Array Array - Los aires dificiles

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guardia que le había dejado antes a solas con ella, y el eco de unos pasos que se

acercaban–. ¿Pero qué está haciendo? ¿Quién es usted? No se pueden tocar los

cadáveres. El juez no ha llegado todavía…

—Lo siento –dijo Juan en voz alta, abrochando a toda prisa los botones que había

desabrochado antes–. No lo sabía.

Se levantó enseguida y no se detuvo a apreciar la furiosa expresión del guardia

veterano, que le increpaba aún mientras volvía a cubrir con mantas el cuerpo de

Charo. Ya había decidido lo que iba a hacer a continuación, y la proximidad de

Nicanor, que había abandonado momentáneamente a su amigo junto al coche y

caminaba como si pretendiera reunirse con él, quizás porque lo había visto todo,

quizás porque no había visto nada y pretendía enterarse de lo que había ocurrido,

no le pareció un motivo suficiente para cambiar de planes. Se dirigió directamen–te al equipo del Samur, habló con un médico, se identificó, y le pidió algún

calmante para su hermano.

Después regresó al coche. Nicanor había vuelto al lado de Damián, que miraba al

vacío con los brazos flojos, caídos a los lados, y el aspecto penoso, inservible, de

un globo arrugado y sucio justo después de desinflarse.

—Toma –entregó al policía un envase plateado con dos píldoras–.

Son calmantes. Si vuelve a dar señales de que los necesita, dale una, pero sólo

una. Le vendrá bien. Llévatelo a casa y quédate con él. Yo iré enseguida. Tengo

que pasar por el hospital, a ver cómo está aquello y a recoger algunas cosas.

Estaba de guardia cuando…

—Ya –le interrumpió Nicanor, asintiendo con la cabeza–. De acuerdo.

Juan les miró un momento, y se asombró una vez más de cuánto se parecían.

Damián era más bajo que él, más ancho y corpulento, tenía el pelo crespo,

ondulado, y el cuello muy grueso. Siempre se había parecido a su madre. No

sabía a quién se parecía Nicanor, pero estaba seguro de que cualquiera de los

extraños que les rodeaban en aquel momento no habría vacilado en señalarles a

ellos dos si alguien les hubiera pedido que adivinaran cuáles de aquellos tres

hombres eran hermanos. Juan, que siempre se había parecido a su padre, se dijo

que habrían acertado. Nicanor no le gustaba. Damián tampoco. Ni siquiera en

aquel momento se sintió culpable por llevar diez años acostándose con su mujer.

La mujer de su hermano. Su mujer. La efímera amante de un desconocido. Y sin

embargo, dio un paso hacia delante y abrazó al único viudo oficial de Charo.

—Lo siento, Damián.

—Yo no.

Después, siempre que recordara aquella escena, se preguntaría cómo logró

contenerse, gobernarse, estarse quieto otra vez, retrocederalgunos metros para

mirar un coche rojo que se alejaba y girar sobre sus talones para entrar en el bar

pequeño, tranquilo, que aquel domingo había abierto sus puertas con una

urgencia insólita al borde de una carretera tan poco transitada.

Pero eso fue lo que hizo, en lugar de matar a su hermano. Aunque él siempre

bebía whisky, pidió dos dosis de coñac en una sola copa, y se la llevó al patio

trasero, un inhóspito recinto de suelo de cemento con tres sillas metálicas, dos

pintadas de azul, una de verde, donde hacía tanto frío como había pronosticado el camarero. Creyó que el frío le sentaría bien. Escogió la silla verde y se bebió la mitad de la copa de un trago. No se sintió mejor. Sucumbió al eco de una bocina que atronaba con insistencia al otro lado del edificio, y se dejó ir. Las lágrimas cayeron mansamente al principio, resbalando con dificultad sobre su piel seca, pero aquel llanto pobre, escueto, controlado, se le ahogaba en la boca, le quemaba la garganta, le arrasaba por dentro, y no habría querido desmoronarse del todo, pero los sollozos estallaron por sí solos para permitir que sus pulmones volvieran a llenarse de aire, y el tabique imaginario que soportaba la presión del líquido que reventaba en su cabeza cedió al fin, derramando su caudal salado y tibio sobre un rostro crispado, deforme, la boca abierta en un intermitente grito mudo, las manos heladas sobre las mejillas que ardían.

Cuando todo terminó, se sintió vacío, y eso al menos fue una forma de volver a sentirse dentro de su cuerpo. Sólo entonces, al levantar la cabeza, vio a aquella mujer rubia teñida, envuelta en un abrigo de visón, a la que Nicanor había señalado antes. Estaba de pie, al lado del guardia civil más joven. Juan les miró con sorpresa, incapaz de creer que el estruendo de su ruido interior le hubiera impedido detectar la presencia de esos dos desconocidos que nunca deberíanhaberle visto llorar, y ellos le devolvieron una mirada equitativamente asombrada, como si no encontraran la fórmula precisa para relacionar aquel estallido con la figura sobria, serena, rigurosa, del médico que se había hecho cargo de la situación ante el desmoronamiento de su hermano viudo. —Buenos días –Juan Olmedo saludó a la mujer rubia con un débil rastro de su verdadera voz, y encendió un cigarrillo.

Ella, tan pálida y exhausta como Charo no estaría ya jamás, con ojeras muy marcadas y los labios temblones, tenía el aspecto casi tradicional de esas mujeres de mediana edad que parecen capaces de taponar cualquier desgarro interno con una convicción, la necesidad de responder a una etiqueta que afirma «es toda una señora» en cualquier circunstancia. Juan, a quien muchos años de hospital habían convertido a la fuerza en un sagaz observador del sufrimiento ajeno, se dio cuenta de que sin embargo estaba agotando ya sus últimos recursos, y no se sorprendió al verla avanzar hacia él, andando despacio. —¿Me da uno? –le preguntó, señalando el humo–. Se me han acabado… Encendió el cigarrillo con su propio mechero, dio una calada larga y profunda y miró a su alrededor, como si estuviera perdida en un espacio tan desnudo, tan pequeño. Después, eligió una de las dos sillas pintadas de azul y la cogió por el respaldo para acercarla a la silla pintada de verde. —¿Le importa que me siente aquí, con usted? —Claro que no.

En ese momento el guardia civil pronunció una frase inaudible a modo de despedida y les dejó solos.

Los dos fumaron en silencio, apurando los cigarrillos hasta el filtro, y aplastaron las colillas contra el suelo casi al mismo tiempo. Luego, ella se volvió hacia Juan.

—Soy la mujer de… –los músculos de su cuello se tensaronmientras sus labios,

contraídos hasta el límite, sostenían una mueca inequívoca, en el umbral del

llanto, y sin embargo todavía pudo decir algo más–. Bueno, usted seguramente…

ya…

El sol de las ocho de la mañana no calentaba aún, pero empezaba a brillar con

fuerza. Juan Olmedo agradeció la luz, el inmaculado reflejo de los rayos que

rebotaban en los cristales sucios del bar, en las hileras de botellas vacías

acumuladas en una esquina del patio, en los adornos metálicos del bolso de piel

tirado sobre el suelo de cemento, mientras asistía a la tristeza de la mujer que

lloraba, abrazándola mecánicamente, el brazo derecho firme alrededor de sus

hombros, como hacía con las madres de los chicos que se mataban en moto

durante las guardias de los fines de semana.

—Es que éramos muy felices, ¿sabe? –murmuraba ella de vez en cuando–. Yo

creía que éramos muy felices…

Juan no despegó los labios, pero la acompañó hasta que una mujer que se le

parecía mucho, también rubia teñida, también envuelta en pieles, entró a

buscarla. Luego pagó su copa, cogió el coche y condujo hasta la casa de su

hermano.

Aquel día no fue peor que el siguiente, y éste tampoco resultó peor que el día que

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