Array Array - Los aires dificiles
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Acuérdate, cuando nosotros ganamos, tú me pediste ayuda y yo te ayudé. Ayúdame tú ahora y sálvalo, Sara, sálvalo, él es bueno, es un sindicalista, un revolucionario, pero no un asesino, nunca se dedicó a pasearse por ahí con una pistola, no disfrutaba metiéndole miedo a la gente, a él sólo le interesaba la política, sólo la política, y no merece morir, porque nunca mató a nadie, él no ha hecho nada, nada…
Mujer, dijo la señora de Ochoa, después de un rato, tanto como nada… Ha hecho una guerra. Entonces Sebastiana Morales Pereira se levantó, y levantó la voz. La misma que tu marido, Sarita, fue lo que dijo, con los puños apretados y los dientes afilándose en su propia saliva, en una guerra se mata y se muere, pero él no ha hecho nada que no hiciera también tu marido. La señora de Ochoa miró a aquella mujer a la cara y apagó su cigarrillo con un agudo alboroto de pulseras de
oro. Luego se hizo el silencio. Sebas contó con los labios cerrados y el alma en vilo, cinco, diez, quince, veinte segundos, hasta que las pulseras tintinearon de nuevo cuando la señora de Ochoa descolgó el teléfono. Nueve días más tarde, un guardia sacó a Arcadio Gómez Gómez de su celda sin previo aviso y lo condujo al despacho de un oficial. Éste no le invitó a sentarse. Ha llegado una notificación para ti, dijo solamente, te la voy a leer. Así fue como Arcadio se enteró de que le habían conmutado la sentencia a muerte por una condena a treinta años de prisión con posibilidad de redención de pena por el trabajo. Tenía tanto miedo que no se atrevió a decirle al teniente que habría podido leer aquel papel él solo.Lo malo de Maruchi era que siempre había sido una envidiosa de marca mayor. Cuando empezó a darle largas con lo del «pick–up», Sarita repasó una larga lista de agravios semejantes, que se remontaba a los primeros años de su infancia común de amigas íntimas. Maruchi jamás había podido soportar que nadie quedara por encima de ella en nada, y Sara, que lo sabía bien, estaba segura de que, por mucho que se lo prometiera un día, y al día siguiente, y al otro, nunca llegaría a prestarle de verdad su tocadiscos. Afortunadamente, un amigo de Juan Mari tenía otro de la misma marca pero mejor, más nuevo, y ningún inconveniente en prestárselo, a cambio, eso sí, de ser invitado también a la fiesta. Sarita aceptó encantada. Si Maruchi quería guerra, la iba a tener y, de momento, la batalla de la lista de invitados estaba ya ganada. En su fiesta de cumpleaños se reunirían como mínimo veinte personas más que en la de su amiga, entre otras cosas porque la casa de los señores de Ochoa, con sus tres salones comunicados sin contar el comedor, la salita de la madrina y el despacho de don Antonio, era el doble de grande que la casa de los señores de Gutiérrez Ríos. Y luego estaba lo del vestido, por cierto.
Maruchi llevaba en su guateque uno precioso, eso sí, pero que ya estaba estrenado. Sarita lo sabía porque la habían invitado a la boda del hermano mayor de su amiga, y entonces se lo había visto puesto.
En cambio, ella estaba cada vez más contenta con su vestido nuevo, con aquel color que la favorecía un montón y con aquel corte que le hacía un tipazo. Claro que, además, Sarita tenía un tipazo, mientras que la pobre Maruchi, guapa de cara sí era, pero por lo demás, tenía un culo como para forrar balones. En lo referente al buffet y las bebidas, no había mucho que hacer, porque el guateque de Maruchi había resultado espléndido, pero doña Sara inclinó definitiva–mente la balanza hacia el lado de su ahijada al encargar una docena de centros de rosas amarillas y mucho muguet blanco para adornar la casa con flores a juego con el modelo que vestiría la anfitriona, y con las perlas que ella iba a prestarle para la ocasión. Sarita se lo agradeció en el alma y, por una vez, se obligó a reconocer en voz alta que, desde luego, su madrina sabía hacer bien las cosas. Cuando el general Franco encabezó la sublevación que hizo estallar la guerra civil, Arcadio Gómez Gómez era un hombre muy fuerte. Antes de caer enfermo, Antonio Ochoa Gorostiza también lo era. La fuerza y la habilidad de Arcadio resultaron decisivas en más de una ocasión para los objetivos de la brigada de Artillería a la que le destinaron cuando se incorporó a las tropas de la República
Española. La fortaleza de Antonio llegó a ser también legendaria entre las filas rebeldes, aunque él nunca tuvo que demostrarla montando o desmontando a toda prisa un cañón de varias toneladas.
Cuando se alistó en el ejército sublevado, sólo unos días después de la temprana caída de San Sebastián, un tío suyo, que era general, le dio un grado de oficial casi con el uniforme. El alférez Ochoa jamás empuñó un pico y una pala, no arrastró sacos terreros ni tuvo que cargar con los heridos, pero no era ningún cobarde, y no tardó mucho tiempo en reunir las mismas estrellas que el capitán Gómez se ganaría al otro lado del Ebro. Tampoco buscó nunca excusas para agenciarse un puesto seguro en la retaguardia, y enseguida se dio cuenta de que el coqueteo cotidiano con su propia muerte le ponía cachondo. Desde entonces, aprovechó los permisos para batir sus propias marcas, que ya le habían hecho famoso entre las putas más selectas de Madrid antes del conflicto. ¡Joder, Antoñito, macho, cualquiera echa carreras contigo!, solía decirle su coronel cuando amboscoincidían a la salida de cualquiera de aquellos improvisados burdeles que esquivaban los anatemas de los capellanes castrenses para peregrinar tras los soldados de posición en posición. Él solía responder siempre lo mismo, sólo soy un caballero español, y aquella frase se hizo famosa. El capitán Ochoa aceptaba de buena gana las bromas a propósito de su potencia sexual, sin presentir cómo llegarían a amargarle en el recuerdo. El ex capitán Gómez, sin embargo, tuvo motivos muy pronto para lamentar sus excesos. Cuando los soldados vinieron a buscarlo, Sebas estaba embarazada otra vez, de dos meses.
Aquel hijo era ya el cuarto y su padre no sabía si llegaría a conocerlo. El día que nació, Arcadio formaba ya parte de un batallón de trabajo encargado de reconstruir las carreteras de acceso a Madrid.
Allí dejó de ser un hombre muy fuerte. El primer jefe que tuvo el batallón no estaba nada contento con aquel destino. Falangista de carné, con varias menciones honoríficas por su conducta en campaña y hasta una condecoración colectiva, consideraba humillante aquel puesto de mierda al que su mujer se había negado a seguirle, y estaba dispuesto a presentar a cualquier precio unos resultados irreprochables, así que ahorró todo lo que pudo en la comida de los prisioneros y alargó proporcionadamente sus jornadas de trabajo, hasta que la brillantez de su gestión le valió por fin un despacho decente en Madrid, al cabo de tres años de destierro.
Su sucesor era un buen hombre que, entre otras medidas urgentes, restableció el derecho de los penados a mantener correspondencia con sus familias aunque los sellos costaran dinero. Arcadio le escribió a su mujer dos cartas iguales. Envió una a su antigua dirección de la Corredera Alta, donde no creía que Sebas hubiera podido seguir viviendo, y otra a la casa de la calle Velázquez donde su mujer servía cuando él la conoció, con–fiando en que allí alguien conociera su paradero. Ella le contestó a vuelta de correo, contándole que en febrero del año 40 había tenido otra niña, que le había puesto Socorro, igual que su madre, que los hijos mayores estaban bien e iban todos a la escuela, que se habían mudado a una
buhardilla de la calle Concepción Jerónima, muy cerca de la Plaza Mayor, que había vuelto a trabajar para doña Sara y todos los días, menos los domingos, echaba nueve o diez horas en su casa, que la señora se portaba muy bien con ella y la dejaba ir a trabajar con la pequeña, que la pobrecilla había tenido mala suerte porque su marido estaba enfermo con un mal muy raro que le había dejado inútil la pierna derecha, que no se preocupara por nada, que algunos viejos amigos la socorrían como podían, que no necesitaba seguir viéndole para seguir queriéndole, y que le quería.
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