Array Array - Los aires dificiles
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Olmedo mientras empujaba la puerta de aquel edificio casi nuevo y muy limpio,
con grandes ventanales y aulas amplias, cuadradas, que le había gustado mucho
cuando lo visitó para gestionar el ingreso de su hermano, a primeros de julio.
Sorprendentemente, a Alfonso también pareció gustarle, porque dejó de llorar
para dedicarse a mirar a su alrededor con interés en cuanto pisó el vestíbulo. En
aquel instante, el día cambió de signo, como cambia la trayectoria de una pelota
que sólo llega a ascender en el aire después de haberse estrellado antes contra el
suelo.
Al identificarse en la secretaría, la señorita que le atendió le pidió que esperara un
momento y se acercó a Alfonso para preguntarle, con el tono firme pero sedante
a la vez que emplean los maestros para negociar con los niños pequeños, si no le
gustaría que le enseñara su clase. Todavía no habían llegado al pasillo cuando
una mujer enfundada en una bata blanca atravesó el vestíbulo para dirigirse a él.
—Buenos días, me llamo Isabel Gutiérrez –la recién llegada aparentaba unos
treinta y cinco años, no iba maquillada, se teñía discretamente el pelo, llevaba
una alianza de oro en la mano derecha, y transmitía una prometedora imagen de
eficacia–. Soy psiquiatra y subdirectora de este centro. Usted debe ser el señor
Olmedo, ¿verdad?
Acompáñeme por favor. Me gustaría hacerle algunas preguntas sobre su
hermano, para que podamos enfocarnuestra actuación de la mejor manera
posible.
Mientras la seguía por un pasillo luminoso, jalonado por enormes aspidistras de
hojas oscuras, Juan tuvo tiempo para meditar sobre el término que aquella mujer
había escogido para definir su propio trabajo, y apreció el matiz que lo distanciaba
de otras palabras que no le habrían sorprendido, como tratamiento o programa.
Aquel detalle le relajó por dentro antes de iniciar una entrevista que el tono y la
actitud de su interlocutora mantuvieron siempre dentro de los tranquilizadores
límites de una conversación.
—Es usted médico, creo…
–comentó después de ofrecerle un asiento al otro lado de su mesa, mientras abría
la carpeta que contenía la historia de Alfonso.
—Sí, pero me dedico a recomponer huesos –contestó él, y ella sonrió–. Soy
traumatólogo.
—Muy bien, le aseguro que ya le llamaremos si algún día se nos rompe algo…
Vamos a ver. El estado de su hermano se debe a una anoxia perinatal, ¿verdad?
—Sí. Venía con una vuelta de cordón y no se dieron cuenta. Lo sacaron con
fórceps. En algún momento el oxígeno dejó de llegar al cerebro, no sabemos
exactamente por qué ni durante cuánto tiempo.
—Qué bestias…
—Pues sí, ésa es la verdad, que fue una burrada. El parto fue rapidísimo, era ya el
quinto. Mi madre dilató en el coche, camino del hospital, y la metieron
directamente en el paritorio. Sin embargo, no quisieron esperar. Optaron por el
fórceps enseguida. Debían tener mucha prisa, aquella mañana.
La doctora Gutiérrez consultaba sus notas, subrayando de vez en cuando algún
dato, sin mirarle a los ojos mientras le preguntaba.
—Fue su último hijo…
—Sí, y todos los demás partos fueron normales, buenos. Cuando nació Alfonso,
ella no se diocuenta de nada. No era una mujer culta, ¿sabe?, no tenía elementos
para comprender lo que le había pasado, y tampoco se atrevió a quejarse. Lo
achacó todo a la voluntad de Dios.
—Ya… Y lo crió como al resto de sus hijos.
—Exactamente igual.
—¿Alfonso siempre ha vivido en un ambiente familiar?
—Siempre –Juan identificó sin esfuerzo el sentido de la sonrisa con la que su
interlocutora quiso premiar aquella respuesta–. Primero vivió con mis padres y
luego, cuando mi padre murió, con mi madre, que se conservó muy bien, muy
fuerte físicamente, hasta que tuvo un derrame cerebral, hace siete años.
Entonces, Alfonso se instaló en casa de mi hermano Damián, que estaba
económicamente mejor que mis dos hermanas y vivía en un chalet muy grande,
con jardín, en el barrio de Estrecho, muy cerca de donde habíamos vivido todos
con mis padres, en una zona en la que todo el mundo conocía a mi hermano y él
se manejaba solo bastante bien.
Damián estaba casado con una chica que había sido vecina nuestra durante
muchos años, y que quería muchísimo a Alfonso. Se llamaba Charo, y él también
la adoraba.
Tenían una casa muy bien organizada, con una muchacha interna y otra que iba
por las tardes para cuidar de su hija, mi sobrina Tamara, que entonces era casi un
bebé, así que la llegada de Alfonso no modificó demasiado su modo de vida. Yo
soy el primogénito, pero vivo solo.
Bueno, ahora no, quiero decir que entonces vivía solo, y por eso…
No sé. Aquella solución parecía la mejor.
—¿Y qué pasó? –preguntó ella, y ante el silencio de su interlocutor, optó por una
aclaración innecesaria–. Se lo pregunto porque el caso es que ahora Alfonso vive
con usted.
—Sí –Juan tomó aire y contestó de un tirón–. Mi cuñada murió en un accidente de
coche, hace unaño y medio. Mi hermano, que iba conduciendo, sufrió lesiones
gravísimas, entre ellas un trauma encefálico que acabaría causándole la muerte
después de siete meses de agonía –ella no levantó la cabeza de la carpeta, ni
manifestó ningún interés por los detalles–. Entonces…, bueno. La situación de mis
hermanas no ha mejorado mucho. Las dos tienen tres hijos, y la pequeña está
divorciada. Yo siempre había estado más cerca de Alfonso. Pasaba parte de mi
tiempo libre con él, iba a buscarle los fines de semana, me lo llevaba a comer
fuera, al cine, a dormir a mi casa algún sábado que otro, hacíamos pequeños
viajes en los meses de buen tiempo… Procuraba ayudar a mi hermano y a mi
cuñada a sobrellevar la situación, darles algún respiro. Alfonso puede llegar a ser
agotador, ya se lo puede imaginar. Por otro lado, yo siempre tuve una relación
muy fuerte con Damián, sólo le sacaba once meses y conocía mucho a su mujer,
habíamos sido de la misma pandilla. Iba a verlos cada dos por tres, comía en su
casa los domingos, me quedaba con Alfonso y con la niña cuando no encontraban
canguro, esa clase de cosas… Mi sobrina solamente veía a mis hermanas en
Navidad, en su cumpleaños y en los de sus primos, así que, cuando se quedó
definitivamente sola, decidí hacerme cargo de ella y de Alfonso.
—Fue usted muy valiente.
—No –y entonces fue Juan quien desvió la mirada hacia el suelo–. Asumí mi
responsabilidad, simplemente.
—¿Y el cambio de aires? Supongo que valoraría usted que podría llegar a ser muy
perjudicial para su hermano.
—Ya, pero mi sobrina me preocupaba más –Juan también había previsto esa
pregunta–. A la niña le afectó muchísimo la muerte de su madre, y cuando al final
su padre murió también, se encerró en sí misma, no quería hablar con nadie,
empezó a ir muy mal en el cole–gio… Entonces pensé que le sentaría bien
cambiar de rutina, dejar de vivir en una casa llena de recuerdos de sus padres.
—Claro, claro, me hago cargo –la psiquiatra se disculpó a toda prisa, como si las
palabras de Juan hubieran puesto su prestigio en entredicho–. Perdóneme. Se me
había olvidado la niña, que ahora tiene… diez años, ¿no es así?
Comprendo bien su decisión. Y ahora vamos a hablar de Alfonso, cuénteme… A él
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