Array Array - Los aires dificiles

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haciendo sonar la bocina.

Tamara lo reconoció enseguida, y tenía ya la mano en el picaporte antes de que

el cristal ahumado de la ventana descendiera, en un susurro lujoso de puro

imperceptible, mientras Sara se ofrecía a llevarla a casa.

—¿Qué tal te ha ido? –le preguntó, después de recibir un beso como premio por

la oportunidad de su aparición–. Hoy era el primer día, ¿no?

—Sí, y no ha estado mal, ¿sabes? La señorita parece simpática.

Andrés dice que es muy cursi, pero que no suspende, que es lo importante.

—¿Y qué tal Andrés? ¿Te ha presentado a muchos niños?

—Sí, bueno… Después de comer, hemos jugado al pilla–pilla, y nos lo hemos

pasado muy bien.

Lo malo es que muchas veces no entiendo lo que me dicen, porque usan muchas

palabras raras, y las normales, pues las dicen de una manera… rara, ¿no?, o sea,

como no dicen la ese y hablan como si cantaran…

—Ya te acostumbrarás.

—Sí, eso dice también mi tío, y que acabaré hablando igual que ellos, pero no sé

yo… De todas formas, como Andrés ya lo sabe, cuando yo no entiendo algo, me

lo explica, y eso es una suerte, ¿no?

Juan me ha dicho esta mañana que dejara tranquilo a Andrés, que no le agobiara,

que él tendría sus propios amigos y que le apetecería estar con ellos, pero hemos

pasado juntos casi todo el día. Eso también ha sido una suerte, aunque yo creo

que lo que pasa es que los mejores amigos de Andrés no están en nuestra clase,

sino en otra, y no ha ido a buscarlos hasta que ha sonado el timbre de la salida,

hace un momento.

Sara sonrió para sí misma al recordar las recomendaciones conlas que Maribel y

ella habían abrumado al pobre Andrés durante los últimos días, un discurso

estrictamente inverso al que podía imaginar sin esfuerzo en la voz de Juan, hazte

cargo de que Tamara no conoce a nadie más, le habían dicho, ocúpate un poco

de ella, no la dejes sola, preséntale a otros niños, y le tranquilizó comprobar la

naturalidad con la que él había asumido aquella misión, porque la última vez que

hablaron del tema tuvo la impresión de estar insistiendo demasiado. Pensaba en

eso cuando su copiloto le preguntó a bocajarro si ella sabía que la cocinera del

colegio era la abuela de Andrés.

—Sí, claro –contestó, mientras buscaba en el bolso el mando a distancia que abría la verja de la urbanización–. Es la madre de Maribel.

—Ya –dijo Tamara, y no añadió nada más, como si necesitara meditar aquella respuesta.

Sara se preguntó si una niña de diez años tendría capacidad para sacar conclusiones de una información semejante y se equivocó a medias al calcular que no. A ella sí le había sorprendido que Maribel llevara a Andrés a un colegio privado, por muy cerca que le quedara de casa, sobre todo teniendo en cuenta que en el centro del pueblo había varios colegios públicos a los que el niño habría podido ir solo, en autobús. No se atrevió a preguntar por las razones que impulsaron a su asistenta a escoger una opción tan insensata, pero ella se las fue contando poco a poco.

El colegio de Andrés no le costaba ni un duro, porque su madre trabajaba allí y su convenio le daba derecho a disfrutar de una plaza gratuita. Habría preferido un millón de veces no tener que deberle el favor, pero cuando su hijo empezó a ir al colegio, ella estaba muy mal de dinero y trabajaba en varios lugares diferentes, limpiaba un par de oficinas, echaba horas en otras tantas casas, y se pasaba la vidaa salto de mata, cumpliendo con un horario diferente cada día de la semana, en unas condiciones absolutamente incompatibles con las necesidades de Andrés. Por eso había tenido que aceptar la oferta de su madre, que recogía al niño a las ocho en punto, una hora antes de la primera clase, se lo llevaba al colegio para darle de desayunar allí, y por las tardes se ocupaba de él hasta que su hija podía ir a recogerle. Además, añadió Maribel, la verdad es que el colegio es estupendo, tiene campos de deporte, piscina, laboratorio, dos horas diarias de inglés y un montón de actividades, así que no me arrepiento, sobre todo porque ahora Andrés es mayor y no necesita que nadie le cuide, así que ya no tengo por qué aguantar a mi madre. Ni siquiera la veo, precisó al final, y ya sé que va contando por ahí que soy una desagradecida, y una deslenguada, y… y cosas peores, pero no me importa. Bastante mal lo pasé yo cuando me dejó mi marido como para encerrarme en casa durante el resto de mi vida, pues sí, y con veinte años, era lo que me faltaba, hacerle caso a mi madre, a ella, que lo primero que me preguntó cuando se enteró fue qué motivos le había dado yo a Andrés para que se largara. Yo creo que le gusta, ¿sabe?, que mi marido le gusta, por muy raro que suene, aunque parezca mentira, debe ser eso porque si no, es que no lo puedo entender, las cosas que me dijo, las que me sigue diciendo, figúrese… Sara no necesitaba figurarse nada, porque comprendía cada palabra de Maribel con una precisión antigua y luminosa, que no le ahorró, sin embargo, un instante de desconcierto ante la dirección que tomaban las intuiciones de Tamara. —Te lo he preguntado porque…

Es que yo creo, no sé cómo explicarlo, pero es como si a Andrés le molestara mucho lo de su abuela, ¿sabes? Y el caso es que no lo entiendo, porque no es nada malo, ¿no?, pero… cuando hemos entradoen clase, esta mañana, unos niños se han reído de él, y luego, en el recreo, no me ha dejado acompañarle a

ver a su abuela, y me he quedado pensando… Es que a lo mejor a Andrés le fastidia no ver a su padre, bueno, eso sí, seguro que le fastidia, pero lo que quiero decir es… No sé, que él tiene una familia rara, ¿no?, o sea que es como si no tuviera padre y eso, pero teniéndolo, que es peor. Y no debería importarle porque ahora las familias raras se han vuelto normales, eso dice Juan, por lo menos, que antes ser hijo de una mujer soltera era horrible, y que tus padres se separaran, pues también, pero ahora hay muchísimos niños con familias así, y yo, por ejemplo, pues, aunque soy huérfana, vivo con mis tíos, en vez de estar interna en un colegio, y no pasa nada, nadie me dice que le doy pena, ni me llaman huerfanita, ni cosas así…

–hablaba con la cabeza muy tiesa y los ojos fijos en el muro de cemento que delimitaba el aparcamiento, aunque movía mucho las manos, como un recurso para encontrar las palabras que le faltaban, y cuando terminó, se volvió a mirarla–. ¿Tú qué crees?

—No lo sé, Tam. Yo creo que lo complicado de tener una familia rara es lo que se siente por dentro, no lo que piensan los demás –la niña cabeceó un par de veces, como si dudara, antes de insinuar un gesto de asentimiento–. Y supongo que tener una familia rara sigue siendo complicado, aunque antes era muchísimo peor, desde luego, en eso tu tío tiene toda la razón…

El último acto empezó en 1963, el primer sábado de febrero, en el guateque que celebraba su mejor amiga para festejar su dieciséis cumpleaños. Cuando Maruchi se la llevó a una esquina del salón con autoridad de anfitriona para decirle al oído que Juan Mari estabapor ella, Sarita nunca se había preguntado por qué su madre había tenido cuatro hijos en poco más de seis años y sin embargo Socorrito y ella se llevaban siete. A cambio, ya había empezado a darse cuenta de que Juan Mari la miraba con ojos de enamorado reciente, una novedad tan agradable que deslizó en su propia mirada ciertas gotas de una insospechada debilidad. Al acompañar a aquel buen chico de Vitoria, que estudiaba para ingeniero industrial, al espacio que hacía las veces de pista de baile, Sarita ignoraba todas las condiciones del acuerdo que doña Sara había pactado con Sebastiana antes de cogerla en brazos por primera vez, a los ocho meses. Quince años después, mientras otros brazos la mecían al compás de aquella canción hipnótica y dulzona, «sapore di sale, sapore di mare», decidió que celebraría su propio cumpleaños con una fiesta igual que aquélla, para ofrecer a Juan Mari, «…sapore di te», la ocasión de declararse. Pero a las diez menos cuarto, cuando se despidió de Maruchi entre risitas nerviosas, él insistió en llevarla a casa y aunque no tenía coche lo dijo muy claro, te llevo a casa, y Sarita comprendió que no necesitaba otra oportunidad. Caminó a su lado por la calle con las manos metidas en los bolsillos del abrigo y ganas de colgarse de su brazo, mientras calculaba cómo sería su vida si algún día llegaba a casarse con él, dónde vivirían, cuántos niños tendrían, cómo se llamarían, y no se dio cuenta de que nunca se había preguntado antes qué clase

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