Array Array - Los aires dificiles

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En todas aquellas expediciones, y aunque solía llevar a la niña de la mano, siempre pasaba por la Corredera Alta, a la ida y a la vuelta, buscando a Arcadio y dejándose buscar por él, hasta que se hicieron novios formales. El noviazgo duró siete años, los que tardó el novio en ahorrar el dinero necesario para independizarse de sus padres, mientras la novia reunía el ajuar y se cosía su propio traje de boda. En 1932, Sebas pudo casarse por fin, vestida de corto y de negro, sin ramo, pero con una gardenia prendida en el pecho, como se habían casado todas las mujeres de su familia.

Algunas noches, cuando no podía dormir, Sarita pensaba en qué ocurriría si Juan Mari y ella siguieran siendo novios durante años y años, hasta que llegara el momento de hacer planes serios para casarse. Sabía que era muy pequeña todavía para andar preocupándose por esas cosas, pero el insomnio pintaba de negro la penumbra irisada de su cuarto infantil, torturando los perfiles de todos esos muebles fabricados a escala diminuta y lacados en blanco, que la desafiaban como signos de una apuesta perdida contra la velocidad del tiempo. Era esa carrera lo que la angustiaba. Juan Mari, que empezaba a gustarle de verdad, tanto que ya podía reconocer ante sí misma que,al fin y al cabo, le había dicho que sí sólo porque era el primer chico aceptable que se le declaraba, estaba a punto de terminar primero de Industriales. Sarita también quería ir a la universidad.

Aunque su asignatura favorita eran las matemáticas, tenía casi decidido que estudiaría Francés, igual que Maruchi, porque Exactas no parecía carrera para una

chica.

Pero siempre había sido una buena estudiante, y cinco años pasan pronto, tanto que aún se asombraba de que las piernas no le cupieran ya en el hueco del escritorio donde antes se sentaba a hacer los deberes. Y si no era Juan Mari, sería otro, cualquier otro muchacho de una buena familia del barrio de Salamanca que habría sido vagamente informado, al conocerla, de que Sara Gómez Morales se había quedado huérfana de padre y madre siendo apenas un bebé, y había sido adoptada entonces por una pareja de amigos íntimos de sus padres que no quisieron privarla de sus apellidos originales. Ésa era la historia que doña Sara había contado siempre en el colegio, la que sabían sus amigas, sus compañeras de clase, los chicos de su pandilla, pero no era la verdad. La verdad se manifestó por su cuenta en un mesón de la calle Mayor durante una tarde de primavera de aquel año terrible de 1963, en el convite de la boda de su hermana Socorro, al que asistió en un lugar destacado de la mesa de los novios, sentada entre su padre, Arcadio Gómez Gómez, y su madre, Sebastiana Morales Pereira. Ninguno de los dos llegó a percibir la ausencia de su hija menor mientras ella permanecía atrapada sin remedio, desde el primer plato hasta la tarta, en la expresión de asombro, de escándalo o de horror que estaría deformando los labios de su novio si algún espíritu maligno le hubiera invitado a contemplar aquella escena. Si el tiempo no se detenía, si los años seguían deslizándose sin pausa por la resbaladiza pendiente delfuturo, Sara tendría que contarle algún día la verdad a un inminente, acaudalado, elegante y educadísimo marido. Sólo de pensarlo, sentía que las piernas se le agarrotaban de miedo. No se puede engañar a un marido, se repetía; a una amiga, a un conocido, a una compañera sí, pero no a un marido. Ésa era la pesadilla que atormentaba a Sara Gómez Morales cuando creía que el futuro estaba en su sitio, y que su destino no le reservaba un obstáculo mayor que aquella imaginaria y tremenda confesión que no le consentía dormir por las noches.

Antonio Ochoa Gorostiza era el más alto y robusto de sus hermanos, y su madre estaba segura de que iba a salvarse. Ella había hablado mucho con Dios, y con la Virgen del Carmen, antes de embarcarse por tercera vez en aquella aventura tan amarga, el implacable designio para el que había sido tan engañosamente preparada. Su hijo mayor, Francisco, enfermó a los tres años, cuando aún no conocía palabras suficientes para explicar lo que le estaba pasando, el extraño, indoloro hormigueo que precedió a la pérdida del control sobre la musculatura de su pierna derecha, y luego de los músculos del cuello, y después de las manos, perfectas e inútiles como las de un muñeco, un muñeco de cabeza torcida y ojos grandes, abiertos a un mundo deformado en una perpetua línea diagonal. Su hija Carmencita, que nació tan lucida y tan sana como su hermano mayor, tuvo un proceso muy diferente. Acababa de cumplir doce años y era ya más alta que su madre, cuando su cuerpo se desbarató en unos pocos meses, brazos, piernas, cuello, manos y pies aflojándose de pronto como un globo grande y hermoso que, cuando empieza a ganar altura, se pincha por accidente con la rama de un árbol. Tres años más tarde, su madre tuvo que organizar el entierro de su hijo mayor en

la fecha que había previsto para la puesta de largo de su única hija, que asistió a los funerales ensilla de ruedas. Los médicos no sabían a qué causas obedecía aquella cruel epidemia, pero desaconsejaron con energía un nuevo embarazo. La señora de Ochoa les preguntó si estaban seguros de que la enfermedad, que parecía haberse debilitado desde que atrapó a Francisco hasta que se cebó en Carmencita, afectaría también a un tercer hijo y no se atrevieron a confirmárselo, así que ella optó por hablar con Dios, y cuando tuvo a su hijo entre los brazos, comprendió que Dios la había escuchado. Con más de cinco kilos de peso y el aspecto de un bebé de tres meses, Antonio fue el recién nacido más rollizo que su familia pudo exhibir jamás, y creció mucho, fuerte, sano y salvo, hasta llegar a adulto. Era ya todo un hombre, con estudios y hasta con novia formal, cuando, al borde de los veinticuatro años, su madre se dio cuenta de que tenía algo raro en la espalda. El omóplato derecho parecía haberse hundido y no acusaba los movimientos del brazo. Aquella noche la señora de Ochoa lloró como hacía muchos años que no lloraba, pero no le dijo nada a su hijo. Él mismo se dio cuenta de lo que le pasaba algún tiempo después, sólo unas semanas antes de su boda con Sarita Villamarín. Consultó el problema con su madre y ella le aconsejó que no le dijera nada a nadie. Yo hablé mucho con Dios y con la Virgen del Carmen mientras te esperaba, le dijo, y Ellos me escucharon, estoy segura. El omóplato es una parte del cuerpo que no sirve para nada, y esto no tiene por qué estar relacionado con la enfermedad de tus hermanos, que siempre empezó afectando a las extremidades, los brazos o las piernas. Ni se te ocurra mencionárselo a Sara, ¿para qué? La disgustarías sin necesidad, por una tontería…

A pesar de que no se había atrevido a volver sobre el tema desde que don Antonio creyó darlo por zanjado con aquella mirada fu–ribunda, Sarita estaba segura de que el último sábado de mayo celebraría su dieciséis cumpleaños con un guateque. Esa seguridad obedecía a un mecanismo de pura costumbre. Siempre, desde siempre, Sarita se había salido con la suya, y más que nunca en las ocasiones especiales, como la Navidad o los aniversarios. Mimada y consentida hasta más allá del último límite saludable por una mujer condenada desde su juventud a convivir maritalmente con la amargura, Sarita estaba acostumbrada a tener más cosas, más nuevas, más bonitas, más modernas y más caras que cualquiera de sus amigas, y a no preguntarse jamás por qué. Las preguntas sobraron mientras las lágrimas se encargaban del trabajo sucio con eficacia. Doña Sara acusaba el llanto de su ahijada como un fracaso personal, y recurría a cualquier medio que estuviera al alcance de su cuenta corriente para remediarlo. Era cierto que, en los dos últimos años, desde que empezó a sentirse en su cuarto como en una ilustración de «Alicia en el País de las Maravillas», justo después de que la protagonista del libro mordiera esa galleta que la hacía crecer desmesuradamente, Sarita percibió que su relación con su madrina estaba empezando a cambiar, pero no le dio importancia, porque ninguna de sus amigas se llevaba ya bien con su madre. Todas las madres intentaban prolongar a la desesperada la extinguida infancia de sus hijas, todas coincidían en prohibir que

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