Array Array - Los aires dificiles
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Aparte de todo, lo cierto es que Alfonso se portó muy bien. Dócil y tranquilo, no se alejó en ningún momento del grupo y obedeció con naturalidad a su sobrina, que tampoco le perdió de vista en ningún momento, como si, a pesar de los esfuerzos diplomáticos de su vecina, chófer, tutora y mecenas, hubiera sido capaz de advertir lo que se estaban jugando todos aquella mañana. Sin embargo, cuando Sara se apresuró a ocupar la única mesa que quedaba libre en la hamburguesería y él se sentó inmediatamente a su lado, con
la inocente pasividad de quien está acostumbrado a que siempre se lo den todo hecho, Tamara se ofreció a ir con Andrés en busca de la comida, y lo dejó solo por una vez. En su ausencia, tan breve que en los relojes no superó el espacio de un cuarto de hora, se desencadenó el único contratiempo del día, y Alfonso Olmedo perdió el control.
Sara se puso muy nerviosa, pero más tarde hallaría motivos para no arrepentirse de haber estado presente, porque sólo entonces empezó a pensar en él como en un ser completo, una persona independiente de su hermano, de su sobrina, unos ojos y una voz que también tenían su propia historia que contar. La escena fue tan corriente, tan vulgar, que a duras penas llegó a merecer ese nombre. Cuando Alfonso corrió bruscamente la silla, e intentó esconderse detrás de ella, Sara ni siquiera fue capaz de descubrir qué había ocurrido, qué se había movido, qué elemento nuevo o extraño se había incorporado al monótono paisaje de mesas de plástico y carteles de colores que estaba contemplando, qué ingrediente tranquilizador o familiar se había esfumado de repente, sin hacer ruido. Y por más que se esforzó en encontrarlo, no habría logrado identificar ningún cambio si Alfonso, mientras le retorcía el brazo hasta el borde del dolor, no le hubiera susurrado al oído aquella extraña palabra, un nombre propio que sonaba a chiste y sonaba a antiguo, a figurante sin frase en cualquier rancia comedia castiza.
—Nicanor –decía, alargando la última sílaba de una manera que habría resultado cómica si no fuera por el miedo que le impulsaba a estirar entre los dientes la última erre como si fuera un chicle–, Nicanor, Nicanor…
—¿Quién? –Sara no se atrevía a levantar la voz, y preguntaba en un murmullo nervioso, mirando en todas las direcciones sin identificar a nadie ni entender nada, excepto que Alfonso lo estaba pasando mal–. ¿Qué? ¿Qué dices? —Nicanor –repetía él, creyendo contestar con aquel nombre a cada una de las preguntas de Sara, su rabia creciendo al comprobar que no lo lograba–, Nicanor, Nicanor…
–hasta que por fin supo ser más explícito–. Ese uniforme, ¿no lo ves? Es Nicanor. Entonces ella miró hacia delante y empezó a comprender. Una pareja de policías nacionales, uno joven, rubio y corpulento, el otro mayor, casi calvo y más gordo, esperaban turno en la cola desde hacía un rato. En el local no había ningún otro individuo uniformado aparte de los camareros, así que Alfonso tenía que referirse forzosamente a ellos. Sara se giró en la silla para mirarle, se asombró de cuánto había cambiado su aspecto, y acercó una mano a su cara en un acto de compasión instintiva al contemplar su palidez, el color enfermizo que se había apoderado de su rostro, las gotas de sudor que se precipitaban en el vacío desde el desnudo promontorio de su frente.
—El policía –murmuró sin levantar nunca la voz, sin dejar tampoco de acariciar las mejillas de Alfonso con sus dedos–. Uno de los policías, ¿no? Lo conoces, y se llama Nicanor, ¿es eso? –él asintió con la cabeza, sin mirarla, la mirada siempre clavada en los hombres vestidos de azul–. ¿Quién es, el rubio? –Alfonso negó con la cabeza y Sara se corrigió sobre la marcha–. No, es el otro. El más alto es
Nicanor…
—Sí, no me gusta… A Juanito tampoco. A Juanito no le gusta. Es malo, Nicanor,
es malo, me hace pruebas, me pega, me hace pruebas, yo odio las pruebas, las
odio…
—¿Te pega?
—Pim, pim… –Alfonso empezó a abanicar el aire con una mano, moviéndola a un
lado y al otro, mientras insistía en su personal onomatopeya de las bofetadas–.
Pim, pim, así hace, pim pim…
—¿Qué ha pasado? –Tamara llegó corriendo con una bandeja entre las manos, y
la dejó caer de cualquier manera encima de la mesa para abrazarse enseguida a
su tío–.
¿Qué ha pasado, Alfonso? –entonces se volvió hacia Sara, tan alarmada como ni
ella, ni Andrés, la habían visto nunca antes de aquel día–. ¿Qué le ha pasado?
—Pues… No lo sé muy bien, la verdad… Ha sido cuando han entrado esos policías
de ahí. Se ha puesto muy nervioso, como si se hubiera llevado un susto muy
grande, y ha empezado a decir que uno de ellos se llama Nicanor, y que lo
conoce. Yo no sé si será que lo ha visto en su colegio, o si se parecerá a un
guarda que tengan…
—No, no –Tamara la interrumpió sin pararse a dar explicaciones, negando
vigorosamente con la cabeza mientras volvía a concentrarse en su tío–, no es eso.
Mira, Alfonso, escúchame. Ése no es Nicanor, ¿lo entiendes? Nicanor no está aquí,
Nicanor vive en Madrid, y ahora no estamos en Madrid, ahora vivimos aquí y
estamos muy lejos, lejísimos, ¿no te acuerdas? –pero él, abrazado con fuerza a su
sobrina, no parecía dispuesto a reaccionar–. ¿Qué te apuestas a que no es?
Míralo, míralo, ahora viene hacia aquí. ¿Qué, a que no es Nicanor?
Alfonso levantó por fin la cabeza, clavó los ojos en los policías que buscaban una
mesa libre y se puso colorado.
—No, no es.
Tamara le besó tres veces, una en la frente y otra en cada mejilla, se sentó a su
lado, le cogió de una mano y, con la otra, se comió dos hamburguesas seguidas
como si no hubiera pasado nada. Alfonso tardó un poco más en rehacerse, pero
lo consiguió, y Sara decidió seguir el ejemplo de Andrés, que había contemplado
toda la escena con los ojos muy abiertos pero sin atreverse a intervenir en ningún
momento, y tampoco hizo preguntas.
Después del helado, cuando decidieron volver a la piscina de bolas antes de
marcharse, Tamara dejó que Alfonso se adelantara con Andrés y cogió a Sara de
la mano para andar a su lado.
—Nicanor no es nadie del colegio de El Puerto, ¿sabes? –le dijo–. Es un amigo de
mi padre, que es policía. Ya no lo vemos nunca, pero a Alfonso le daba mucho
miedo, porque siempre lleva pistola, y porra, y eso, y es muy antipático, y claro,
pues se ha confundido…
—Claro –respondió Sara, al leer en la mirada de Tamara, los ojos levemente
dilatados por una ansiedad mal disimulada, la apuesta de esas mentiras que no se
dicen porque sí, sino porque son lo mejor para todos, y no volvió a mencionar el
tema aquella tarde ni ninguna de las tardes que siguieron, pero tampoco dejó de observar a Alfonso Olmedo.
Cuando las vacaciones terminaron, él regresó a su colegio, y Tamara y Andrés al suyo, y Sara los echó de menos aún más que en septiembre, pero sin embargo no se sintió tan sola como entonces.
Y no fue sólo porque a los niños, ahora casi siempre tres, se les ocurriera prolongar indefinidamente, semana tras semana, la tímida invitación a merendar que Sara se arriesgó a proponer para el primer domingo de enero, y tampoco porque aquella tarde aparecieran cada uno con un regalo, un jarrón, un búcaro y un cenicero de porcelana pintados a mano, que repararon la amnesia que los Reyes Magos habían padecido durante décadas en lo que se refería a ella. Aquella Navidad terminó con algo más que la certeza de que se habían acabado los domingos sin palabras. Desde entonces, cada vez que se cansaba de hacer números para el piso de Maribel, Sara podía entretenerse imaginando todas las historias entre las que podría encontrarse la verdadera historia de Juan Olmedo, y ya no se sentía culpable por ello, ni tenía motivos para echarle las culpas a su aburrimiento. Las palabras y los silencios de la casa de enfrente la unían con un hilo invisible a sus vecinos, la mantenían despierta, y le hacían compañía.
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