Array Array - Los aires dificiles

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—No se trata de él, ¿sabes?

Él no está mal pero, por lo que dice, lleva meses viéndome por todas partes y yo,

la verdad, no le habría mirado siquiera si no se hubiera empeñado en ponérseme

delante. Y eso que físicamente me gusta, me parece un hombre muy atractivo a

pesar de que, cuando sonríe, a veces se le queda cara de bobo, no te rías, que lo

digo en serio, pero, por otra parte, tiene, no sé…, como muy buen cuerpo, muy

atlético y eso, parece mucho más joven, mucho más guapo en los brazos que en

la cara…

No me mires así, porque tú tienes veinte años menos, a ti te queda mucho tiempo

todavía para empezar a hacer gimnasia.

Juan Olmedo, que caminaba a su lado, por la playa, y la escuchaba con un aire

más divertido que asombrado, se echó a reír.

—No estaba pensando en mí, Sara, pensaba en ti. Porque la verdad es que no

entiendo muy bien lo que te pasa. Sal con él. Si te gusta, sigues, si no te gusta, lo

dejas.

—Ya, eso ya lo sé, hasta ahí llego… Pero el caso es que yo tampoco entiendo

muy bien lo que me pasa. Supongo que tengo miedo, y miedo por adelantado,

que es el miedo más tonto que se puede tener.

Miedo de que me guste, porque en el fondo no me apetece que me guste, y

miedo de que no me guste, porque entonces lo dejaré, y a lo mejor ya no hay

más. Y no es que yo necesite un hombre, que lo vaya buscando, al revés. Esto

era lo último en lo que pensaba cuando me vine a vivir aquí, pero… Yo qué sé.

¿Sabes lo que me gustaría de verdad? Borrarlo. Darle a una tecla y que

desapareciera. Que no hubiera aparecido nunca, mejor dicho. La verdad es que

esto nunca se me ha dado nada bien. Mi… –se quedó pensando, buscando una

palabra que no encontró, e hizo un gesto burlón con los labios antes de

continuar– vida amorosa, digamos, siempre ha sido un desastre.

—Te la cambio sin mirar –él sonreía.

—No estés tan seguro.

—Segurísimo.

Habían llegado hasta Punta Candor, y ella se sorprendió de que el camino se le

hubiera hecho tan corto. Había salido de casa hacia las cinco para que le diera el

aire, como si la brisa y la luz, el sol oblicuo que ya se iba resistiendo a abandonar

el cielo a media tarde, pudieran ventilar sus dudas, su desconcierto, sugerirle

quizás un cierto método de solución. Entonces vio a Juan Olmedo dormitando en

una tumbona, tapado con una manta de Iberia, en el porche de su casa, y sintió

el impulso de llamarle, de invitarle a pasear con ella, de contárselo todo, y él

estaba tan cerca, y todo parecía tan fácil, que ni siquiera llegó a darse cuenta de

que hacía muchos años que no se consentía a sí misma el lujo de ceder a un

impulso. Su vecino estaba medio dormido, pero se espabiló deprisa y aceptó

enseguida, como si fuera consciente de que era la única persona en aquella

época, en aquel lugar, a la que Sara podía recurrir. Hasta entonces no había dicho

gran cosa, aunque la escuchaba con atención mientras ella se daba cuenta de que

le sentaba bien hablar. Ahora, en cambio, fue él quien tomó la iniciativa de

cogerla por el brazo y dirigirla hacia las escaleras del bar, un chiringuito de

paredes acristaladas, casi siempre desierto fuera de temporada, que al

desprenderse en septiembre del bullicio, el trasiego de los cuerpos semidesnudos,

concentraba en el vaho de las ventanas una melancolía húmeda, una lluvia aérea,

interior, que resultaba al mismo tiempo acogedora y triste, como las playas en

invierno.

Todos los coñacs que la ofrecieron eran bastante malos. Juan la animó a pasarse

al whisky, que era mejor, pero ella permaneció fiel al sabor de la facilidad, un

tanto más áspero, más rasposo esta vez que de costumbre, pero muy parecido a

cambio al gusto bronco y anónimo del líquido que solía rellenar las botellas de su

padre.

—Y lo peor de todo, ¿sabes?, es que ni siquiera ha intentado acostarse conmigo.

Yo estoy aquí, dale que te pego, dándole vueltas a lo mismo todo el rato, y a lo

mejor… No sé. A lo mejor, él piensa que, a nuestra edad, ya ni siquiera merece la

pena intentarlo.

Lo que me ha pedido, en realidad, es que me vaya con él a Sevilla, a pasar el fin

de semana. Ha insinuado que, de paso, podríamos ir a ver la coronación de no se

qué Virgen. En los Remedios, o no sé dónde –hizo una pausa para exagerar las

manifestaciones de su escándalo, los ojos muy abiertos, las cejas arqueadas, los

labios separados–. ¿Te lo puedes creer?

Él se echó a reír primero, pero ella le secundó enseguida con una especie de

complicidad gamberra e infantil, como la de dos escolares que intercambiaran

palabras prohibidas en el patio del colegio. Entonces, Sara se dio cuenta de que le

habría resultado mucho más fácil decidirse si, alguna vez, las largas, prolijas y

ceremoniosas conversaciones que había sostenido con el americano hubieran

desembocado en una explosión de esa risa simple y tonta que no tiene ningún

sentido excepto el de cimentar la intimidad. Después, Juan Olmedo bostezó.

—¿Quieres otra copa? –le ofreció, después de frotarse los ojos con decisión.

—No, lo que tenemos que hacer es irnos –Sara puso las manos abiertas sobre la

mesa para insinuar el gesto de levantarse–. Te me vas a quedar dormido aquí

mismo, de la lata que te estoy dando.

—No, qué va, no es eso…

–Juan buscó al camarero con los ojos e hizo un gesto circular con la mano, para

pedir otra ronda–.

Vamos a tomarnos otra. Es verdad que tengo sueño, pero tú no tienes la culpa.

Anoche estuve de guardia y esta mañana me he desvelado, no sé por qué. Me

pasa de vez en cuando, pero lo llevo bien, en serio. Lo que estaba pensando es

que, si te vas a Sevilla, te vas a perder el cumpleaños de Maribel.

Nos ha invitado a comer arroz con galeras, ya sabes…

Sara asintió con la cabeza al recordar la decepción de su asistenta, el mohín de

disgusto con el que había recibido la noticia, la vehemencia con la que le había

explicado que las galeras, un bicho rarísimo, como un antepasado prehistórico de

las cigalas, se cogen sólo en unos pocos kilómetros de costa y sólo en una época

del año, como mucho seis semanas, en febrero a veces, en marzo casi siempre, y

que son carísimas. En la venta donde iban a comer no le habían garantizado que tuvieran para esa fecha, y por eso había tenido que convencer a su hermano, el pescador, de que le guardara un par de docenas. Ande, ande, que usted también, le había reprochado luego, mire que ir a echarse un novio americano ahora, con lo bien que estábamos, y Sara se había apresurado a desmentirlo todo, como si tuviera algún motivo para avergonzarse, no es mi novio, Maribel, le había dicho, y tampoco está claro que me vaya a ir a Sevilla con él, ni siquiera sé si me apetece. Ella se la había quedado mirando con una duda pintada en la cara, esa cara suya que había ido cambiando para hacerse más angulosa, más delicada, más interesante en la misma medida en que su cuerpo se afinaba, pero que era ahora, sobre todo, una cara iluminada y sin embargo dulce, con una luz interna y sonrosada, una blandura inédita que borraba el recuerdo de la antigua tensión que solía amargar la línea de sus labios. Pues entonces, se había atrevido a seguir por fin, es lo que yo digo, que si fuera el hombre de su vida, como si dijéramos, o sea, si usted llevara tiempo andándole detrás, si estuviera loca por él y todo eso, pues, ea… Yo hasta me alegraría, se lo juro, por mí no, eso desde luego, pero sí por usted, pero si no es eso… La verdad es que hombres, lo que se dice hombres, ¡anda que no hay hombres en el mundo! A patadas hay, ésa es la verdad, y todos iguales, a ver si no, a todos les gusta lo mismo… Entonces, había sido Sara quien se había quedado mirando con atención aquella cara plácida y placentera a un tiempo, y había vuelto a oír su voz, las palabras mudas que escapaban a gritos de aquel color, de aquellos ojos, de aquella boca, evidencias materiales de una inconcebible metamorfosis tras la cual no podía haber nada más que un hombre, un simple hombre distinto de todos los demás, nada más que eso, porque Maribel emitía señales transparentes como el agua, y ahora se ponía rulos de vez en cuando, y de vez en cuando venía a trabajar con medias, en lugar de esos calcetines espesos que usaba antes, y aparecía con la cara lavada para pintarse cuidadosamente antes de salir, y luego, todavía se repasaba las uñas a conciencia.

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