filode cada diente, mientras caminaba por la calle a pasitos muy cortos, extraviada en su propio extravío, desamparada en una tristeza que le zumbaba en los oídos, y le dolía en el blanco de las uñas, y se le

helaba en la planta de los pies.

Siempre queda una tristeza nueva por conocer, y un trapo roto y sucio para torearla. Doña Sara le había advertido que iba a ser sincera con ella al confesarle que su marido no había querido ni oír hablar de una adopción legal. Ella no pretendía quedarse con el niño para siempre, sólo criarlo, darle una buena educación, proporcionarle medios para triunfar en la vida, y devolvérselo convertido en un caballero, si era varón, o en una señorita, si nacía niña. Las palabras sonaban bien, y por eso se las repitió tantas veces, dando vueltas como una tonta alrededor de la Puerta del Sol, sin atreverse a volver a su casa. Las palabras sonaban bien, pero cuando se hizo tan tarde que no le quedó más remedio que marcharse a casa de una vez, no había encontrado todavía la manera de masticarlas. Arcadio, que había llegado ya y parecía asustado por su retraso, la esperaba delante del portal, con Socorrito en brazos. Al verle allí, tan serio como siempre, tan flaco todavía, con tantas canas y esa tos que no se le quitaba nunca, Sebas comprendió que ella no era una señora ni había querido nunca nada con los curas, y que por eso podía admitir que quería más a ese hombre que a una criatura a la que desconocía, aunque aún no fuera otra cosa que ella misma. Sin embargo, al pensar en el olor de los recién nacidos, en su dulzura, en esa paz extraña que la inundaba por dentro cada vez que se apartaba con ellos para amamantarlos a solas, en la penumbra de su habitación, sintió que se tambaleaba, que le faltaba el aire, y renunció a hablar con su marido hasta después de la cena, cuando los niños estuvieran ya acostados. Sólo entonces se sentóenfrente de él, le cogió de las manos, le miró, y empezó a hablar como si aquello no tuviera demasiada importancia. Las palabras sonaban bien, pero Arcadio no esperó a escucharlas todas. ¡Ni hablar!, dijo enseguida, golpeando la mesa con las manos de su mujer, pero es que ni hablar, ¿me oyes? ¡Si no tienen hijos, que se jodan! No sé cómo has podido pensar siquiera en algo así… Ella necesitaba echarse a llorar, pero ya había decidido que no cargaría a su marido con sus propias lágrimas. Por eso, y porque no podía contarle a Arcadio toda la verdad, obligarle a compartir con ella lo peor, contagiarle el miedo que la acompañaba desde que la piadosa introducción de doña Sara suspendiera sobre su cabeza la afilada espada de las amenazas, le miró a los ojos con una intensidad que ahogó su último grito, y después, por primera y última vez en su vida, le faltó al respeto. ¿Que cómo puedo pensar algo así?

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