Array Array - Los aires dificiles
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–Nicanor consultaba una agenda en la que había ido anotando una sucesión de
datos fríos, despiadados, exactos–. Parece que el conductor, como mínimo, iba
borracho perdido.
El médico del Samur que lo ha reconocido le ha dicho a la Guardia Civil que
seguramente se había metido algo más, coca, o éxtasis, supongo, vete a saber…
Venía de Madrid, a más de ciento ochenta.
Se ha salido de la carretera, se ha comido el quitamiedos y ha empotrado el Audi
contra una roca de granito. Ninguno de los dos llevaba abrochado el cinturón. La
Guardia Civil ha tenido que pedir una grúa especial para desincrustar el coche,
porque se había encajado en una grieta y no había manera de sacarlo con los
garfios normales.
Parece que han muerto en el acto.
El airbag de Charo ha saltado, pero alguna pieza de la carrocería, o el mismo
quitamiedos, que está hecho una masa con el resto de la chatarra, le ha rajado la
femoral.
El airbag de él ni siquiera ha llegado a saltar, el choque ha debido de ser
demasiado violento. Ha costado mucho trabajo sacarlos y los cadáveres están
muy mal. Yo creo que es mejor que no la veas…
–en ese punto, Nicanor hizo una pausa, encendió un cigarrillo, y posó la mano
izquierda en el cuello de su amigo, como el máximo esbozo de ternura que podía
consentirse a sí mismo, antes de terminar su discurso en un susurro–. Lo siento
mucho, Damián, y lo siento todo, que Charo esté muerta, que se haya matado
así…—¿Quién era él?
—Eso da igual, Damián, no pienses ahora en eso.
—No, no da igual –y miró a su amigo como si no pudiera creer que se hubiera
atrevido a sostener lo contrario–. A mí no me da igual.
¿Quién era?
Mientras hojeaba de nuevo su agenda, Nicanor apretó las mandíbulas en una
mueca que expresaba un dolor casi físico, como si ninguna de las noticias que le
había dado a su amigo hasta entonces le doliera tanto como aquélla.
José Ignacio Ruiz Perell9 –dijo por fin, después de carraspear un par de veces–,
cuarenta y un años, valenciano de nacimiento, vecino de Madrid, del Parque del
Conde de Orgaz. Estaba casado con una tía de muy buena familia, con mucha
pasta, y era ingeniero de caminos, un alto cargo del MOPU. Los de ese bar de ahí
lo conocían. Su mujer tiene un chalet de la hostia un par de kilómetros más allá,
una de esas casas de veraneo antiguas, con un jardín muy grande, prácticamente
una finca.
Debían de ir allí cuando se mataron. Ella no tenía ni idea, claro, se ha quedado de
plástico. El tal Perell9 le había dicho que se iba a Lisboa porque tenía que estar
presente en la inauguración de una presa conjunta hispano–portuguesa en el río
Tajo, o algo por el estilo… Ha llegado antes que vosotros, es esa rubia teñida que
está ahí, la del visón.
Entonces se hizo un silencio largo y hondo, espeso, cargado de recuerdos
amargos y de presagios peores, otra breve cadena de segundos eternos que
Damián rompió sin palabras, descargando el puño cerrado contra el techo del
coche.
—¡Puta! –murmuró luego, manteniendo el brazo levantado en el aire–. ¡Puta,
puta! –repitió, estrellando el puño una y otra vez y elevando el volumen de su voz
en cada golpe, mientras se echaba por fin a llorar–. ¡Puta, puta, puta¡Juan
encogía los hombros en cada chillido. Los gritos de su hermano, como otras
tantas agujas largas y afiladas, encontraron el mejor camino para perforarle el
cerebro limpiamente, abriendo un orificio en línea recta que amenazaba ya con
comunicar para siempre sus oídos cuando decidió que no podía aguantar ni un
segundo más.
—Voy a verla –le dijo en un susurro a Nicanor, que fumaba en silencio y le
respondió con un movimiento de la cabeza, sin apartar los ojos de la furia de
Damián, preparado para recogerle cuando se viniera abajo.
Juan se alejó de aquella voz tan deprisa como pudo. Un guardia civil de tráfico le
salió al paso cuando llegó a la altura de los cadáveres.
—¿Qué desea? –dentro del uniforme había un chico muy joven, de unos veintitrés
años, veinticuatro como máximo, con aire de cadete recién licenciado y todavía
escrupulosamente adicto a todos los reglamentos, pero sin mucha experiencia en
la misión de imponérselos a los demás.
—Quiero ver a la mujer.
—¿Es usted familiar?
—Sí, soy su cuñado. Mi hermano no puede verla. Está completamente deshecho.
Es ese de ahí, el que aporrea el coche… –el guardia levantó las cejas y frunció los
labios en una mueca de asombro casi cómica–. Ya sé que la han identificado, pero
me gustaría verla de todas formas.
—Ya… Pues le advierto que está muy malamente… —Me lo imagino.
—Sí, pero la verdad es que no hemos conseguido sacarla con piernas… —Eso me da igual. Soy médico, trabajo en un hospital. Le aseguro que he visto cosas peores.
—Si usted lo dice… –el guardia, que parecía más asustado que él, se inclinó sobre el cadáver de Charo y lo destapó con la cabezavuelta hacia fuera, mirando hacia otro lado.
Juan se acuclilló en el suelo, y trató de estudiar su cuerpo como lo habría hecho un forense, mientras comprobaba con el rabillo del ojo que el guardia había decidido ahorrarse una nueva sesión de aquel espectáculo. Aquella mujer, unos treinta y cinco años, ciento setenta centímetros de estatura, sesenta y cinco kilos de peso, cabello y ojos oscuros, raza blanca mediterránea, había muerto efectivamente por causa del desgarro de la arteria femoral. Su muslo derecho presentaba un corte limpio. Y nada más. Su muslo izquierdo había permanecido unido al resto del cuerpo hasta unos diez centímetros por encima de la rodilla. Su muslo derecho. Su muslo izquierdo. Sus piernas del color de las tartas de yema tostada. Astillas de hueso triturado, pulpa de carne ensangrentada, tiras de piel arrancadas de dos ligas de metal. Sus muslos.
Sus rodillas ausentes. Sus rodillas. Juan se llevó instintivamente dos dedos al cuello, pero no encontró de dónde tirar. Llevaba abiertos los primeros botones de la camisa, pero le faltaba el aire.
El tronco y la cabeza estaban en buenas condiciones. Sobre el rostro palidísimo y reseco de la mujer desangrada, blanco levemente teñido de malva, los labios pintados de un rojo muy oscuro, más que granate, casi marrón, adquirían una relevancia obscena. Juan Olmedo abrió su propia boca y empezó a tragar el aire a bocanadas, mientras desviaba la mirada hacia los ojos de la mujer muerta. La raya negra que no debería haber sobrepasado la línea interior de cada ojo, se había corrido para sombrear dos ojeras artificiales bajo los párpados inferiores. El rímel, seco, se había desprendido ya del borde de las pestañas, sembrando los pómulos de diminutas partículas negras. Charo se había vuelto a pintar cuidadosamente los labios, desentendiéndose del resto de su maquillaje, antesde salir de Madrid, como había hecho siempre justo después de vestirse, cada vez que abandonaba la casa de su cuñado para volver a la suya. Juan reconoció el color, tan distinto del rosa pálido, fronterizo con el beige, de sus labios de las comidas familiares, sucumbió a su significado, y sintió por última vez las piernas de Charo, esas piernas que ya no existían, alrededor de su cuello. Entonces, sin mover los hombros ni adelantar su cuerpo hacia el cadáver, para que nadie situado a su espalda pudiera advertir lo que estaba haciendo, alargó los brazos y desabrochó deprisa dos botones de la blusa color burdeos para descubrir el escote de un sujetador de encaje del mismo tono, y no quiso verlo, porque cerró los ojos, pero dejó caer su cabeza para apoyar la frente durante un instante sobre aquel pecho inerte, la piel insoportablemente fría. —¡Eh, oiga! –un segundo después escuchó una voz ronca, que no era la del joven
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