Array Array - Los aires dificiles
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se pintaran, que llevaran tacones, que salieran con chicos, que llegaran más tarde de las nueve, y luego de las nueve y media, y finalmente de las diez de la noche. Todas las hijas se resistían, chillaban, se enfadaban, se echaban a llorar, llegaban tarde a casa por sistema, mantenían sus noviazgos en secreto y echaban el pestillo para encerrarse en su cuarto. Su caso no tenía por qué ser diferente, excepto en el detalle de que ella, al final, se salíasiempre con la suya, igual que antes. Sarita creía que este forcejeo perpetuo justificaba de sobra las señales de cansancio que afloraban al marchito rostro de su madrina en una fase cada vez más precoz de sus encarnizadas discusiones, y nunca se le ocurrió atribuir otro significado a la desgana con la que doña Sara acababa cediendo al final. Ésta tampoco mencionó jamás ante su ahijada las claves ocultas de aquel conflicto, gratitud, ingratitud, infancia, madurez, compromiso, plazo, palabras que mantenía a raya en el borde de sus labios, sin consentirse a sí misma el alivio de pronunciarlas por una extraña mezcla de orgullo y pudor.
Por eso, a primeros de abril, y aprovechando una visita de Amparito, la otra ahijada de doña Sara, una sobrina segunda suya que vivía en Oviedo y a la que su madrina no le tenía cariño, Sarita decidió empezar a estar triste, a suspirar sin motivo por el pasillo, a quedarse callada de repente con los ojos fijos en el vacío y un silencio amargándole la boca. Ya era un poco mayor para llorar, pero confiaba en que aquel súbito acceso de melancolía, que durante toda la Semana Santa contrastó con la ñoñería cursi y provinciana de Amparito, resultara suficiente. Sara Villamarín Ruiz nació por sorpresa, cuando su madre se había cansado ya de repetir a cada paso que Dios estaba loco, tantos pobres cargados de críos sin un trozo de pan que llevarse a la boca, su única hermana, casada con un chupatintas asturiano de poca monta, pariendo hijos un año sí y otro no, y ella con el sueño intacto de tener un bebé entre los brazos y una docena de sábanas de cuna apolillándose en un cajón. El señor Villamarín, dispuesto a todo antes que a dejarle un duro a sus sobrinos políticos, estaba considerando ya la posibilidad de reconocer a algunos de sus hijos naturales cuando su mujer, que a los cuarenta y cinco años creía haber consumidoel último trago de su infertilidad, le anunció, con más estupor que júbilo, que no estaba menopáusica, sino embarazada. Aquello, más que una buena noticia, era un milagro, y todo se desenvolvió con la natural facilidad con la que acontecen esa clase de prodigios. En el otoño de 1915, la madre añosa parió, sin más dificultades que las previsibles, a una niña sana y sonrosada, y su padre, que había creído preferir un varón hasta el instante en que la miró a la cara, tiró la casa por la ventana y se juró a sí mismo que nada ni nadie impediría que aquel bebé llegara a ser una mujer feliz. Pero ni siquiera el amor más intenso es capaz de invertir la marcha de los relojes, y a medida que el cuerpo de su hija crecía en estatura, aumentaba también el aburrimiento de una niña abocada a vagar sola por las estancias de un piso inmenso y sombrío, con las persianas siempre entornadas y un ejército de criados achacosos que seguían ejecutando con puntual indiferencia los ritos domésticos instaurados por un cuarto de siglo de vida sin niños, ignorando los requerimientos de ese estorbo con piernas al que se referían respetuosamente como «la señorita». Para remediar su
soledad, la señora de Villamarín invitaba a pasar temporadas de vez en cuando a una sobrina suya que se llamaba Amparo, pero ésta, aun siendo la menor de sus hermanos, era bastante mayor que su hija, y las dos niñas, que se tenían cariño, no se divertían mucho juntas. Durante muchos años, con Amparo o sin ella, en aquella gran casa de la calle Velázquez la salvación se llamó Sebastiana. Sarita la seguía a todas partes, con la tenaz admiración que habría volcado en los hermanos mayores que no tenía, y apreciaba su brío y su energía como un raro tesoro. Sin embargo, cuando Sebas se casó, la señorita ya era muy bien recibida en los selectísimos círculos sociales que frecuentaban sus padres, y no la echó de menos.Poco después, anunciaba su compromiso con Antonio Ochoa Gorostiza, un chico joven y guapo, de muy buena familia y con perspectivas de heredar una fortuna considerable, aunque indiscutiblemente menor que la que estaría a su propia disposición en pocos años, para que sus padres acogieran la noticia con un alborozo tan firme como la certeza de haber hecho ya por su hija todo lo que estaba en sus manos hacer.
Temerosos de no llegar a conocer a sus nietos, coincidieron con su futura consuegra en la conveniencia de no dilatar mucho la boda, y celebraron la entereza de aquella mujer que se mantuvo firme en la fecha señalada a pesar del lamentable accidente que le había costado la vida a su hija Carmencita. El accidente, del que nunca llegaron a conocer los detalles, consistió en que aquella desdichada se las arregló para tragarse, sin otra ayuda que su propia saliva, todos los calmantes de un tubo que sólo pudo sostener apretándolo con su único dedo hábil contra la palma de la mano derecha. Cuando la encontraron muerta, tenía la boca llena de pedacitos de una pasta blanca salpicada de motas rosa, restos de las últimas pastillas que masticó con furia al no ser ya capaz de ingerirlas. Su entierro, más clandestino que íntimo, no empañó la brillantez de la boda de su hermano Antonio, que se celebró unas semanas después, en la primavera de 1935. Los invitados dejaron de comentar que el novio valía más que la novia cuando Sarita apareció con un espléndido vestido de raso blanco y un velo kilométrico de encaje de Malinas sujeto por una diadema de perlas y brillantes que habría podido competir con las de Victoria Eugenia, y disfrutaron enormemente de la solemnidad de la ceremonia y de la opulencia del banquete, que convirtió los salones del Ritz en un oasis de bienestar y tradición, una privilegiada medicina para el espíritu en aquel Madrid lleno de obreros arrogantes ypasquines revolucionarios, que se levantaba cada mañana un poco más hostil, un poco más desconocido y peligroso. Todos lloraron pero, sobre todo, lloró la madre del novio, que alternaba las lágrimas con sonrisas radiantes. No era para menos. Acababa de endosarle un futuro inválido a una de las herederas más ricas de la capital. Antonio Ochoa Gorostiza, que se quejaba de vez en cuando de un extraño, indoloro hormigueo que se apoderaba por sorpresa de la mitad derecha de su espalda, estaba ya casado con Sara Villamarín Ruiz. En lo bueno y en lo malo. En la salud y en la enfermedad. Y para toda la vida. Los lunes eran días de colada y limpieza general. Los martes, a media mañana, venía una mujer que se encargaba de planchar y almidonar la ropa recién lavada.
Sarita apenas la conocía, porque estaba todo el tiempo encerrada en el cuarto de la plancha pero, a cambio, se divertía mucho con Pura, la zurcidora de los miércoles, que era mucho más sociable y prefería sentarse a remendar la ropa en un rincón de la cocina, dándole palique a la cocinera. Ella se encargaba también de la costura basta, y confeccionaba paños, gamuzas, delantales, fundas para los muebles y otros trabajos que no requirieran más pericia que la tenacidad de sus puntadas. Un par de veces al año venía también doña Alicia, la modista que se ocupaba de la ropa de Sarita y, sólo muy de vez en cuando, conseguía algún encargo de la dueña de la casa. Nada la hacía más feliz que aquellas aisladas muestras de confianza de doña Sara, porque sabía que la señora de Ochoa se vestía en una gran casa de modas situada al lado de la Puerta de Alcalá, y por eso se esmeraba tanto en el vestuario de su ahijada, para quien llegó a hacerse odiosa a base de probarle cuatro o cinco veces cada vestido. Los jueves a media mañana aparecía Encarna, la peluquera de la seño–ra, que no se acababa de animar a ir a la peluquería y prefería arreglarse en casa, como se había arreglado su madre toda la vida. El ciclo se completaba los viernes por la tarde con la visita de la manicura, Encarnita, la hija de Encarna. Desde que cumplió quince años, Sarita empezó a coincidir con su madrina en esa cita, que se convertía en una semanal fuente de conflictos cada vez que ella advertía que quería pintarse las uñas de rojo para que doña Sara desautorizara enseguida cualquier esmalte que no fuera un simple barniz transparente. Al margen de estos altercados rituales, la vida de Sara Gómez Morales era tan ordenada como la marcha de la casa donde vivía. Se levantaba todas las mañanas a las ocho en punto, consumía con apetito el desayuno que la estaba esperando en una bandeja, iba andando al colegio, volvía a casa para comer, regresaba a tiempo para las clases de la tarde, alargaba el definitivo camino de vuelta charlando con sus amigas, merendaba, hacía los deberes, salía de paseo o de compras con su madrina, encontraba el baño preparado a las ocho y cuarto, se bañaba, se ponía alguno de sus juegos de bata y camisón, cenaba y, un rato después, se iba a la cama. El único cambio que el paso del tiempo llegó a introducir en este esquema fue responsabilidad de Juan Mari, que la llamaba por teléfono todas las noches y algunas veces iba a buscarla a media tarde, para que saliera un rato con él a tomar un café o a dar un paseo. A Sarita le encantaban estas visitas, pero una tarde de abril, cuando todavía tenía el teléfono en la mano porque acababa de quedar con su novio en verse media hora después, tuvo que llamarle a toda prisa para cancelar la cita. Doña Sara acababa de advertirle que esa tarde no podía salir porque tenía que acompañarla a la modista. ¿Qué le pasa a doña Alicia?, preguntó ella, extrañada, ¿está enferma? No, doña Sara son–rió, no vamos a ver a doña Alicia, vamos a ir a otro modisto, a mi modisto… Si vas a dar una fiesta por tu cumpleaños, necesitarás un vestido nuevo, algo especial, y tenemos que escogerlo ya, no nos queda mucho tiempo…
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