Array Array - Los aires dificiles

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En el recuerdo, Juan se acercaba a él, andando despacio, y se paraba a su lado. Entonces, su hermano levantaba la cabeza para mirarle, y le reconocía con una sonrisa completa, riendo las cejas, riendo los ojos, riendo los labios cortados, los dientes blanquísimos, y a través de los años, de las distancias, de las leyes oblicuas y perversas del cariño, del rencor, Juan seguía regocijándose al recibir esa sonrisa que estaba muerta pero brillaba, muerta pero gritaba, muerta, pero capaz de latir por siempre con la precisión de las mareas mientras él viviera para alimentarla con la desconsolada máquina de su memoria y su culpa. Él no quería verle, no quería recordarle así, tal y como era cuando le amaba más que a nadie, cuando sentía que no era nada más que la mejor parte de sí mismo, pero no lograba cerrar los ojos a tiempo mientras Dami se levantaba de la acera para enseñarle el artefacto que acababa de inventar. El mundo habría sido un lugar mejor sin él, pensaba al escuchar el remoto, candoroso eco de su propia voz lejana e infantil, celebrando el ingenio de su hermano con palabras fervientes, entregadas. El mundo tenía que ser un lugar mejor sin él, se repetía mientras le veía limpiarse las manos en los pantalones, y echar a andar a su lado, y su propio brazo, más corto y más redondo, moreno y sin vello, rodeaba el cuello de su hermano para equipararse con el brazo que reposaba ya sobre su hombro. El mundo iba a ser un lugar mejor sin él, mientras los dos niños Olmedo, el listo y el

tonto, el bueno y el malo, volvían a casa abrazados para separarse solamente al pie de la escalera, y Dami llegaba siempre el primero a la puerta de casa. El mundo no era un lugar mejor sin él.

Cuando se volvía para mirarle, y le sonreía otra vez, y le esperaba antes de tocar el timbre, Juan intentaba desesperadamente manipular esa imagen, superponer otro ceño fruncido sobre la limpieza tersa de la frente, otros ojos turbios sobre la blancura que circundaba aquella mirada de color avellana, otra boca fina y asqueada sobre la frescura de los labios entreabiertos, piezas sueltas pero complementarias que deberían ir encajando a la perfección en cada rasgo del rostro de su hermano, porque le pertenecían con más intensidad, con más razón, que la cándida viveza de esa sonrisa de niño que tanto le atormentaba y que sin embargo nunca conseguía borrar del todo. Recordaba muy bien el rostro que Damián había fabricado para sí mismo con el paso de los años, esa cara que había acabado mereciéndose, la grosera robustez de su papada, las venas que se le hinchaban en el cuello cada vez que elevaba la voz, sus perpetuas ojeras de trasnochador sistemático, el abotargamiento insensible de sus mejillas en mañanas de resaca, la rítmica frecuencia con la que inhalaba aire por la nariz cuando estaba nervioso, y el precoz relajamiento de sus labios, el inferior siempre descolgado, tan doblado sobre sí mismo como el de un anciano, hasta cuando parecía contento.

Recordaba muy bien esos detalles, y los convocaba sin esfuerzo a su memoria, pero nunca lograba desterrar del todo al niño que seguía sentado en un bordillo, y que seguía mirándole por detrás de los ojos del hombre en quien se había convertido.

En el instante en que Damián resbaló, mientras caía rodando por la escalera, Juan componía una frase que nunca llegaría a pronunciar en voz alta, pero que se apoderó de su pensamiento durante unos segundos que serían cruciales para el resto de su vida. No era, sin embargo, una respuesta a la pregunta que él le había dirigido un instante antes de que su pie calculara mal, para encontrar sólo aire donde esperaba hallar el borde del penúltimo escalón. ¿Te crees que me importa?, le había gritado Damián, las venas tensas, rígidas contra su cuello, la cara enrojecida, los labios cargados de desprecio, si siempre lo he sabido, siempre he…

Juan Olmedo nunca contestó a esa última pregunta, ni fue capaz de reconstruir jamás la inacabada frase que pretendía reemplazar a su respuesta. Ni la una ni la otra llegaron a inquietarle entonces, absorto como estaba en una sola y obsesiva reflexión. El mundo sería un lugar mucho mejor si su hermano Damián nunca hubiera llegado a vivir en él. Eso pensaba Juan, eso sentía en el instante en que murió su hermano. Y cuando por fin todo parecía haber terminado, porque a su alrededor todo parecía empezar de nuevo, a veces repetía una variante casi idéntica de aquella frase, el mundo tendría que ser un lugar mucho mejor sin ti, y no movía los labios pero tampoco hablaba consigo mismo, sino con la imagen de un niño de ocho, de diez, de doce años, vestido con pantalón corto y una camiseta de rayas, que estaba sentado en el bordillo de una acera, un niño

despierto y habilidoso que era su hermano y se limitaba a sonreírle, a mover la mano abierta en el aire para saludarle sin decir nada, mientras un sol anaranjado y mortecino, tan frágil como el que ilumina los buenos sueños, imprimía reflejos rubios, angélicos, en su pelo castaño, ondulado y seco.

El doctor Olmedo conocía los fundamentos teóricos de aquel fenómeno, las razones de su memoria anclada en lo mejor, sólo en lo bueno, los perversos mecanismos de una nostalgia obstinada en hacerle olvidar lo que sabía para hacer aflorar a la superficie lo que apenas recordaba, imágenes aisladas de la mejor época de su infancia, cuando todo estaba en orden y Dami era un chollo de hermano, y la mitad exacta de sí mismo. Él no podía comportarse como si se sintiera culpable, no podía permitírselo sin desamparar a la vez a su hermano, a su sobrina, aquella niña cuya felicidad era tan importante para él, pero sabía que su culpa estaba allí, acechándole, y que la única actitud inteligente a su alcance consistía en aprender a vivir con ella. Sin embargo, al principio pensaba que todo esto acabaría pasando, que los camiones de la mudanza culminarían la tarea del tiempo y la distancia llevándose también, en la barriga hueca del regreso, la tramposa parcialidad de su memoria para dejarlo a solas con los hechos de su vida, tal y como fueron en realidad. No había sido así. En la calma casi absoluta de aquel invierno seco y templado, Dami seguía con él, ganando eternamente la carrera, y Juan presintió que llegaría a acostumbrarse a su vigilia muda y sonriente, como había acabado acostumbrándose a tantas otras cosas en su vida. Charo terminó de pintarse los labios, estudió su aspecto en el espejito plegable que sostenía con la mano izquierda, se dio por satisfecha con el resultado y se giró en la silla para mirarle de frente.

—Bueno, ¿qué? –Juan, que nunca la había visto con sus pinturas de guerra, no atinó a preguntarle siquiera a qué se refería, y ella fue más explícita–. ¿Me vas a llevar al cine o no?

Los labios de su cuñada, perfectamente delineados con un lápiz muy oscuro y esmaltados en un color más peligroso que el rojo, más intenso que el granate, brillante y sin embargo casi marrón, atraparon sus ojos como los pétalos secretos de una flor carnívora.

—Pues… no sé –balbuceó–. Si te apetece…

—Mucho –contestó ella, dirigiéndole una sonrisa que le confundió, porque la habría interpretado sin grandes dificultades en el rostro de cualquier otra mujer, y repitió esa afirmación silabeando un poco más cuidadosamente de lo que era necesario–. Me apetece mucho.

—Sí, anda, Juanito, iros al cine –su madre, que recogía el mantel a toda prisa con uno de sus vestidos de los domingos, le animó con un gesto de la cabeza–. Así me dejas de paso en casa de tu tía Carmen, que me ha invitado a ir a tomar café con Alfonso.

Juan siguió con los ojos a su madre, tratando de aparentar una serenidad que no sentía, y luego miró a Charo con la suspicacia de un adulto que trata de sorprender a un niño pequeño cuando se da cuenta de que lleva demasiado tiempo sin hacer ruido. Ella acababa de meter el tabaco en el bolso y sacaba las

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