Array Array - Los aires dificiles

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muchas veces en la cara, en el pelo, en el cuello, y Sara notó su calor, tan agradable tras el insomnio, en la frescura traidora de las madrugadas de agosto, y percibió después otra codicia, el deseo creciendo en las yemas de sus dedos, en el espacio que se agrandaba entre sus labios abiertos, en la dureza del sexo que se apretaba contra su vientre, y sintió envidia, y una extraña especie de gratitud, y la necesidad de devolverle cada caricia, de fundirse con él, de atraparlo, y rodeó el cuerpo de aquel hombre con sus brazos, posó las dos manos abiertas en su espalda para atraerlo sobre sí, y él la poseyó despacio, sin palabras pero con suavidad, con los ojos abiertos, y saliéndose a tiempo. Luego se besaron durante mucho rato sin dejar de mirarse, como si los dos pudieran adivinar al mismo tiempo lo raro y lo bueno que cada uno de ellos era para el otro. Tenemos que comprar condones, dijo él, y luego se dio la vuelta y añadió, vamos a dormir un poco más, ¿no? Entonces fue ella quien se le acercó, ella quien se pegó a su cuerpo. Manuel cogió su brazo derecho para cruzárselo sobre el pecho, como si estuviera acostumbrado a dormir así, abrazado por alguien, y Sara le besó en el hombro, una, dos y tres veces, y mientras se quedaba dormida al fin con un sueño pesado y hondo, se abandonó a la fantasía de que aquel hombre era su hombre, y aquella casa era su casa, y alcanzó a darse cuenta de que, por muy pobre que pudiera parecer, aquél era el momento más dulce de su vida. Y sin embargo, nunca, ni siquiera cuando empezó a ser capaz de recordar sin vergüenza primero, con cariño después, la figura de un hombre que pedía pan en los restaurantes chinos, que comía con el brazo izquierdo caído sobre el muslo, que sembraba letras de más al principio y al final de palabras como luego, como así, como radio, volvió a buscarlo. Ni siquiera quiso volver a la casa de su hermano para descolgar las sábanas que había lavado y tendido, para plancharlas y hacer la cama con ellas como había planeado, porque el lunes, cuando salió del trabajo, ya no era capaz de creer que aquello hubiera sucedido de verdad, porque le daba miedo la posibilidad de verle otra vez, porque no quería prolongar la ilusión amable y falsa de una vida que nunca sería la suya. Tampoco se le ocurrió que su cuñada pudiera ser tan suspicaz, pero cuando se la encontró sentada a la mesa en Concepción jerónima, un domingo de septiembre, todavía le duraba el enfado.

—Se me cayó un barreño lleno de agua encima de la cama –Sara improvisó la primera excusa que se le ocurrió sin atreverse a mirar a los ojos a Pili, y se estrelló a cambio contra la mirada de escándalo de su madre–, por eso os cambié las sábanas.

—¿Y por eso las lavaste? —Pues sí. Para que no olieran a humedad.

—Seguro –su cuñada se la quedó mirando con un desprecio tan intenso que ya no se sintió capaz de ignorarlo–. ¡Menuda lagarta estás tú hecha, guapa! Pablo, que se llevaba muy mal con su mujer, no se atrevió a intervenir directamente, pero se lanzó a regañar a los niños sin motivo para cortar aquella conversación, y Sara se dio cuenta de que él también la miraba de otra manera, con una complicidad nueva, casi con admiración, como si no la hubiera conocido

nunca, como si acabara de descubrirla y no pudiera creerse lo que sabía. Sara

pensó que aquélla debía de ser la primera vez que su hermano se fijaba en ella,

pero le agradeció el quite.

—Manuel me ha dado recuerdos para ti –le dijo luego, en la cocina, mientras ella

fregaba los platos y esperaba a que subiera el café–. Nos llevamos muy bien,

trabajamos en la misma planta. Es muy buen tío, y no quería contarme nada, no

creas… Pero yo se lo saqué, porque estaba claro que algo había tenido que pasar.

No sólo por lo de las sábanas. Por lo visto, colocasteis al revés la mitad de los

cacharros de la cocina. La única que tenía llaves del piso eras tú. Podrías haber

venido con cualquiera, claro, pero teniendo esta casa para ti sola, buena gana de

ir hasta San Fernando, ¿no?

Además, Gracia, la mujer de Manuel, le dijo a Pili que a la vuelta del pueblo le

había encontrado muy raro, de mala leche y sin ganas de nada, así que, total,

entre unas cosas y otras, la verdad es que no tardé mucho en adivinarlo… Lo

malo es que mi mujer es muy amiga de la suya. Van juntas al mercado, quedan

todas las tardes para oír la novela esa que echan por la radio, se acompañan

cuando tienen que comprarse ropa y cosas así, pero yo creo que, por muy

mosqueadas que estén, fijo fijo no saben nada.

—¡Ah! –Sara levantó la cabeza del fregadero para mirar a su hermano, y no logró

enfocarle bien, y por eso se dio cuenta de que se le estaban llenando los ojos de

lágrimas.

Entonces escucharon el eco de unos tacones en el pasillo y él, que era nueve

años mayor que ella, y ya debía de estar liado con la peluquera con la que se

marchó de su casa un par de años después para consternación general y

rencorosa satisfacción de Sara, que aquel día le juró un odio sin tregua a su

cuñada, reaccionó enseguida.

—Venga, venga, venga, venga…

–susurró muy deprisa mientras la estrechaba con su brazo derecho, y le dio un

beso en la sien, como si fuera una niña pequeña, antes de volverse para

interceptar a su mujer–. El café no está todavía.

Pregúntale a mi padre si va a querer, ahora lo llevo.

—¿Tú? –la voz de Pili, distorsionada por un asombro fingido, exagerado, era

chillona y aguda como el cloqueo de una gallina–.

¿Que vas a llevar el café tú?

—Sí, yo –y Sara, que fregaba sin parar, sin detenerse a eliminar el rastro de esas

lágrimas que no entendía, pero que se obstinaban en caérsele sin pausa de los

ojos, se dio cuenta de que su hermano se estaba poniendo chulo–. ¿Qué pasa?

—¿Que qué pasa? –su mujer se encrespó, para ponerse a su altura–. ¡Joder! Pues

sí que estamos bien. Primero la mosquita muerta, y ahora tú, llevando el café a la

mesa… ¡No vamos a dar abasto, en esta familia, con tanta novedad!

—¡Pues tú ándate con el bolo colgando! –Pablo siguió chillando cuando Pili se dio

la vuelta, sus tacones alejándose por el pasillo–.

¡No vaya a ser que te lleves otra sorpresa dentro de poco!

—¿Sí? –su mujer se detuvo a mitad de camino para increparle a su vez–. ¡Anda

con ojo, a ver si no te la vas a llevar tú!

Entonces, Sara escuchó a lo lejos la voz de su madre, que había salido del

comedor para pedir paz, como de costumbre.

—¡No jodas! ¿Y dónde hay que firmar? –Pablo seguía chillando a pesar de los

ruegos de su madre, también como de costumbre–. No me caerá esa breva, a mí

no, no me caerá esa breva, mira lo que te digo…

El taconeo de Pili se fue amortiguando hasta cesar por completo, y Sara no oyó

más ruido que el eco de las voces de los niños.

Entonces subió el café. Pablo, mucho más tranquilo de lo que se podría esperar

después de la discusión, cogió una bandeja, colocó encima las tazas y el

azucarero, y volvió a acercarse a su hermana.

—¿Quieres que le diga algo?

–le preguntó, casi al oído.

—No –Sara negó con la cabeza–. ¿Para qué?

Él se encogió de hombros, como una forma de darle la razón, pero cuando tenía

ya la bandeja entre las manos, ella se decidió a añadir algo más.

—Bueno –murmuró–, dile que yo también me acuerdo de él… Al fin y al cabo, ésa

es la verdad.

Y seguiría recordándolo durante mucho tiempo, tanto que jamás llegaría a olvidar

el tacto de sus dedos anchos y ásperos, la piel levantada alrededor de las uñas, la

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