Array Array - Los aires dificiles

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Sebastiana Morales Pereira chillaba en un susurro, exagerando la tensión de los labios en cada sílaba, subrayando las palabras con las cejas, golpeando el aire con los puños cerrados, los dedos blancos de tanto apretar, pero sin atreverse a levantar la voz, para que no la oyeran los vecinos. Pero, bueno, ¿qué pasa, es que te has vuelto loco? ¿Dónde has estado tú todos estos años, Arcadio, en la cárcel o en la luna? Por si no te has enterado, a ti se te ha acabado ya el tiempo de dar órdenes, ¿me oyes?, lo de mandar se te ha acabado a ti ya, hace un montón de años… Tú ahora estás aquí para lo que te manden, como yo, como todos, entérate de una vez, igual que un cerdo en un matadero, cogido por las cuatro

patas y con el cuchillo encima del cuello, así estás tú, y así estoy yo, y no podemos hacer nada, Arcadio, no podemos elegir… Él la miró a los ojos y ella vio en los suyos un desamparo infinito, el desconcierto de un niño perdido en una multitud, elpresentimiento de la derrota última, definitiva, y se tapó la cara con el delantal, y se dio la vuelta, y corrió a la cocina para huir de la humillación atroz de aquellos ojos. Los hijos son la única riqueza que tenemos los pobres. Cuando se quedó solo, Arcadio Gómez Gómez recordó a don Mario tal y como lo vio por última vez, en el frente de Teruel, tan enclenque como siempre, perdido de puro flaco dentro del uniforme, cargando con un fusil que pesaba más que él y con sus gafas redondas de cristales siempre sucios, y recordó su alegría, su entusiasmo, el fervor con el que apostaba por el éxito de la ofensiva que le costaría la vida al día siguiente. Los hijos son la única riqueza que tenemos los pobres. Arcadio Gómez Gómez se tragó su carácter y en su estómago se abrió un vacío absoluto. Después, cerró los ojos, apoyó la frente sobre las rodillas, cruzó los dedos detrás de la nuca y pensó que más le habría valido que le mataran a él también en Teruel, como a don Mario.

El 21 de junio de 1963, un taxi transportó desde la calle Velázquez hasta la calle Concepción Jerónima una docena larga de maletas y cajas que contenían la mayor parte de las pertenencias de Sara Gómez Morales. Ella iba detrás, con lo que faltaba, en otro taxi.

Cuando llegó a su casa, sus padres la abrazaron con una intensidad que no ocultaba cierta incertidumbre, casi miedo, y su hija les devolvió cada gesto, cada abrazo, cada beso, con una docilidad mecánica y la misma frialdad que había helado la templada sangre de doña Sara media hora antes, cuando se despidió de ella entre dos leones de mármol.

Ven conmigo, le dijo después Sebastiana, hemos pensado que preferirías el cuarto de los niños, que es un poco más grande que el de tus hermanas… El domingo pasado no te dije nada, porque quería quefuera una sorpresa, pero tu padre lo ha pintado, y ha puesto una moqueta nueva, azul, que es tu color favorito, ¿no? A ver si te gusta… Sara nunca se había dado cuenta de que el suelo de aquel cuarto se desplomaba hacia un lado, pero aquella mañana lo notó enseguida, en cuanto puso un pie sobre la moqueta nueva. No dijo nada, sin embargo. Su madre supuso en voz alta que le gustaría deshacer las maletas y ella asintió con la cabeza, pero al quedarse sola se sentó en la cama y se quedó allí, quieta, inmóvil, sin hacer nada, hasta que la llamaron para comer.

Estaba exhausta. Ya no le quedaban lágrimas, ni miedo, ni rabia, ni piedad, ni rencor, ni odio, ni nostalgia. Se sentía desecada, hueca, consumida, como si hubiera estado hirviendo a borbotones en su propio desconcierto hasta quedar reducida a una mera apariencia de sí misma, un maniquí de piel y huesos sin nada dentro. Así pasaron tres días. El cuarto, a media mañana, su padre llamó a la puerta con los nudillos, empuñó el picaporte con decisión, se sentó en la cama, a su lado, y le contó una historia antigua y sucia, cruel y absurda, bárbara y verdadera. La historia de una niña llamada Sara Gómez Morales. Su propia historia.

Tenemos el poniente metido hasta los huesos… La primera vez que se dio cuenta de que acababa de murmurar esta frase entre dientes, Sara Gómez sonrió para sí misma, pero aquel indicio de que por fin había empezado a descifrar el enigma de los vientos no alivió la aplastante tristeza de una tarde de otoño. En verano, con las contraventanas entornadas para evitar que el sol entrara hasta el fondo del salón, el eco de las risas de los niños que chapoteaban en la piscina, y la complicidad del calor, capaz de transformar la humedad en compañía y el silencio en un milagro, habría sido distinto. Entonces se habría regocijado de verdad ante aquel tímido progreso de una enseñanza tan tardía, pero era otro aprendizaje el que más la inquietaba ahora. Tenía que aprender a gobernar el tiempo, y no le servía de nada el calendario, ni los barómetros, ni la caprichosa tiranía oficial del cambio horario, repentino señor de las tinieblas. El tiempo que angustiaba a Sara Gómez era el que medían las agujas de sus relojes, esos relojes enfermos, precozmente achacosos, como acobardados de su precisa naturaleza, que parecían estar contagiándose entre sí una desesperante epidemia de pasividad. En los últimos años, mientras se entregaba a la planificación minuciosa, casi obsesiva, de su futuro, con la convicción de estar manteniendo bajo control todos los elementos necesarios para que cristalizara al fin esa vida que jamás debería haber dejado de ser la suya, nunca se le ocurrió anotar en la lista de riesgos las pequeñas victorias de aquel enemigo íntimo, nacido del rotundo éxito de su plan. Nunca había calculado que, si todo salía bien, y así había sido, los relojes administrarían su propio castigo con una ensimismada y parsimoniosa crueldad carente de objetivo, sin más final ni más principio que el tiempo al que servían. Por fin había logrado vivir sin despertador, pero se despertaba pronto, antes de lo necesario, y se obligaba a quedarse en la cama un buen rato para no precipitar el comienzo de esas mañanas que se le hacían tan largas. Las tardes también eran eternas, y por eso espaciaba con prudencia las tareas que ella misma se asignaba, a veces con argumentos indiscutibles, como el estado de la nevera o las manchas que salpicaban un vestido que sólo podía limpiarse en seco, y otras veces por la simple necesidad de imponerse una tarea, como ir a echarle un vistazo a este o a aquel centro comercial, o comprobar adónde llevaba una carretera secundaria por la que no se había aventurado todavía. Las noches no se le acababan nunca, y para lograr derrotarlas con el sueño, ahorraba durante el día horas de lectura, y se racionaba las películas que veía por televisión. Las modestas acciones que durante toda su vida adulta habían constituido un lujo en sí mismas, como ir a un cine de estreno, o contemplar una exposición sin prisas, o darse una vuelta por las rebajas sin el agobio de tener que encontrar en menos de tres cuartos de hora unos pantalones que le sentaran bien, se habían convertido en el insuficiente patrimonio de la prejubilada solitaria y forzosa que jamás había entrado en sus planes encarnar. Sara Gómez Morales, que desde el día en que se vio obligada a asumir que provenía de una estirpe de trabajadores, no había dejado nunca de trabajar, tampoco había pensado nunca que, después de todo, llegaría a aburrirse de vivir como una mujer rica. Desde aquella remota primavera en la que se peleó por última vez con Maruchi

por culpa de un tocadiscos, no había vuelto a tener amigos. La desconfianza universal, sin límites ni fisuras, con la que se había armado hasta los dientes para pagar el precio de una carrera de taxi, de la calle Velázquez a Concepción Jerónima, no le había permitido afrontar un riesgo semejante. Pero aquella carencia no la inquietaba, porque siempre tenía demasiadas cosas que hacer, y a su alrededor no faltaba gente amable, incluso simpática, a la que devolver cada saludo con una sonrisa equitativa, convencional. Antes de desaparecer sin dejar señas, Sara Gómez tenía muchos conocidos, vecinos, compañeros de trabajo, parientes más o menos lejanos con los que a veces quedaba para ir al cine o de compras, con la invariable sensación de que le habría dado lo mismo hacer sola lo que estaba haciendo en su compañía.

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