Array Array - Los aires dificiles
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Él quería a aquel hombre, le quería mucho, se sentía aplastado, devorado, aniquilado por la pena, y sin embargo calculaba, mirando los campos a través de la ventanilla calculaba, abrazando a su madre como si quisiera encerrarla en sí mismo calculaba, llorando y cansándose de llorar, abriéndose al vacío que perforó su cuerpo cuando se quedó sin lágrimas, y aunque no quisiera, aunque se negara, aunque hubiera querido arrancarse la cabeza con las manos, calculaba, dividido entre la tentación de volver y la certeza de que lo que le convenía era no hacerlo, calculaba, sin llegar a ninguna solución. En el principio y en el fin estaba Charo, por encima de los temores de su madre cuando le confesó que no se sentía capaz de manejar a Alfonso ella sola, más allá de la súbita recuperación de aquel viejo sentido de la responsabilidad al que había ido renunciando a medida que sus hermanos aprendían a desayunar y a irse solos al colegio, por debajo del modélico discurso del hijo ejemplar que se ofrecía a pedir un traslado, encontrar una casa cerca de Estrecho y ponerse un busca para estar siempre localizable, en todas partes estaba Charo, tenerla cerca o tenerla lejos, Charo, que había vuelto a mirarle en las largas noches que sucedieron a la muerte de su padre, Charo, que le miraba ahora, parada en una acera de la Gran Vía, con unos ojos turbios y borrosos que no eran los ojos de una mujer feliz.
—Bésame –repitió, y le agarró con las dos manos de las solapas de la chaqueta, sin atraerlo todavía hacia ella, sin hacer fuerza, y Juan la miró, y se asustó de lo que veía, la princesa altiva, la más bella, la más fuerte, pisando en el vacío, a punto de romperse en pedazos en medio de la calle.
Nunca se había parado a pensar si ella era o no feliz, nunca creyó que fuera asunto suyo. Sin embargo, mientras los labios de Charo empezaban a temblar, se
dio cuenta de que su felicidad sí le importaba, y de que no podría verla llorar, por su culpa no, nunca. Ella le miraba como si estuviera colgada de un puente por una cuerda vieja, apolillada, y él casi podía oír el ruido de los cabos al romperse, uno por uno, entonces un coche tocó la bocina, y una imagen inesperada se coló sin permiso ante sus ojos.
Elena era pediatra, tenía el pelo rojo y el mejor culo del hospital. Juan no se había acordado de ella en ningún momento de aquella tarde, pero ahora la estaba viendo, a Elena, que hablaba alemán, y tocaba el violoncelo, y practicaba desnuda los domingos por la mañana al borde de su cama, y quería casarse con él, y vivir en el campo, y tener dos hijos, uno pelirrojo y el otro moreno, como su padre. Cuando la escuchó, llegó a sentir un instante de nostalgia por esa vida improbable, el plácido futuro que ya nunca sería, porque la voz de su novia, una mujer feliz, razonable, la eficacia en persona, se abrió paso desde algún recóndito lugar de su conciencia para proponerle una lectura alternativa de la situación, en un intento desesperado por salvarle, por condenarle eternamente a su salvación. Es la mujer de tu hermano, ¿no?, ella te dejó y luego se lió con él, y ahora están casados, ¿no es eso?, vale, la señora tenía un caprichito, y esta tarde te ha liado para llevarte al cine y te ha hecho una mamada, estupendo, pues eso que sales ganando, ¿y qué va a pasar ahora?, pues nada, yo te lo perdonaré cuando me lo cuentes, ya lo sabes, son cosas que pasan, locuras, tonterías, arrebatos sin importancia, total, esto no te va a cambiar la vida, ¿o qué te has creído?, ¿qué te estás creyendo, Juan? Por el amor de Dios, si tienes casi treinta años…
Charo apretó un momento sus solapas entre los puños y las soltó de golpe, para dejar caer luego sus brazos, las manos apretadas, y cerrar los ojos. Entonces, fue Juan quien dio un paso hacia delante, la abrazó casi con miedo, y la besó. Sabía que estaba jugándose la vida en aquel gesto, y se la jugó a una carta que no era la mejor, que quizás ni siquiera era buena, pero que era la única que había llevado siempre en los bolsillos.
Volvieron al aparcamiento abrazados y ninguno de los dos dijo nada. Mientras esperaba la vuelta y el tíquet de salida, Juan se encontró con el reflejo de su propio rostro en un espejo y registró en él la misma palidez metálica que veía en la cara de su cuñada, las mismas sombras rojizas alrededor de los ojos. Estaba muy cansado.
Condujo despacio, lamentando la fluidez del tráfico de los domingos y aprovechando los semáforos para mirar a Charo, que devolvía el color de la normalidad a sus mejillas con una brocha, a la luz de las farolas. —¿Te dejo aquí? –le preguntó, estrenando su flamante prudencia de adúltero cuando llegaron a la verja de la colonia.
—No –contestó ella, sonriendo–. Puedes entrar hasta el fondo. Tu hermano no es nada celoso, ¿sabes? Está demasiado convencido de que es el hombre–chollo, el marido ideal, el mejor, como para pensar que yo pueda mirar a cualquier otro. Si alguien le contara que le pongo los cuernos, lo primero que pensaría es que soy una imbécil. Luego se cabrearía, claro, pero de momento no le entraría en la
cabeza, en serio… Tampoco debe saber que tiene la polla más pequeña que tú. El
día que se entere, se corta las venas.
En ese momento, el motor del coche se paró sin que Juan llegara a tener
conciencia de haber levantado los pies de los pedales.
—Se te ha calado –resumió Charo, y se echó a reír.
—Y se me calará más veces, si me sigues metiendo esos rollos.
—No son rollos, Juan, es la verdad. Ya te he dicho antes que no soy muy lista,
¿no? Me paso la vida equivocándome y siempre me doy cuenta demasiado tarde.
Cuando te conocí, me parecías demasiado bueno, demasiado estudioso, y serio, y
considerado, ¿te acuerdas?, y sin embargo me agobiaba mucho aquella manía
tuya de estar siempre encima de mí, siempre besándome, y abrazándome, y
sobándome… –sonrió, y giró la cabeza para mirar hacia delante, y fundir sus ojos
con la penumbra de la calle–. Entonces yo creía que me iban los tipos duros.
creí que tu hermano era un tipo duro, pero en eso también me equivoqué. Damián no es ni duro ni blando, es otra cosa. A él, simplemente, no le interesa nada, no le interesa nadie. Por eso le va tan bien en la vida, porque todo le da igual. Y a veces… Ahora, cuando te veo con Elena, en casa de tu madre, tan serio como antes, tan preocupado por todos, y por tantas cosas, tan buen hijo, tan buen hermano, pues… Ya no creo que seas demasiado bueno, ¿sabes?
sin embargo, pienso en cómo serás con ella, ¿no?, cuando estéis solos, cuando nadie os vea, y me imagino que…, bueno, pues que la tratarás como me tratabas a mí antes, ¿no?, aunque nadie se lo imagine, y… Bueno, pues… Puedes mandarme a la mierda, pero la verdad es que me da mucha envidia.
Ahora me encantaría tener un marido que estuviera todo el tiempo besándome, y
abrazándome, y sobándome, y eso ahora, justo ahora, cuando ya lo he hecho
todo mal.
Así que lo de tu polla es lo de menos. No te voy a mentir precisamente en eso,
puedes estar tranquilo. No soy muy lista, pero tampoco soy tonta.
Se dio la vuelta en el asiento para mirarle de frente y Juan la miró sin verla, sus
ojos atrapados en las huellas que dos lágrimas gordas, definitivas, habían dejado
al resbalar por una piel que era la misma y era distinta, el rostro exhausto y
polvoriento de una chica atada a una silla, el pelo empapado de sudor, pegado a
la cara, los ojos grandes de miedo y de asombro revelando al fin que comprendía,
que después de tanto tiempo, al fin lo había comprendido todo.
—¿No vas a decir nada? –le preguntó Charo entonces, removiéndose en el asiento
como si estuviera incómoda.
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