Array Array - Los aires dificiles
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Sin embargo, a lo largo del mes de septiembre, Sara empezó a mirar de otra manera a los Olmedo, como si sospechara que todos ellos, los vecinos de enfrente y ella misma, estaban tan abocados a convivir como los únicos supervivientes de un naufragio a los que un capricho del mar hubiera reunido sobre la playa de una isla desierta. La urbanización, que sólo unas semanas antes estaba llena de niños, de mujeres embarazadas, de ancianos bronceados, de padres en pantalón corto, se convirtió de repente en una maqueta de sí misma, un gigantesco decorado de casas simuladas, con sus jardines desiertos y todas las contraventanas cerradas, una súbita imagen del abandono que apenas corregían unos pocos cuerpos desorientados, cuya presencia parecía reforzar la inquietante espesura del aire en lugar de disiparla. La repentina irrupción del poniente, que infiltró el otoño en el interior de lo que aún debería haber sido una tranquila tarde de verano, se estrelló en la docena escasa de toldos que permanecían abiertos como un sonoro punto final.
A Juan Olmedo le gustaba su trabajo, y aunque no se resistía al clima de desaliento general que ensombrecía los últimos días de las vacaciones, solía reincorporarse a su rutina cotidiana de bata blanca y huesos rotos sin demasiado
esfuerzo. Aquel año, sin embargo, la fecha del primer día de septiembre temblaba entre sus sienes como la primera pieza de una espiral de fichas de dominó a punto de recibir el impacto de la canica que la derribará sin remedio, para que arrastre en su caída a todas las demás. Empezar en un nuevo hospital no le inquietaba mucho, porque todos los hospitales se parecen. Había calculado de antemano que la noticia de su vieja amistad con el jefe de servicio podría haberse adelantado a su llegada para tejer a su alrededor una red de celosas suspicacias, pero confiaba en quesu capacidad, y su nula ambición por ascender en el escalafón administrativo, disiparan pronto cualquier proyecto de enemistad. También sabía que estaba expuesto al dudoso privilegio de convocar el fenómeno contrario, un ambiente que se haría sofocante de puro solícito desde el momento en que cualquier enfermera hiciera correr la voz de que en Trauma había uno nuevo, soltero y sin pareja conocida, que no parecía homosexual, pero había trabajado durante muchos años en esa situación, y estaba seguro de que nunca rebasaría la trivial categoría de un contratiempo en comparación con todo lo que se le podía venir encima.
Le preocupaba mucho más tener que dejar a Tamara sola en casa durante tanto tiempo, por más que Maribel, aquella mujer que parecía tan eficiente, le hubiera asegurado que pasaría todas las mañanas a verla a primera hora, de camino hacia el número 31, y que tendría preparada la comida para cuando la niña volviera con su propio hijo de la piscina. En apariencia, la soledad de Tamara no iba a durar más de dos semanas, hasta que empezara el curso, pero Juan sabía que sería mucho más larga y aún no alcanzaba a vislumbrar su final. Los golpes que su sobrina había tenido que encajar en muy poco tiempo, la muerte de su madre primero, la de su padre después, habían intensificado su relación con él sólo a costa de convertirla en una dependencia casi enfermiza, un chantaje permanente, más propio de un bebé que de una niña de su edad. Juan comprendía que ella tuviera miedo de perderle, porque él era lo único que le quedaba, pero se sentía incómodo en el papel de rehén de su amor, y no tanto porque recortara la libertad a la que se había acostumbrado después de vivir solo durante tantos años, como porque la angustia que agrandaba los ojos de la niña cada vez que le veía arrancar el coche era apenas un guiño del demonio de la soledad, que laseguía acompañando a todas partes, como cosido a su sombra, para trazar un horizonte mucho más largo que sus dos últimas semanas de vacaciones. Sin embargo, estaba seguro de que el tiempo corría ya a favor de aquella niña cuya felicidad era tan importante para él, mientras seguía resbalando a cambio sobre Alfonso.
Por eso, y porque nunca dejaría de ignorarlo, era su hermano quien más le preocupaba. El primer día de septiembre, cuando entró a las siete de la mañana en su dormitorio y se lo encontró durmiendo boca arriba, destapado, con la chaqueta del pijama hecha un lío alrededor del cuerpo, echó de menos a un dios cualquiera al que rezar por él.
Después se sentó a su lado, le llamó por su nombre, le agitó primero con suavidad, luego con más fuerza, y encajó sin quejarse un par de patadas antes de
lograr que se incorporara. Lo primero que dijo Alfonso, con su voz deshilachada,
gangosa, más empastada aún por el efecto del sueño, fue que no quería ir, pero
cedió a la autoridad de su hermano mayor, que le obligó a levantarse, le arregló
el pijama y le llevó hasta la cocina. Allí, mientras preparaba el desayuno de los
dos, siguió escuchándolo.
—No quiero ir –decía sin cesar, y movía el dedo en el aire para reforzar su
negativa–. No, no, no. Me quedo aquí. Casa casita, casa casita…
Juan untaba mantequilla en el pan tostado y no hablaba, concentrado en taponar
de alguna forma el agujero que se había abierto en el lugar donde antes estaba
su estómago, aturdido por la piedad que se mezclaba con el miedo que se
mezclaba con la rabia que se mezclaba con el cariño que se mezclaba con la
tristeza cada vez que tenía que obligar a su hermano a hacer algo que no le
gustaba.
—Mira, Juanito, cómo se me caen las lágrimas. Por aquí… y por aquí, mira… Es
que no quie–ro ir, no quiero, no quiero, no…
quiero…, y ya está.
—¿Y por qué, Alfonso? –le dijo por fin, después de ponerle delante su taza de
leche con cacao y sentarse frente a él–. ¿Qué es lo que quieres? ¿Estar todo el día
solo en casa, aburrido?
—No me aburro. Veo la tele.
Sé cambiar de canal –y extendió el brazo derecho hacia delante, moviendo el
dedo índice en el aire como si estuviera apretando un teclado–. Chin chin, chin
chin, cambio yo solo, ¿ves? Chin chin…
Y ya está.
—Y quién te va a hacer la comida, ¿eh? A ver…
—Tú –y sonrió, muy satisfecho de haber encontrado la solución–.
Tú me la haces.
—Pero si yo no estoy. Yo me voy ahora a trabajar y no vuelvo hasta por la tarde.
—¡Tú! –chilló, mientras su llanto, manso al principio, crecía y se encrespaba–. ¡Tú
me haces la comida, tú, tú!
—No chilles, que vas a despertar a la niña… Yo no puedo, Alfonso, yo tengo que
ir…
—¡Tú! –chilló por última vez, antes de tirarse al suelo.
Media hora más tarde, Juan había conseguido vestirle y calzarle, aunque no logró
que se lavara los dientes. Ésa no fue la única represalia que su hermano ejerció
sobre él. No quiso acompañarle cuando subió un momento a ver a Tamara, y
aprovechó su ausencia para tirar al fregadero la taza que Juan le había dejado
preparada.
Como estaba hirviendo, para que conservara una temperatura agradable cuando
la niña se levantara de la cama, la leche le quemó la mano y todo volvió a
empezar.
—¿Quieres que me enfade, Alfonso? ¿Me enfado?
Aquella amenaza, tan eficaz como de costumbre, inauguró una etapa distinta.
Juan, que se sentía agotado apenas una hora después de levantarse de la cama,
condujoen silencio hasta El Puerto de Santa María mientras su hermano, sujeto
por el cinturón en el asiento de atrás, combinaba equitativamente las quejas y los
insultos en una salmodia sin principio ni final.
—Eres muy malo. Malísimo –repitió por última vez, cuando aparcaron delante del
centro.
Un día tan temible como aquél no podía haber empezado peor, se dijo Juan
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