Array Array - Los aires dificiles
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Para desbaratar las amenazas del cansancio y la necesidad, no contaba con más fuerzas que la de su propia voluntad, una disciplina personal que se sometía a sí misma hasta el borde de la exasperación, pero la estrategia de los cangrejos le hacía compañía, y por eso procuraba recordar con metódica frecuencia que no andaban hacia atrás, sino de lado, rodeando los obstáculos en lugar de renunciar a superarlos. No lo olvidó cuando las mañanas empezaron a endurecerse de un frío blanco y noctámbulo, mientras las tardes se desprendían con pesar de los
últimos flecos de la luz del verano y las noches crecían para afirmar su vigor, su poder invernal y prematuro. No lo olvidó al celebrar las pequeñas victorias de su perseverante terquedad, cuando el colegio se hizo cargo de Tamara desde las nueve hasta las cinco y media, y Alfonso se resignó a subirse en el autobús sin protestar, y él empezó a encontrarse de repente con horas muertas a media tarde para descubrir que no sabía muy bien qué hacer con ellas, cómo aprovechar aquellos ratos en los que su hermano miraba mansamente la televisión y su sobrina se encerra–ba en su cuarto para hacer los deberes. No lo olvidó mientras emprendía nuevos ritos sociales, y aceptaba con ánimo creciente las invitaciones de Miguel Barroso para ir a comer juntos los domingos, o se acostumbraba a quedar de vez en cuando con alguno de sus colegas para tomar una copa antes de volver a casa, obligándose a desechar poco a poco sus terroríficas aprensiones acerca de las catástrofes que la menor de sus ausencias podría provocar en un tan trabajoso y precario orden doméstico. Y lo recordó a tiempo una noche de viernes de octubre, desapacible, fría, inclemente de lluvia y ráfagas de viento, una noche para estrenar la chimenea y no el teléfono de la ATS desempleada, que después de asegurarle que no tenía ningún problema para quedarse a dormir en su casa, no reprimió un comentario acerca de la nochecita que el doctor había escogido para salir de juerga por primera vez.
Es la despedida de soltero de un residente de mi servicio, explicó él, y me ha invitado aunque hace sólo un mes y medio que nos conocemos, así que no tengo más remedio que ir, ya, ya, contestó ella enseguida, si yo no digo nada… Al colgar, él se dio cuenta de que sus propias palabras le habían sonado a excusa poco convincente, y sin embargo, no sólo todo lo que había dicho era verdad sino que incluso estaba de acuerdo con aquella mujer en que no podía haber escogido una fecha peor para inaugurar su vida nocturna. Pero a las nueve en punto entró en el coche, y lo condujo con prudencia hasta Jerez, y encontró el restaurante a la primera, y saludó con buena cara a todos, y fue recíprocamente saludado, y se deslizó con la naturalidad de las costumbres conocidas en una cena alegre y previsible de excelente pescado y rancias bromas sexuales. No esperaba ninguna chica desnuda saliendo de ninguna tarta y no la hubo. Esperaba a cambio que alguien propusiera una solución al–ternativa, y la proposición llegó entre la primera y la segunda copa.
Yo me voy a casa, Miguel, estoy un poco inquieto por la niña y eso…, deslizó en el oído de su flamante jefe, su amigo más antiguo entre los comensales. Tú te vienes a Sanlúcar, Juanito, no me jodas, obtuvo como respuesta, nos tomamos una copa y nos vamos enseguida, las chicas no muerden, así que no me vengas con mariconadas… No estaba muy seguro de la categoría del antro al que sus compañeros se encaminaban con tanto brío, pero estaba claro que era un bar de putas, y él nunca se había sentido cómodo en esa clase de bares. El nombre escrito en letras luminosas prometía lo peor, pero el Lady.s resultó un local espacioso, con muebles muy nuevos y una iluminación reconfortantemente tenue. Tal vez por eso le impresionó tanto la irrupción de aquella chica vestida de rojo. Mientras se mantuvo a una distancia tranquilizadora, apartada del enjambre de
sonrisas golosas que revoloteaban alrededor de aquel prometedor y tardío grupo de clientes, Juan procuró mirarla con ojos de forense y llegó a conclusiones familiares, un metro setenta, sesenta y cinco kilos, cabello y ojos oscuros, raza blanca mediterránea, y un inquietante parecido con María Rosario Fernández, difunta. Llevaba el pelo más largo que Charo, y tenía los ojos más pequeños, los brazos más delgados, pero él sintió un escalofrío cuando la vio venir de frente. Ven conmigo, le dijo solamente, no te arrepentirás… Juan Olmedo negó con la cabeza, y no cambió de opinión, pero en aquel momento volvió a recordar que los cangrejos andan de lado. No hacia atrás, sino de lado.
La primera mañana de clase del curso académico 2000–2001, el aire del vestíbulo del colegio olía a judías verdes cocidas, muy pasadas. Tamara Olmedo Fernández, nueva, arrugó discretamente la nariz contra aquel aroma pocho y tristón, y anotó en su resquebrajado ánimo una flamante arruga paralela. Judías verdes a las nueve de la mañana, exclamó para sí misma, qué horror. Su reloj nuevo, que tenía cronómetro, segundero, calendario, y hasta luz, le confirmó que aún faltaban diez minutos para el timbre, y decidió apurarlos al aire libre, sentada en el escalón más próximo a la entrada principal del edificio. Aunque escogió una esquina, buscando al mismo tiempo la compañía de la pared y una posición poco expuesta, se dio cuenta de que casi todos los niños que trepaban por la escalera, tra–gándose los peldaños de tres en tres mientras se chillaban y atropellaban mutuamente para ejecutar sin sorpresas la partitura universal del primer día del curso, se detenían un instante al llegar a su altura, ante el reclamo de sus zapatos nuevos, de su mochila nueva, de su uniforme nuevo, de su rostro y su cuerpo nuevos de niña sola, desconocida. Tamara respondía a sus miradas con los ojos pacíficos, comprensivos, de quien llevaba todo un verano esperándolas. En otros septiembres, ella también había mirado así, con la misma curiosidad desprovista aún de toda expectativa, de todo aliento o recelo, a otros niños nuevos, como Ferrán, que era de Gerona y tenía un acento muy fuerte que al principio les hacía reír, o Laura, que aunque se apellidara López García había nacido en Kansas City y no hablaba bien español, o Felipe, o Silvia, o Carmen la rubia, o Nacho el alto, al que llamaban así desde que llegó, en tercero de primaria, para distinguirlo de otro Nacho más bajito, que era compañero de Tamara desde primero de preescolar. Ahora, Ferrán, y Laura, y Nacho el alto, veteranos ya de varios cursos, estarían acordándose de ella, preguntándose en voz alta cómo serían su casa, su colegio, sus amigos. O a lo mejor ni siquiera…, se atrevió a calcular con los labios cerrados, y esa sospecha terminó de apretar el nudo de su garganta, el irritante misterio de la melancolía que envolvía el recuerdo de aquel lugar tan aburrido, su viejo colegio, como si ella nunca hubiera llegado a aburrirse allí de verdad, como si en realidad le hubiera divertido alguna vez, como si ni siquiera contaran sus gustos, sus opiniones, sus sentimientos previos, a la hora de echarlo terriblemente de menos. Cuando la presión se hizo insoportable, las lágrimas se asomaron a la frontera de
sus párpados, pero ella las obligó a retroceder contando hacia atrás, primero desdecien hasta cincuenta de tres en tres, luego desde cincuenta hasta cero pensando sólo en los números impares, hasta que llegó al veintitrés con la certeza de que sus ojos estaban secos y entonces se detuvo.
Desde que vivía en la casa de la playa, sólo había llorado tres veces, una porque se acordaba de su madre y las otras dos porque estaba triste sin saber por qué, pero siempre lloraba de noche, cuando nadie podía verla ni escucharla. La tristeza habitaba permanentemente en ella como una fiera adormilada, agazapada en un pliegue de su estómago con el cuello tenso y las zarpas temblorosas de codicia, lista siempre para saltar, pero la mantenía a raya durante todo el día con sólo cien números, cien cifras justas que acudían en bloque a su memoria y se dejaban manipular sin quejarse, al contrario que los recuerdos. A ella le habría gustado que fuera al revés, que ciertas imágenes y voces que recordaba se irguieran o se agacharan según su voluntad, como los números que decidía saltarse o destacar en series de dos, de tres, de cuatro cifras, marcando una frecuencia que dependía tan sólo de la caprichosa necesidad de cada momento. Sin embargo, había aprendido antes de tiempo que algunos recuerdos no se pueden modificar, que su orden y su naturaleza permanecen intactos para siempre en la memoria por más que uno se empeñe en contarse a sí mismo una historia diferente, y por eso no se consentía a sí misma llorar salvo en la difusa frontera del sueño, cuando los contornos de los objetos se ablandan, y la ilusión de lo que se quiere saber cede sin alarmas a la nítida conciencia de lo que se sabe con certeza.
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