Array Array - Los aires dificiles

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El doctor Olmedo estrenó el año con un golpe de suerte. Aunque no era un jugador habitual, solía aceptar la lotería que le ofrecían en el hospital, donde nunca faltaba alguna enfermera mayor y asombrosamente eficaz que se encargaba de comprar los billetes, cobrar los décimos y llevar la cuenta de las participaciones. Ella, un personaje indeterminado, como una categoría encarnada sucesivamente por tres o cuatro mujeres distintas, había sido también la encargada de comunicarle un par de veces que había tocado el reintegro, y que creía que lo mejor era reinvertir los beneficios en el siguiente sorteo. Él siempre había estado de acuerdo y siempre había tardado una semana en perder lo que había ganado antes. Nada presagiaba que en Jerez las cosas fueran a funcionar de otra manera y, de entrada, a ninguno de sus conocidos le tocó ni una peseta en Navidad. El sorteo del Niño, en cambio, dejó caer buena parte del segundo premio en uno de los números que se jugaban en Rehabilitación. El dinero se repartió entre casi todos los enfermos, la mayor parte del personal fijo y algunos médicos, celadores y enfermeras de otros servicios relacionados con aquél, entre ellos tres traumatólogos. Juan Olmedo fue uno de ellos. Le tocaron dos millones de pesetas.

Al enterarse se puso muy contento. Lo estaba todavía cuando se le ocurrió pensar que la cantidad del premio resultaba un tanto incómoda, pero naturalmente eso no lo dijo. Se mostró tan satisfecho como era de esperar, pagó la comida en la primera ocasión en la que pudo reunirse con Miguel Barroso y otros compañeros de trabajo a los que estaba empezando a considerar sus amigos, y compró dos grandes bandejas, una de pasteles, otra de canapés y de hojaldres salados, para invitar a los demás. Este último rito, una precaución imprescindible para

neutralizar la posible desgracia que pudiera cabalgar enganchada a la cola de la suerte, fue una especie de homenaje a su madre, que sin haber sido nunca rica, siempre llevaba dinero suelto en el monedero para dárselo a la gente que se encontrara pidiendo en la calle por una pura superstición, y que, desde los comienzos de la fulgurante carrera empresarial de Damián, le había repetido muchas veces a su hijo que si no compartía algo de lo que ganaba, se acabaría arruinando antes o después. Esta profecía se había cumplido en términos muy distintos de los que calculaba su madre, y al morir Damián era más rico que nunca, una condición que había sido casi constante en su vida desde que descubrió que su verdadera vocación era ganar dinero.

Juan, sin embargo, no sabía muy bien qué hacer con esos dos millones de pesetas. Si le hubiera tocado la décima parte se lo habría gastado en cualquier capricho, si el premio hubiera sido diez veces mayor no le habría quedado más remedio que sentarse a calcular la manera más ventajosa de invertirlo, pero dos millones, demasiado dinero para convertirlo en cigalas con alegría, representaban una cifra ridícula a la hora de valorar sus rendimientos financieros, sobre todo cuando la única beneficiaria a largo plazo de este modesto capital, y de los intereses que pudiera llegar a producir, sería algún día una mujer muy rica. Los padres de Tamara habían muerto sin testar, pero las circunstancias habían convertido a Juan en el tutor de su sobrina y en esa condición, convenientemente refrendada por un juez, se había reunido antes de marcharse de Madrid con el abogado y el asesor fiscal de Damián para planificar el futuro de su herencia. Después de estudiar con detenimiento la situación de los negocios de su hermano, decidió no vender la participación de Tamara en ninguno de ellos. No sabía si los otros socios eran o no de fiar, pero se fiaba de Antonio, un antiguo amigo del barrio a quien Damián, que ya trabajaba sólo por teléfono, desde un despacho, había ido convirtiendo poco a poco en una especie de representante universal de sí mismo gracias a la recomendación inicial del propio Juan, quien muchos años antes, cuando ninguno de los tres había cumplido todavía los treinta años, le había pedido a su hermano que le diera trabajo después de ayudarle a desintoxicarse de la heroína. Antonio, que no había perdido la memoria en la radical transformación que había hecho de él una persona de orden, le advirtió que sería una estupidez abandonar una cadena de panaderías, otra de cafeterías y tiendas de té y café, que llevaban años marchando solas y arrojaban beneficios tan seguros como los de las máquinas tragaperras, y además le dio su palabra de que velaría por los intereses de Tamara como si fueran suyos. Juan, que ya conocía el valor de aquella palabra, la aceptó antes incluso de que los asesores legales de Damián respaldaran esa opinión, y sólo se desprendió de algunas propiedades concretas, los coches y dos parcelas sin edificar, situadas en una urbanización de El Escorial.

Conservó sin embargo las dos casas en las que Tamara había vivido con sus padres y en las que le parecía lógico pensar que ella pudiera llegar a vivir con sus hijos algún día. La casa de Estepona, una construcción de una sola planta, con un jardín pequeño y su propia, diminuta piscina, era poco más que un bungalow,

pero valía mucho dinero porque formaba parte de una urbanización singular, una especie de club privado para millonarios con multitud de servicios que permitían veranear en una casa propia con todas las ventajas de un hotel. La empresa que se ocupaba de su administración funcionaba además como una agencia inmobiliaria, alquilando por semanas, meses o años enteros las casas cuyos propietarios no ocupaban. Juan les entregó las llaves de la de su hermano y, al poco tiempo, comprobó en los extractos del banco que se había convertido en una fuente de ingresos más.

La casa de Madrid, en cambio, permanecía cerrada. Antonio se encargaba de seguir pagando al jardinero y de contratar cada seis meses a una empresa de limpiezas para mantener en buen estado el chalet de la Colonia Bellas Vistas, una de esas casas en las que Juan, como todos los demás adolescentes del barrio de Estrecho, se había jurado a sí mismo durante años, siempre en vano, que llegaría a vivir alguna vez. El conjunto de casas que se alineaban a ambos lados de una única calle ajardinada, separada del resto del mundo por una ligera verja que representaba mucho más que una frontera, había sido concebido como un tranquilo lugar de veraneo cuando Madrid no llegaba más allá de Cuatro Caminos. Pero la ilimitada codicia de las grúas, que perdieron cualquier rastro de pudor hacia la mitad del siglo XX para convertir aquel barrio relativamente periférico en una zona tan céntrica como todas por las que pasaba el metro, cambió para siempre la modesta suerte de aquel recinto. Desde entonces, la colonia, con sus jardines frondosos, de antiguas acacias y plátanos, y las pérgolas emparradas que absorbían el frescor de los suelos de tierra regados cada atardecer, era toda una isla, un oasis inmune a la estrepitosa floración de bloques de pisos que la rodeaban por todos los lados para, más que ahogarla, rendirle un homenaje eterno de rencorosa cortesía.

Más allá de la verja pintada de negro, no todos los chalets eran iguales. Algunos habían sido derribados muchos años atrás para parcelar el jardín en dos o tres terrenos contiguos donde ahora se levantaban casitas que tenían poco que ver con las ambiciosas proporciones de los edificios que conservaban su estructura original. Damián, que siempre había sido muy consciente de que, en aquel barrio, los triunfadores no cogían jamás el ascensor para entrar o salir de su casa, había comprado primero una de las viviendas más pequeñas, y había esperado pacientemente desde allí, durante casi diez años, la ocasión de mudarse a una magnífica construcción de tres pisos que conservaba en buen estado no sólo las fachadas de chalet suizo que se le antojaron al banquero asturiano que ordenó levantarla hacia 1920, sino también muchos otros elementos decorativos, singulares, de la misma época, entre ellos la fabulosa escalera de madera de caoba, larga, lisa y sin rellanos, que acabaría costándole la vida. Después de aquella aparatosa caída, Juan Olmedo ocupó una de las habitaciones de invitados de la casa mientras tomaba una decisión acerca del futuro de su hermano y de su sobrina, dos factores que desde el primer momento aceptó como determinantes de su propio futuro. En los meses que transcurrieron desde el décimo cumpleaños de Tamara hasta el

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