Array Array - Los aires dificiles

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A Tamara Olmedo Fernández, nueva, no le gustaba que su casa verdadera, la fija, la de todo el año, fuera un chalet para veranear, con suelos de gres, y toldos verdes, y un porche con muebles de teca abierto a un jardín plantado de buganvillas e hibiscos que con–servan las flores hasta en invierno. Una casa auténtica siempre tiene suelos de madera, y ventanas o balcones pequeños en lugar de tanta cristalera, y más allá, árboles viejos cuya altura no puede abarcarse de un simple vistazo, y un eterno rumor de coches que pasan sin cansarse jamás. Las casas auténticas tienen que estar muy lejos del mar, pensaba Tamara, y sin embargo se comportaba como si todos los días encerraran la promesa de una fiesta perpetua, y respondía a la puntual violencia del otoño, que en cada amanecer le arrebataba una nueva hebra de la luz del verano, y con ella el penúltimo indicio de la ficción de normalidad que había envuelto su vida mientras duró el buen tiempo, forzando la intensidad de sus sonrisas. La de aquella tarde también sería radiante, porque nunca le contaría a Juan que su colegio olía a judías verdes cocidas. Aunque no habían vuelto a hablar del tema desde que se marcharon de Madrid, Tamara se daba cuenta de que su tío se había empeñado, con todo lo que tenía, en que aquella aventura saliera bien, y en ese empeño, que ella nunca había entendido, había algo más que la necesidad de cambiar de trabajo, más que una oportunidad de vivir todo el año en la playa, mucho más que una oferta de distracción, y del consuelo que su familia necesitaba. Tamara no había logrado descubrir las razones ocultas de aquella arbitraria y apresurada

mudanza, pero en la determinación de Juan, en ese optimismo barnizado con rachas de puro entusiasmo que casi nunca lograba abrillantar del todo el pálido color de sus incertidumbres, encontró un motivo suficiente para empeñarse ella misma en que su tío acabara teniendo razón.

Y cuando desfallecía, cuando entraba en una tienda y no entendía lo que el dependiente le decía, cuando el viento aullaba de noche como si pretendiera echarla de su propia cama, cuando el mar dejaba de oler a yodo para apestar a unpuré de algas podridas, recuperaba un recuerdo dócil y luminoso, una imagen que le dolía y que sin embargo no querría perder jamás, la memoria de una tarde sucedida mucho tiempo atrás, bajo la luz tibia y complaciente de un otoño mejor, más justo.

Su madre nunca le consentía que se fuera a la cama sin lavarse los dientes, nunca le perdonó el baño antes de la cena y siempre, hasta cuando salía de noche, revisaba sus deberes antes de arrastrarla a la bañera pero, a cambio, tenía ideas estupendas, de las que jamás se le ocurrieron a su padre. Ideas como aquella de ir a recogerla al colegio por sorpresa, el segundo día del curso, cuando aún no tenía clase por la tarde porque era de los pequeños, le faltaban cinco meses para cumplir seis años. Papá ha llamado para avisar de que no podía venir a casa a comer, le explicó mientras la llevaba en brazos hasta el coche, y he pensado que podríamos ir al centro, tomar una hamburguesa por ahí, y luego meternos en un cine, a ver esa película que te apetece tanto, ¿qué me dices? Ella apretó el cuello de su madre con los dos brazos y le dio muchos besos en la cara, porque no encontró palabras que expresaran mejor su júbilo. Y sin embargo, aunque fueron derechas a la Gran Vía, que era la calle favorita de las dos, y mamá le dejó que pidiera dos helados de chocolate de postre, y pudo elegir la mejor butaca de un cine vacío, aquella tarde acabó llorando, porque la película contaba la vida de una niña a la que unos tíos lejanos habían metido interna en un colegio después de que sus padres se mataran en un accidente de aviación, una historia muy bonita sólo a costa de ser también muy triste. Tamara salió del cine con los ojos hinchados, mustios de llanto, y aunque su madre la abrazó, y la consoló, e intentó animarla en el viaje de vuelta recordándole que, al fin y al cabo, la película acababa bien, porque laprotagonista encontraba una nueva familia entre las profesoras y las compañeras de su colegio, ella entró en casa sabiendo que todavía le quedaban lágrimas. Por eso, cuando su madre se sentó en una de las butacas del jardín, de aquel jardín de tierra con un simple emparrado y unos pocos árboles inmensos, como los jardines de verdad, Tamara se le subió encima, la miró de frente y le preguntó qué iba a pasar si un buen día ella se moría. Yo no me voy a morir, tonta, le contestó su madre con una sonrisa, pero a la vez debió de tomársela en serio, porque la acunó contra su pecho como si fuera un bebé y le dio muchos besos, de esos besos especiales que sabía dar ella, unos besos que no se parecían a ninguna otra clase de besos, besos con los labios apretados que se grababan en su frente, en sus mejillas, en su pelo, y tardaban una eternidad en deshacerse, besos como túneles, como puentes, como lazos con dos nudos, los besos de mamá, si yo no me voy a morir, repetía, no me voy a morir, y

sonreía, pero ella se echó a llorar de todas formas. ¿Y si te mueres, eh? Puede

ser, ¿o no? ¿Y si te mueres, qué? Entonces su madre se puso seria y rodeó su

cara con las dos manos, y la miró a los ojos, y habló bajito.

Si yo me muero, Juan te cuidará, le dijo, sólo eso, no te pasará nada malo porque

Juan cuidará de ti, eso le dijo, y no mencionó a su padre, ni a sus abuelos, no

habló de ningún colegio para niñas huérfanas ni de ninguna otra solución, ningún

otro remedio, ninguna otra persona, Juan te cuidará, repitió, y siguió besándola

hasta lograr que, al rato, dejara por fin de llorar.

Ahora, cuatro años después, cuando se notaba a punto de desfallecer, al borde de

un buen berrinche como los de los viejos tiempos, Tamara recordaba que lo había

perdido todo, que su madre había muerto a pesar de la confianza que bailaba en

sus sonrisas, que supadre había muerto también, pero Juan la cuidaba y eso era

suficiente. La generosidad con la que su tío había cumplido la promesa de su

madre merecía a cambio una lealtad ciega, sin fisuras. Y eso significaba que,

pasara lo que pasara, todo iba a salir bien. Tamara se lo recordó a sí misma con

firmeza mientras se preguntaba si sería capaz de encontrar algo que ofrecer a

Juan a cambio de aquel olor a verdura pasada que nunca confesaría, cuando

escuchó una voz conocida.

—¿Qué haces aquí?

Andrés, que no solía decir hola al llegar, ni adiós al marcharse, la estudiaba con

los ojos ligeramente asombrados y sin embargo serenos con los que miraba casi

todas las cosas. Tamara se alegró de encontrarle mucho más de lo que había

previsto, y olvidó enseguida el prudente discurso que su tío le había soltado en el

desayuno para aconsejarla que no agobiara a Andrés, que no se le pegara como

una lapa durante todo el día, que comprendiera que él debía tener su propia

pandilla, sus propios amigos, y que estaría deseando verles, hablar, jugar con

ellos después de las vacaciones. Andrés es el único amigo que tienes aquí, le

había repetido al despedirla en la puerta del colegio, procura conservarlo y no lo

marees.

—Te estaba esperando –Tamara se levantó diciéndose a sí misma que, al fin y al

cabo, esperar a alguien no es lo mismo que marearlo.

—¡Ah! –Andrés no pareció asustarse de su respuesta–. ¿Y has entrado a ver en

qué clase nos han puesto?

—No, todavía no.

—Pues ven conmigo. Creo que ya sé cuál va a ser…

Andrés atravesó el umbral con decisión, sin volverse a comprobar si ella le seguía,

y Tamara se fijó en su mochila, muy limpia pero lavada tantas veces que ya no

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