Array Array - Los aires dificiles
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no se le había ocurrido pensar que el orgullo, esa peligrosa extravagancia, no era
más que el único privilegio que su madrina, después de dárselos todos, no había
podido quitarle.
Sebastiana no era tan lista ni tan fuerte como su hija pequeña, pero había vivido
mucho más y sabía algunas cosas con la misma certeza que inspira el sol, al salir
cada mañana por el este. Por ejemplo, que si la palabra «humilde» parece
ambigua es sólo porque la realidad casi nunca lo es, que si los pobres son
mansos, es porque los mansos casi siempre son pobres. Escogió otras palabras,
sin embargo, para desayunar con Sara por la mañana, sin darle la oportunidad de
seguir rumiando la escena de la noche anterior.
—Mira, hija, yo lo que no quiero es que te pienses lo que no es. Yo no le tengo
cariño a tu madrina, al contrario, aunque tampoco creo que sea una mala
persona.
Es… simplemente como ella cree que tiene que ser, como es siempre esa gente,
como fueron sus padres, y sus abuelos, todos ellos. Son los amos, y siendo así,
piensan que son buenos, porque van a misa, y se confiesan, y duermen
tranquilos.
Pero que yo diga esto no significa que la defienda, que esté de su parte, porque
no es verdad. Yo estoy de tu parte, hija mía, eso lo primero, que estoy de tu
parte.
Esto tu padre no lo entiende, porque es muy listo, desde luego, pero también es
muy burro cuando quiere, y cuando sale este tema siempre quiere… Y yo no digo
que no tenga razón, porque tenerla, la tiene, pero con la razón tampoco se va a
ninguna parte, y parece mentira que él no quiera darse cuenta, con todo lo que le
ha tocado pasar. Razón teníamos nosotros, y la razón nos llevó a la ruina. Mala
suerte, dice él, mala suerte, en otros países, en otras épocas, las cosas han sido
de otra manera y eso es lo que importa, bueno, pues será verdad, pero yo sólo
puedo hablar de lo que conozco, de lo que he visto, y daría cualquier cosa por
haber visto sólo la mitad, mira lo que te digo… El caso es que yo sé que la vida es
muy dura y creo que no te conviene pelearte con tu madrina, hija, porque ella
tiene, y nosotros no, y aquí no hay razón que valga, las cosas son como son, no
tienen remedio. Yo pienso mucho en ti, Sari, hace años que pienso en ti, en qué
va a pasar contigo, qué vas a hacer, cómo vas a vivir… No puedes seguir toda la
vida así, metida en casa, aprendiendo a guisar. Ahora te parece bien porque no lo
conoces, pero esta vida es un asco, hija, y tú tienes que hacer otras cosas,
encontrar un buen trabajo, ganar dinero, casarte y vivir bien, y no acabar como
yo, eso no, Sari. Tú vales mucho, has estudiado mucho, para acabar como yo.
No puede ser. Tienes que hacer algo. Y qué más habría querido yo que no haber
tenido nunca que hablarte así, qué más quisiera yo que poder decirte, hala, hija
mía, a vivir, a salir por ahí, a divertirte, que esto son dos días…
A veces, los dos días se hacen muy largos, Sari, demasiado largos, y yo no te
puedo engañar, hija, no puedo. Así que esto es lo que hay, y sólo por eso, por ti,
le bailo yo tanto el agua a tu madrina, ahora ya lo sabes.
Aquella mañana, Sara no aprendió nada nuevo. No hizo la comida, no quitó el
polvo, no limpió el cuarto de baño ni apuntó en su libreta de las ideas ninguna solución brillante para aprovechar mejor el espacio del cuarto de estar o para disimular los achaques de los muebles. Ni siquiera fue capaz de moverse, al principio. Estuvo mucho tiempo, más de dos horas, sentada en la misma silla de formica donde se había tomado un café con leche en el que no llegó a mojar ninguna galleta. No sentía hambre ni sed, ni frío ni calor, ni alegría ni tristeza, nada. Sólo un sabor a café rancio entre los dientes, y el presentimiento de que sus cartas estaban echadas desde que Dios padre sopló sobre Adán, antes incluso de que se le ocurriera robarle una costilla para darle mujer y problemas. Intentó pensar, pero tampoco logró llegar muy lejos. Había entendido bien los argumentos de su madre, sus palabras, sus propósitos. Había entendido también que darle la razón era asumir que estaba equivocada, que se esforzaba en vano, que no tenía sentido resistirse a la naturaleza doble y ninguna que había arrastrado cada domingo de su vida entre las estaciones y los túneles del metro. Sin embargo, en el otro plato de la balanza no había nada, sólo orgullo, una materia sutil, precaria, gaseosa, que reconforta y acompaña, pero no da de comer.
Sara jamás se había aplicado ese verbo a sí misma, alimentarse, dar de comer, expresiones que utilizaba a lo sumo cuando alguna amiga le hablaba de su perro, de su gato, del periquito al que estaba intentando enseñar a hablar. Ahora, la vida, esa vida tan dura de la que su madre hablaba como si fuera un pariente, una vieja conocida, la había convertido en su propia mascota, y tenía que empezar a pensar en sí misma de otra manera.
Y Sara pensaba, pensó mucho tiempo, desde todos los ángulos, todos los rincones, todas las esquinas, pensó durante todas las horas de días enteros. Pensaba en su padre, en la risueña arrogancia de su cuerpo joven y uniformado, en su fuerza, en su fe, en la ilusión traidora de un fusil que parecía cargado de verdad entre sus manos.
Para ella no habría fusiles, no habría mentiras, las cosas son como son, le había dicho su madre, no tienen remedio. Sus hijos, al menos, no lo habían encontrado. Sara pensaba también en ellos, en sus iguales, sus hermanos, sombras conocidas sólo a medias que vagaban por la casa en los recuerdos de sus padres y que llamaban por teléfono los domingos. Todos estaban lejos.
Arcadio trabajando en Alemania, pelado de frío pero contento y ganando dinero, según sus cartas, que anunciaban siempre una visita siempre aplazada. Sebastiana en Avilés, adonde se había ido detrás de su marido, un obrero asturiano de la siderurgia del que se había hecho novia cuando estaba haciendo la mili en Cuatro Vientos. Los dos menores seguían en Madrid, pero la ciudad había crecido tanto que resultaba difícil creerlo. Pablo vivía en San Fernando de Henares, trabajaba en la ITT y estaba casado con una limpiadora de la Mahou. Tenían dos hijos pequeños y llegaban al fin de semana tan agotados que les compensaba más el trabajo de hacer la comida en casa que la perspectiva de una excursión hasta el centro para comer de balde en Concepción jerónima. Socorrito no llevaba ni un año casada y ya estaba embarazada. Vivía en el puente de
Vallecas, en casa de su suegra, una anciana enferma y malhumorada a la que nunca iba a poder quitarse de encima, porque su marido, además de encofrador, era hijo único. Ella venía con más frecuencia, normalmente por la tarde y siempre con muchas prisas, como si tuviera que escaparse de su casa para ir a darle un beso a su madre.
Sara se alegraba de verla, porque apreciaba el recuerdo de la precaria intimidad que las había unido alrededor de la Mariquita Pérez, y aprovechaba la única enseñanza útil que le debía a las monjas dedicándose a tejer por las noches un jersey de perlé blanco para el bebé. Socorro, por su parte, se comportó desde el primer momento como una hermana mayor, cómplice, protectora, y enseguida empezó a tratarla con la confianza suficiente para contarle cosas de su marido, de su casa, de su vida en Vallecas. Así, Sara le cogió mucho cariño pero aprendió al mismo tiempo que no quería ser como ella. Ni como las muchachas de la casa de la calle Velázquez. Y sin embargo, seguía pensando, soñando con fusiles, cualquier remedio que permitiera equilibrar la balanza del orgullo con un futuro aceptable.
Cuando comprendió que no lo iba a encontrar, cayó en la desesperación y allí vivió algunos días, hasta que su padre, una noche, dijo algo que la animó a pensar otra vez, en una dirección que acabaría resultando irreprochablemente correcta.
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