Array Array - Los aires dificiles

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La fiesta fue un exitazo, desde el principio hasta el final. No sólo no falló nadie, sino que a última hora se apuntaron unos compañeros de curso de Juan Mari que llegaron casi a equilibrar el número de invitados de ambos sexos, aunque alguna chica se quedó colgando. Sarita recibió muchos regalos, pero el que más le gustó fue el de su novio, que se presentó con unas gafas de sol de pasta negra y cristales opacos, muy parecidas a las que llevaban los Beatles cuando iban de gira, pero de chica.

Como le regalaron también varios discos, el baile empezó enseguida, aunque los amigos de Juan Mari, casi todos sometidos a la insulsa disciplina gastronómica de los colegios mayores, estuvieran masticando todavía con desesperación. Al principio se encargó de la música el dueño del tocadiscos, un chico de Alicante que se llamaba Ramón y parecía especialmente hambriento, pero cuando escogió pareja, colocó en su lugar a otro muchacho muy tímido, con cara de triste, que iba poniendo lo que élle decía. Hasta las ocho y media de la tarde, más o menos, bailaron suelto, en corros grandes o en grupos más pequeños que se daban la espalda entre sí, pero cuando las doncellas terminaron de retirar los platos de la tarta y doña Sara agotó su última excusa para estar presente, el propietario del tocadiscos volvió a ocupar por un instante su plaza original para empezar a poner música lenta. Juan Mari cogió a Sarita de la mano y la llevó al centro del salón sin dirigirle la palabra. Ya no hacía falta que la invitara formalmente a bailar, llevaban casi cuatro meses de novios. Por eso, ella se pegó a él después de echarle los brazos al cuello, y apoyó la cabeza en su hombro con naturalidad. Bailaron así una canción, y otra, y otra, hasta que Juan Mari se puso nervioso y la soltó de repente. Algún listo había apagado demasiadas luces a la vez, dando un motivo a la dueña de la casa para intervenir de nuevo. Pero el taconeo de doña Sara, que avanzaba en zigzag, encendiendo interruptores a su paso, era tan familiar para su ahijada que ella fue la única que conservó la calma. Separándose un paso de Juan Mari, le obligó a volver a rodear su propia cintura con los brazos y siguió bailando, con decoro y los ojos abiertos. Cuando su madrina llegó a su altura, le dio un beso y, sin separarse del todo de su pareja, le dijo, mami, quiero presentarte a un amigo…

Arcadio Gómez Gómez escribía a su mujer todas las semanas, y todas las semanas recibía respuesta. Él no tenía mucho que contar, pero le iba contando lo que le pasaba hasta que, a mediados de 1945, empezó a expectorar unas flemas sanguinolentas que tenían muy mal aspecto. Eso se lo calló. Sebas tampoco llegó a enterarse de que, por las mismas fechas en que una

dolencia pulmonar terminaba de mermar las fuerzas de su marido, la legendaria fortaleza de un caballero español se desmoronaba estrepi–tosamente. El proceso fue lento y, por lento, más doloroso aún. El octavo año triunfal terminó con algunos fracasos rotundos. A lo largo del noveno, don Antonio Ochoa, que todavía se manejaba bien con una sola muleta, fue reduciendo poco a poco la frecuencia de sus alegrías extramatrimoniales hasta suprimirlas del todo, y no por falta de ganas, sino por miedo a hacer el ridículo. No podía entender lo que le pasaba. Su médico de cabecera sabía tan poco del origen como de la evolución de su enfermedad, y no podía hacer otra cosa que analizar sus efectos. Todo lo que sé es que ataca a tu musculatura, le había dicho muchas veces, que relaja tus músculos hasta dejarlos inútiles, inutilizando así las partes del cuerpo que dependen de ellos, pero es como una ruleta rusa, puede atacarte igual en un dedo, en un muslo o hasta en la cara… Nadie se atrevió nunca a mencionar el pene. Sin embargo, cuando el hormigueo se extendió por la zona inferior de su abdomen, Antonio Ochoa dejó de ser capaz de controlar sus erecciones. A los treinta y cuatro años, el marido de doña Sara se acostumbró a aprovechar sobre la marcha las mezquinas oportunidades que su cuerpo le brindaba por sorpresa, a veces casi a traición, y al final se habría dado por satisfecho con dejar embarazada a su mujer. Pero no lo logró. En los primeros meses de 1945, instalado ya en una definitiva silla de ruedas, los intentos se fueron espaciando hasta hacerse muy raros, para cesar del todo poco después del verano. Antonio Ochoa Gorostiza sufrió mucho, tanto que su propia vergüenza llegó a hacerle insoportable la compañía de Sara, a la que le concedía cualquier cosa que le pidiera con tal de que le dejara solo. Sebastiana se acostumbró a ver llorar a la señora, que se pasaba las tardes mirando por la ventana con un pañuelo arrugado en el puño, y a dejar de ver al señor, que no salía de su des–pacho en todo el día, pero nunca acertó a explicarse qué sucedía, hasta que en enero de 1946 todo dejó de importarle a la vez. Arcadio le escribió contándole que llevaba más de un año enfermo. Don Esteban, el comandante del batallón, se había enterado de que iban a promulgar una medida de gracia especial para los prisioneros de guerra que hubieran redimido por trabajo la mitad de la condena, y estaba dispuesto a solicitarla para él. A razón de tres días de cárcel por cada jornada trabajada, en los siete años que llevaba allí, él había redimido casi dos terceras partes, pero su pena de muerte inicial requería garantías adicionales. Don Esteban le había firmado un aval. Si el marido de doña Sara quisiera firmarle el otro, podría estar en la calle a principios de abril. Aquella tarde, Sebas lloró más que su señora. Ésta leyó la carta, entró sin llamar en el despacho de don Antonio, y no tardó ni dos minutos en volver con el papel firmado.

Sarita no se había atrevido a confesarle abiertamente a su madrina que tenía novio, pero suponía que ella lo habría deducido del trajín de citas y llamadas telefónicas de los últimos meses. Cuando comprobó que decidía hacer su última aparición en la fiesta al filo de las diez de la noche, para presenciar el tumulto de los invitados que se agolpaban en el vestíbulo sin identificar nunca su abrigo a la primera, estuvo ya segura de que lo sabía todo. Doña Sara aprovechó la

confusión que provocaron unas compañeras de colegio de su ahijada al despedirse todas a la vez para acercarse a Juan Mari, que se había quedado rezagado en el salón con la evidente intención de marcharse en último lugar. Sarita descubrió aquella peligrosa coincidencia con el rabillo del ojo y abandonó a toda prisa sus compromisos sociales para incorporarse a la conversación. Cuando lo logró, su madrina ya había descubierto queel segundo apellido de Juan Mari, Ibargüengoitia, coincidía con el cuarto apellido de su marido, y estaba a punto de establecer un parentesco, remoto pero indudable, a partir de un pueblo de Álava y una compañía naviera de Bilbao.

Fíjate, le dijo a Sarita, ¡qué casualidad! La madre de este chico tiene que ser prima segunda de Antonio, pero sin más remedio, vamos… Juan Mari asintió con la cabeza, azorado. ¡Qué gracia!, ¿no?, añadió su novia por decir algo. Entonces, aquel providencial Ramón que tenía un tocadiscos reclamó a su amigo para que le ayudara a transportar los discos, y el forzado trío se disolvió entre los adioses más corteses. Sarita sacrificó con gusto una despedida íntima al alivio que se pintó en la cara de Juan Mari cuando vio una oportunidad para salir pitando, aunque se dijo que, al fin y al cabo, su madrina no había hecho nada que no hubiera hecho otra madre en su lugar, y decidió que lo mejor sería hablar con ella esa misma noche. Sin embargo, doña Sara se le adelantó con idéntico propósito en el instante en que el último invitado abandonó la casa.

¿Estás contenta?, le preguntó primero. Muchísimo, contestó ella mientras se quitaba los pendientes y el collar de perlas, ha salido todo fenomenal. Pero estarás muerta, añadió luego, pasándole un brazo por la cintura para llevarla abrazada por el pasillo, mira, vamos a hacer una cosa… Quítate el vestido, y los zapatos, ponte cómoda y vente a la salita. Tengo que hablar contigo. Cuando Arcadio Gómez Gómez salió de la cárcel, era un hombre débil y enfermo, pero aún tenía carácter. El día que tuvo que tragárselo, confiaba ya en conservarlo para siempre. La ciudad que encontró el 6 de abril de 1946 se parecía muy poco a la que recordaba y, sin embargo, pronto pudo comprobar que no se había equivocado al interpretar la ambigua alusión alos viejos amigos que contenía la primera carta de Sebas. Muchos de sus compañeros del sindicato habían muerto, y otros estaban presos todavía, pero algunos habían tenido la suerte de camuflarse a tiempo en el colosal desconcierto de la derrota. Entre ellos, la mayoría habría jurado por lo más sagrado que no le conocían de nada si hubieran tenido la mala suerte de encontrárselo por la calle, y el nuevo Arcadio, un hombre harto de sentirse solo, de pasar miedo, de tener hambre y de estar cansado, no se habría atrevido a reprochárselo.

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