Array Array - Los aires dificiles

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—Hola. –Juan se dirigió hacia ella sin vacilar, comparando sus alpargatas azules y sus vaqueros usados con la falda larga, de lona blanca y con mucho vuelo, que su vecina combinaba con una camiseta de licra del mismo tono, y dudó de su propio cambio de estilo–.

¡Qué casualidad! El viernes por la tarde me pasé por tu casa pero no estabas. Quería agradecerte que hayas invitado a Tamara a comer, que fueras con ella a la piscina y eso…

—¡Oh! –Sara iba descalza, y llevaba en la mano unas sandalias que agitó en el aire para insinuar una tibia protesta–. ¡Pero si no tiene ninguna importancia! Me gusta estar con los niños y, total, iba a ir a la piscina de todas formas. No me molestan, y sé que Maribel se queda más tranquila.

—Yo también. La verdad es que no me gusta la idea de dejar a Tamara sola en

casa, pero ella no quiso ni oír hablar de que contratáramos a una canguro para

que la cuidara durante el día. Me dijo que ya era demasiado mayor, que no

necesitaba que la vigilara nadie, y como Maribel se ofreció a ocuparse de ella y a

hacerle la comida…

—Claro, pero si ese plan es estupendo. Maribel es de confianza, y cuando no está

en tu casa, está en la de enfrente, que es la mía. Además, tu sobrina parece

capaz de cuidarse sola, desde luego. No sé si tú te has fijado, pero yo me di

cuenta enseguida, al llegar aquí, de que los niños tienen mucha más libertad de

movimientos que en Madrid, por ejemplo.

Y eso está muy bien, porque aprenden antes a ser responsables. De todas

formas, ya le dije a Tamara el otro día que me busque si necesita cualquier cosa.

No suelo salir de la urbanización por las mañanas. Ya estoy hasta

demasiadomorena –sonrió–. Prefiero venir a la playa a estas horas.

—Yo también –Juan le devolvió la sonrisa–. Cuando vivía en Madrid no podía ni

imaginar que estos paseos serían lo que más iba a gustarme de vivir aquí.

—Sí. –Sara le volvió la espalda al mar e inició una lenta marcha por la arena–. A

mí me pasa lo mismo.

Volvieron juntos a casa. Caminaban despacio, atrapados en la más vulgar de las

conversaciones sobre el viento y el clima de la costa, la vida en las grandes

ciudades del interior y en los pueblos playeros que se quedan vacíos al final del

verano, cuando Sara se paró en seco, y manteniéndole sujeto por un brazo, llamó

la atención de Juan con un chillido.

—¡Mira! –dijo, señalando la arena, donde él no fue capaz de distinguir nada a la

luz mortecina del sol que se desvanecía, alimentando apenas una sombra de luz

tras los acantilados–. ¡Por fin! Fíjate… Me había quedado un rato en la almadraba

sólo para verlos y no ha querido aparecer ninguno.

—¿Sí? –él procuró expresar cortésmente su perplejidad–, pero… ¿qué es lo que

hay? Yo no veo nada.

—Un cangrejo –Sara se acuclilló en la arena y movió la mano hacia abajo para

indicarle que la imitara–. Ven, míralo…

Juan tuvo que acercarse mucho al suelo para distinguir por fin un diminuto

cangrejo de mar cuyo caparazón de color sepia, con pequeños lunares más

oscuros, le asimilaba a la arena mojada con una admirable eficacia. El animal, que

había detenido cualquier movimiento al percibir la proximidad de aquellos dos

extraños, escapó inmediatamente, trazando una amplia parábola lateral con sus

patas simétricas, delgadas y frágiles como alambres, casi transparentes.

—¿Te has fijado? –preguntó Sara, siguiéndole los pasos–. No andan hacia atrás,

sino de lado.Juan no tuvo que esforzarse mucho para comprobar que su

interlocutora decía la verdad.

—¡Es cierto! –admitió, alborozado como un niño pequeño–. ¡Qué increíble!

—¿A que sí? –insistió ella–.

La primera vez que lo vi me quedé pasmada. Toda la vida oyendo lo mismo, y

ahora resulta que es mentira. Por eso me gustan. Porque no retroceden ante los

obstáculos, sino que los rodean, que es una manera distinta de huir. Son astutos, pero no cobardes, ¿te das cuenta? He decidido que me caen muy bien, los pobres cangrejos.

—Sí –Juan estaba de acuerdo–. Tanta mala fama, y tan injusta… Los cangrejos andan de lado.

Juan Olmedo estuvo pensando en eso antes de dormirse aquella noche, y volvió a recordarlo por la mañana, mientras Alfonso ofrecía una resistencia puramente formal, más que aceptable, al madrugón y el viaje hasta El Puerto. De lado, se repitió después, camino del trabajo, no hacia atrás, sino de lado, y se comprometió consigo mismo a no olvidarlo cuando llegaran los malos tiempos que sucederían inevitablemente a los peores. Cada trivial contratiempo doméstico, cada pequeño sobresalto cotidiano que lograba resolver –en un proceso que le estaba conduciendo desde una radical inexperiencia hasta un dominio de la rutina diaria de cuya amplitud él mismo se asombraba–, despejaba el camino hacia una vida que él nunca habría querido vivir y que estaba cada vez más cerca. Ante sus ojos se perfilaba un horizonte seco y monótono, sedimentado a partes iguales por el cansancio y la necesidad, el cansancio de ser siempre necesario, la necesidad de no poder reconocer jamás que estaba cansado. No lo había tenido en cuenta al marcharse de Madrid, ni en los agotadores días que nacieron del vértigo de la mudanza, cuando todo era nuevo, difícil, desconocido, y las fechas se evaporaban antes de tiempo sin prestarle horassuficientes para empezar siquiera la mitad de las cosas que quedaban por hacer. Primero fue el miedo, luego la prisa, antes y después las insignificantes incertidumbres de cada día, tan asfixiantes y livianas al mismo tiempo, tan incómodas y tan reconfortantes a la vez, poner las lámparas, colgar los cuadros, comprar cacerolas y sartenes, familiarizarse con el mercado, encontrar una asistenta, negociar con el jardinero, acoplar el horario del hospital con las jornadas de Tamara y de Alfonso, aprender que con un paquete de espaguetis y una lata de tomate frito pueden cenar tres personas sin abrir siquiera la puerta de una nevera vacía. Ahora, todo eso estaba hecho. Los electrodomésticos funcionaban, la despensa estaba llena, en los armarios dormía una manta para cada cama, todas las matrículas estaban pagadas, todos los muebles colocados, el jamón de las emergencias recién instalado en un jamonero nuevo, las llaves de la casa en el llavero de Maribel, y hasta una ATS desempleada esperando junto al teléfono a que él la llamara para hacer de canguro en sus noches de guardia.

Ahora ya no le quedaba más que esperar el verdadero principio de la vida que habría querido vivir con Charo, para empezar a vivirla sin ella, y adoptar el gesto imperturbable de un buen jugador de póquer para encajar con sobriedad aquel grueso sarcasmo del destino.

A veces, Juan pensaba que hasta tenía gracia, aunque no encontrara ningún motivo para sonreír a su suerte. Él era un médico excelente, uno de los mejores de su edad, de su especialidad. Por eso, se había acostumbrado a recibir durante años ofertas escalofriantes de algunas clínicas privadas de medicina deportiva, de

esas que florecían gracias a los meniscos y las tibias de los jugadores de primera división, a las muñecas de los tenistas, a las vértebras de los motoristas. La posibilidad de convertirse en una especie de niñeraforzosa de una docena de multimillonarios precoces y malcriados siempre le había parecido una imagen muy precisa del infierno de un traumatólogo, pero hasta ese destino habría asumido de buena gana a cambio de un sueldo de futbolista y de una simple oportunidad, por remota que fuera. Ahora, en cambio, él, que había estado siempre dispuesto a jugárselo todo por Charo, que le había repetido un millón de veces que por ella asumiría todas sus cargas, todos sus gastos, todas sus culpas, se había quedado con sus cargas y sus gastos, con las culpas de aquella mujer y con sus propias culpas, al ridículo precio de perderla definitivamente. Lo que iba a ser todo con Charo se había convertido en todo sin Charo, y ni siquiera podía echarle la culpa al azar, porque el único responsable de aquella situación era él mismo. Desde que aceptó que la capacidad de decidir no estaba en sus manos, Juan Olmedo nunca se había detenido a planificar con precisión el futuro de su vida privada. Lo que parecía una renuncia forzosa al control de su propia intimidad le había procurado muchos años de insatisfacción general y algunos momentos de sufrimiento muy intenso, y sin embargo, ahora comprendía que aquélla había sido una forma cómoda de vivir. El deseo irrefrenable, supremo, desesperado, de poseer a su cuñada por completo y para siempre, dejaba espacios libres en la superficie, un tiempo para él solo que se había esfumado al dividirse entre las reclamaciones de una huérfana y la tiranía de un deficiente mental. Juan, que echaba infinitamente de menos a Charo, el esporádico esplendor que había bastado para cohesionar los retazos de ciertos instantes aislados en el recuerdo de una vida entera, se resistía a aceptar que sentía una nostalgia semejante por el resto de su tiempo pasado, días neutrales e ingrávidos, como hechos de humo, para dormir hasta media mañana,para quedar a comer con un amigo, para pasar la tarde vagueando con el mando de la televisión en la mano, para leer, para ir solo al cine, para invitar a cenar a cualquier residente que se hubiera puesto a tiro, para ligar por sorpresa con una chica corriente en la barra de un bar. No hubiera querido aceptar que también echaba eso de menos, pero así era, y ahora que todo estaba hecho, cuando ya había borrado las señales que marcaban la dirección del camino de vuelta, cuando la agotadora maquinaria cotidiana había aprendido a funcionar sola, cuando Alfonso y Tamara dependían de él como nunca habían dependido de nadie, aquella vulgar nostalgia de sus antiguos ocios privados, de su irrecuperable pereza, de su aburrimiento, era lo que más miedo le daba.

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