Array Array - Los aires dificiles
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—¿Y este señor?
—Largo Caballero.
—¿Era de los vuestros?
—Claro. Era un dirigente. De los que más mandaban.
—Pues parece muy elegante.
—¿Sí? Los había mucho más elegantes que él, no creas. Pero él era el mío.
—¿Y qué hacía allí?
—Pues… No sé. Habría ido a dar un mitin, o una conferencia.
Ya no me acuerdo, hija, hace mucho tiempo…
—Y este de aquí es don Mario, ¿no?
Justo –y Arcadio sonreía, incluso a su pesar–. Ése es don Mario. Sara se sabía de
memoria los rasgos, los nombres, las historias que escondía cada uno de aquellos
rostros ásperos, tostados, maltratados por la lejía del tiempo y la mala calidad de
los revelados baratos, pero seguía repasando cada imagen, señalándola con el
dedo, interpretando las aristas y las curvas, las presencias y las ausencias, las
sombras y los símbolos, como si pretendiera renegar de cualquier otro alfabeto
conocido.
—Mamá, ven un momento, por favor…
La foto de boda de sus padres, formato alargado, rectangular, los rostros en
escorzo, casi de perfil, los cuerpos cortados a la altura del pecho, ella vestida de
oscuro, con una flor blanca en la solapa, él sin corbata, la camisa limpísima
abrochada hasta el último botón.
—Tú misma te hiciste el traje, ¿no? –Sebastiana asentía con la cabeza–. ¿Y por
qué no ibas de blanco?
—Porque no se estilaba.
—Pero doña Sara sí se casó de blanco.
—Doña Sara era una señora.
Podía hacerse un traje para usarlo una sola vez.
—¿Y tú, papá?
—¿Yo qué?
—Tú también estrenaste traje.
—Sí.
—Pero no te pusiste corbata.
—¿Y para qué quería yo una corbata?
—Largo Caballero la llevaba.
—Largo Caballero era diputado, y yo era fontanero.
—Ya, no es lo mismo.
—Pues no.
—Y luego os fuisteis a tomar un chocolate con churros.
—Sí.
—Y no hubo banquete.
—No.
Los dos contestaban al unísono y Sebastiana se escabullía deprisa, improvisando
cualquier excusa antes de que aparecieran las fotos más complicadas –¿y éstos?,
¿por qué están aquí?, no son de la familia, ¿verdad?, parecen dos santos en una
estampa, ¿los héroes de Jaca?, ¿qué héroes?, ¿una sublevación militar?, ¿en
Jaca?, no tenía ni idea, yo no he estudiado eso, ¿cómo se llamaban?, ¡ah!, por
eso el filo de la foto es una bandera republicana, Galán y ¿qué…?, García
Hernández, Galán y García Hernández, ya, ¿y esto dónde te lo dieron?, ¿lo
repartían por la calle?, ¿y cuándo fue?, ¿y qué graduación tenían?, ¿y qué pasó?,
¿los fusilaron?, Galán y García Hernández se llamaban, ¿no?–, porque ella tenía asignado su propio papel y ya contestaba a suficientes preguntas durante el día. Sara iba con su madre a la compra, la acompañaba siempre que tenía que hacer algún recado, y procuraba tenerla cerca cuando la suplantaba en las tareas más pesadas. A ella le tocaba meditar respuestas distintas, escarbar en conflictos más íntimos, argumentar otra clase de derrotas, pero reaccionaba igual que su marido, hablando, aunque no tuviera ganas, aunque no tuviera fuerzas, aunque a veces pensara incluso que su hija se equivocaba al tensar ciertos hilos de su curiosidad, Sebastiana hablaba con Sara porque era su deber, porque se lo debía, y se lo fue contando todo, cuándo conoció a doña Sara, cómo era su vida en la calle Velázquez, por qué se fijó en Arcadio, cuánto tiempo estuvieron de novios, qué sintió cuando estalló la guerra, cuando supo que iban a perderla, cuando se llevaron a su marido preso, cuando fue a suplicar por él, cuando tuvo que pagar al fin, después de tantos años, el precio de aquellas súplicas. A cambio, llegó a disfrutar mucho de los paseos en los que Sara la embarcaba cada tarde, como si las dos pudieran ir juntas de excursión a su propio pasado. Sebas volvió con su hija a su antiguo barrio, recorrió con ella la calle Espíritu Santo, la plaza de San Ildefonso, la Corredera Alta, y la Baja, recordando en voz alta el nombre de cada tienda, de cada taberna, de cada vecino, de cada compinche de su padre, de cada clienta de su madre, y fue ampliando poco a poco el mapa de su memoria, añadiendo otras geografías, la de las verbenas, la de la república, la de la guerra, la de la cárcel, la de la posguerra, hasta completar el plano de una ciudad que su hija desconocía completamente.
Aquella pasión duró lo que duró el verano. Cuando los días empezaron a encogerse y las hojas echaron a volar, Sara estaba casi segura de que lo había conseguido. La memoria de otra vida se agazapaba a sus pies como un animal doméstico, un perro viejo y cansado sin fuerzas siquiera para responder a los silbidos del amo, y sus pequeñas hazañas cotidianas resistían bien la pérdida del brillo, ese barniz siempre deslumbrante de la novedad.
Pero el verano se acababa, y la realidad recuperaba sus contornos, sus trabajos, su verdadera apariencia, sin reparar en las islas desiertas, pequeñas e inhóspitas, donde los náufragos construyen la ilusión de una miserable cabaña de madera, y una noche de septiembre sonó el teléfono, y su madre fue a cogerlo y, al volver, le anunció que doña Sara había vuelto ya de Cercedilla.
—Quiere que vayas a verla, Sari, mañana… –y su voz descendió hasta convertirse en un murmullo al estrellarse contra el ceño de su hija–. Te invita a comer. —No voy a ir –ella contestó sin emoción, sin vacilar, sin un titubeo, mientras un silencio espeso, peligroso, erizado de palabras que nadie se atrevía a pronunciar, devolvía aquella habitación al clima polar, el viento hostil del mes de junio. —No lo va a entender –Sebastiana volvió a la carga tímidamente, cuando ya parecía que todos habían olvidado la manera de hablar–. Dice que te echa de menos, que tiene muchas ganas de verte, y yo creo que a ti no te costaría trabajo… —Si quiere verme, que venga aquí –Sara cortó los argumentos de su madre con
sílabas secas, afiladas como los cuchillos que ya guardaba en sus cajones de adulta prematura–. Yo no voy a ir. —Pero…
—Deja en paz a la niña, Sebas –Arcadio intervino de repente, cuando madre e hija pensaban ya que su duelo era privado–. Te lo ha dicho dos veces. ¿Qué quieres, que te lo diga tres? —Pero es que yo creo, no sé…
–su mujer prosiguió como si no le hubiera oído–. Al fin y al cabo, ha sido como tu madre durante todos estos años. Ha hecho mucho por ti… —¿Por mí? –Sara chilló, como si la última frase hubiera acertado a destrozarle el tímpano, y repitió la pregunta, más dolida que incrédula ante la actitud de su propia madre–. ¿Por mí?
—¡Y yo qué sé! –Sebastiana se restregó la cara con el delantal y cuando la destapó le temblaban los ojos, y las manos–. Yo soy muy ignorante, hija, pero si una cosa he aprendido… Mi madre me lo enseñó a mí, y yo se lo he dicho a tu padre muchas veces, aunque él nunca me haya hecho caso. El orgullo no es para nosotros, Sari, el orgullo no te va a dar de comer.
—¡Pero es que yo no tengo otra cosa, mamá! –Sara se levantó, levantó la cabeza, y levantó la voz por encima de la de Arcadio, que le exigía a su mujer a gritos que se callara de una maldita vez–. No tengo otra cosa –repitió, en un tono más bajo, pero no más sereno, antes de salir corriendo, y encerrarse en su cuarto, y tirarse en la cama, y romper a llorar como se había prohibido tajantemente a sí misma volver a llorar nunca más.
Sara Gómez Morales tenía dieciséis años y una experiencia limitada del mundo. Por eso, aquella noche, mientras daba vueltas en la cama sin encontrar reposo para su furia, no halló tampoco ninguna fórmula que la ayudara a entender correctamente las cosas. Pasarían muchos años antes de que descubriera el sarcasmo implícito en aquella paradoja de raíces retorcidas y secas, tan antiguas, tan firmes como las de una encina plantada sin querer por un niño que hubiera estado jugueteando con una bellota sobre un suelo recién regado. jugando con una niña y sin darse cuenta, sin detenerse nunca a calcular las consecuencias, doña Sara había inoculado en el espíritu de su ahijada el único virus que un día le consentiría hacerse fuerte contra ella, despreciar su cariño, sus regalos, el amor parcial y condicionado que no le podía bastar a quien lo había tenido todo, siempre. Cuando salió de la casa de la calle Velázquez, Sarita era una réplica a escala de la mujer que la había criado, que le había enseñado a comer gambas con cubiertos de pescado y a horrorizarse ante el concepto de la elegancia que poseen las esposas de los funcionarios, que le había prohibido bañarse en piscinas públicas y salir a la calle en zapatillas, que la había animado a escoger bien a sus amistades y a tratar al servicio con amabilidad y condescendencia, que se sentaba a hablar con ella un ratito en francés, todas las tardes. Así había metido al enemigo en casa. Pero esa conclusión, que cambiaría la vida de una adulta descreída, estaba muy por encima de las posibilidades de una adolescente herida de desconcierto que no aspiraba a otra cosa que a estar en paz, y a quien todavía
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