Array Array - Los aires dificiles
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Gutiérrez–. Tendríamos que habérselo advertido en julio, cuando vino a matricular a su hermano, pero en aquellas fechas yo estaba de vacaciones y la secretaria me ha confesado esta mañana que se le olvidó decírselo. La verdad es que ella nació aquí, y me da la impresión de que en el fondo no se toma esto muy en serio, debe pensar que soy una exagerada, pero yo creo que le conviene hacerme caso… Procure prestarle atención al levante. En el mes de septiembre todavía es peligroso. Luego, en otoño y en invierno, el problema disminuye, porque es un viento muy extraño, que cambia de carácter con la temperatura. No me pregunte por qué, porque yo soy de Salamanca y aunque vivo aquí desde hace más de diez años y estoy casada con un nativo, todavía no me he enterado muy bien, pero el levante, que es muy agradable cuando hace frío, porque es cálido y seco, puede llegar a alterar mucho a la gente en primavera, y aún más en verano, cuando coincide con el calor. Los disminuidos psíquicos lo acusan mucho más intensamente que nosotros, porque su capacidad de autocontrol es menor. Así que, cuando sople el levante, ármese de paciencia. Es muy probable que encuentre a su hermano más irritable, másimpaciente, más melancólico, y quizás incluso más violento que de costumbre. Entonces, recuerde que eso es culpa del viento que está soplando, y que se marchará con él. Parece una tontería, pero es así.
Por ejemplo, ¿cómo se ha levantado Alfonso esta mañana? —Fatal –admitió Juan–. Ha dicho que no quería venir, ha protestado, ha llorado, me ha insultado, y hasta se ha tirado un vaso de leche por encima. —Porque está soplando levante –la doctora asintió con la cabeza para dar más énfasis a su respuesta–. Desde anoche.
—Pero… no sé. Lo que me cuenta me parece increíble. No creo que de verdad… Juan, que no había intentado disimular su perplejidad, renunció a terminar la frase al mirar a los ojos a su interlocutora–. ¿O sí?
—Para que se haga una idea, en los juzgados de esta provincia se admite el levante como factor atenuante en procesos por lesiones, malos tratos e, incluso, homicidio.
Y el porcentaje de enfermos mentales del litoral de Cádiz, especialmente en la zona del Estrecho, donde los vientos pegan todavía más fuerte que aquí, rompe por arriba todas las estadísticas nacionales con la única excepción de la Costa Brava, donde sopla la tramontana, que es más o menos lo mismo aunque no se llame igual. Por eso es preciso que se ponga en guardia contra el levante. Aunque usted no lo note, Alfonso sí lo notará, recuérdelo…
Aquella advertencia salió con él a una mañana calurosa y soleada, y lo acompañó entre los apacibles campos sembrados que flanqueaban la carretera hasta la puerta del hospital, como un inquietante indicio de que hasta el más sereno de los paisajes puede esconder un infierno larvado. Después, mientras se incorporaba a un nuevo equipo, un nuevo edificio, un nuevo sistema de trabajo, el ánimo de Juan Olmedo mejoró sin embargo al mismo ritmoque impulsaba a la intuición de que llegaría a estar muy a gusto en Jerez. Miguel Barroso, que a partir de aquel momento iba a ser su jefe además de su amigo, se había ocupado de todo. Le
presentó a todo el mundo, le enseñó hasta el último rincón de las instalaciones, y le facilitó todos los documentos precisos para completar su traslado ya rellenos, para que sólo tuviera que firmarlos. Además, te he recogido el correo, le dijo al final, entregándole un sobre con el membrete de la clínica Puerta de Hierro y matasellos del 22 del agosto. Dentro había otro sobre más pequeño, alargado, de color crema, con su nombre y su antigua dirección escritas a mano con tinta púrpura, una letra picuda y elegante que Juan relacionó, sin necesidad de leer la carta que contenía, con la figura desconcertada y frágil de la señora Ruiz. El 24 de abril de 1999, sábado, el doctor Olmedo entró de guardia en el servicio de Traumatología de la clínica Puerta de Hierro de Madrid a las ocho de la tarde. Todavía no eran las nueve cuando ingresó la primera víctima de un accidente de tráfico, un chaval de diecinueve años que había decidido saltarse un semáforo en rojo para cruzar la plaza de España mientras un todoterreno bajaba por la Gran Vía a unos ochenta kilómetros por hora. El choque había sido lateral, pero bastó para que el motorista se rompiera un brazo, dos costillas y la clavícula. El de las once y media, en cambio, no llevaba casco y nadie pudo hacer nada por él, pero Juan Olmedo ni siquiera lo vio, porqueestaba ocupándose de una anciana recién operada de la cadera que se había caído en el cuarto de baño de su casa. A las dos de la mañana, un turismo se salió de la carretera en una de las cuestas de la Dehesa de la Villa y acabó empotrándose contra un árbol. El conductor, que estaba borracho, se había hecho un lío con los pies y había pisado el acelerador en vez del freno. Tanto él como su novia llegaron a Urgencias como si se hubieran bañado en su propia sangre, pero ninguno de los dos tenía lesiones mortales.
Al doctor Olmedo le tocó ocuparse de ella. A las cuatro y media de la mañana, cuando un camillero se la llevó a su habitación, preguntó si había alguien más esperando, se sentó en la sala y se fumó un cigarrillo, mirando con desconfianza la cama que tenía preparada. Odiaba tanto las guardias de los fines de semana que a veces pensaba hasta en cambiar de especialidad, abandonar aquella desoladora disciplina de cuerpos destrozados para instalarse en terrenos más gratificantes, pero llevaba demasiados años trabajando en un hospital como para fiarse de la apacible apariencia del trabajo de los otros. Además, no solía tener mucho tiempo libre para pensar en las guardias de los sábados, y aquella noche no fue una excepción. A las cinco menos veinte, le avisaron de que acababa de llegar una chica joven que había sido atropellada por un coche en la puerta de una discoteca. Aquello sonaba fatal, pero las heridas resultaron muy superficiales. A las seis, sin pensárselo más, se tumbó en la cama y se quedó dormido en el mismo instante en que apoyó la cabeza en la almohada. Quince minutos más tarde le despertó una enfermera.
—¿Sí? –preguntó, tan perfectamente despierto como si no se hubiera acostado–. ¿Qué hay ahora?
—No, no es eso… Es que acaba de llegar su hermano, preguntando por usted. Por lo visto, algún familiar suyo ha tenido unaccidente, no me ha querido decir más. Está muy alterado. He venido corriendo a buscarle.
—Muchas gracias –Juan se levantó de un salto–. ¿Dónde está?
—Delante del control.
Bajo las luces atenuadas de una pálida madrugada de hospital, Damián caminaba
en círculo alrededor del punto en el que le había dejado la enfermera,
completamente solo en un desangelado pasillo de paredes verdosas, decoradas a
trechos regulares con listas de recomendaciones sobre cómo actuar en caso de
accidente, y gráficos de músculos y huesos reproducidos a todo color que a Juan
siempre le habían parecido más siniestros pintados así que al natural. Tal vez por
eso, al distinguir la figura de su hermano, que se movía sin cesar para no ir a
ninguna parte, atrapado en aquel lugar tristísimo, se dio cuenta de que aún era
capaz de sentir compasión por él, como cuando eran niños. El impacto que le
produjo la inesperada recuperación de aquel sentimiento le impulsó a besarle en
la mejilla en lugar de saludarle con una simple palmada en la espalda, y fue
consciente de que no besaba a Damián desde el día del entierro de su madre,
cinco años antes.
—¿Qué ha pasado? –preguntó luego–. ¿Alfonso?
Estaba seguro de que el protagonista de aquella emergencia era Alfonso. Tiene
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