Array Array - Los aires dificiles
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Él giró la cabeza hacia la ventana, tan furioso consigo mismo, con Juan, con todo, como los mosquitos suicidas, como la avispa moribunda, como el levante que había precipitado su común conciencia de la muerte. No entendía muy bien qué pasaba, qué había pasado.
Cuando intentaba reconstruir los acontecimientos de los últimos meses, recordaba detalles sueltos, fragmentos de conversaciones, imágenes aisladas que hasta ahora no se había atrevido a ordenar en una secuencia lógica, coherente. Y sin embargo sabía muy bien cuál era el orden, la dirección en la que cobrarían sentido todos los elementos que pertenecían a la misma historia, aunque él no quisiera relacionarlos entre sí. También había sabido siempre que tendría que hacerlo antes o después, y que si no le contaba la verdad a su madre, ni a Tamara, tendría que acabar contándosela a él, que nunca había defendido la justicia de esas verdades dudosas e indulgentes a las que Sara era tan aficionada. Cambió de postura para ponerse derecho en la silla, y le miró. Juan también le miraba, parecía tranquilo, esperando. No podía imaginar que cada vez que le veía, cada vez que le oía o escuchaba su nombre, la memoria de Andrés vomitaba por sí sola, por su intransigente y nauseabunda voluntad, aquella insinuación aparentemente frívola, trivial, que su propia gravedad había convertido en una insufrible certeza. La pondrá a fregar el suelo de rodillas, ¿no? Eso había dicho, solamente eso, y él había enrojecido como nunca antes, había llegado a sentir el rojo, claro al principio, luminoso, caliente, que se espesó después para hacerse un grumo oscuro, un trapo púrpura que cegaba sus ojos, que amordazaba su boca, que le asfixiaba por dentro con su propio espesor. Eso había sentido entonces y eso sentía ahora mismo, en el chiringuito de Punta Candor, la última playa del pueblo, al que Juan le había llevado aquella tarde contra su voluntad. Cuando sonó el timbre y fue a abrir, estaba solo en casa.
Mamá no está, le dijo, insinuando el ademán de cerrar la puerta de nuevo, ha bajado a la calle a comprar, pero él alargó un brazo para impedírselo. No he venido a verla a ella, aclaró a tiempo, he venido a verte a ti. No quería salir con Juan, no le apetecía ir a dar un paseo, ni a tomar una coca–cola, ni a charlar un rato, no quería porque ya sabía lo que iba a pasar, lo sabía y sin embargo apenas
se opuso, es que estaba viendo la televisión, explicó como un tonto, puedes seguir viéndola luego, respondió él, no vamos a tardar mucho… Entonces fue a por la cazadora y se dijo que, total, lo mismo daba, porque si no era Juan sería otro, su madre, Sara, la tutora de su curso, el director del colegio, y ya no podía más, estaba muy cansado, aburrido de andar todo el día de un lado para otro, de perder el tiempo con los pies destrozados y la mente ausente, secuestrada por unas pocas palabras, unas pocas imágenes, unos pocos detalles que no quería ordenar, pero que se colocaban por su cuenta, unos detrás de otros, para dividirle entre el deseo de olvidarlos y una necesidad enfermiza, insensata, de barajarlos una y otra vez para complacerse en su propia y hondísima miseria. El amante de su madre seguía mirándole y aún parecía tranquilo, esperando. La pondrá a fregar el suelo de rodillas, ¿no? Andrés no quiso pensarlo más.
Cuando habló, su voz le sonó hueca, extraña, tan ajena como la voz de cualquier otro.
—Fui yo –dijo primero, y se detuvo. Juan Olmedo asintió con la cabeza muy despacio pero sin mover un solo músculo de la cara, como si no estuviera dispuesto a dejarse sorprender, a escandalizarse por su confesión o a condenarle tan deprisa–. Yo se lo conté todo a mi padre.
Yo soy tu padre, y tú eres mi hijo, ¿no?, eso no puede cambiar, nada puede cambiar eso… La primera vez no se atrevió a decírselo.
La primera vez, él ni siquiera sabía que había venido desde Chipiona para verle. Fue su abuela quien le llamó por teléfono, ¿por qué no vienes a mi casa a merendar?, le había dicho, tengo una sorpresa para ti… Él creía que era la bicicleta, se la había prometido muchas veces, desde enero, su madre se enfadaba con él cada vez que le oía, ¿para qué quieres una bici nueva, a ver, para qué, si la que tienes va bien? Cuando se te rompa, ya te compraré yo otra, no hace ninguna falta que vayas mendigándola por ahí… Pero su madre ya no pensaba más que en ahorrar, y nunca había entendido ciertas cosas. Él tampoco entendió nada cuando se encontró a su padre en el cuarto de estar de la casa de su abuela, los dos tan sonrientes, tan contentos como si tuvieran algún motivo para creer que se iba a alegrar de verles. ¿Y la bici?, se atrevió a preguntar, de todas formas. ¿Qué bici ni qué bici?, le había dicho ella, levantándose para darle un abrazo, ¡si está aquí tu padre! ¿No te alegras de verle? Le querrás más que a una bici, vamos, digo yo… Pues no, pensó él, por supuesto que no, pero no lo dijo. Si se sentó a su lado y aceptó un batido de chocolate, fue porque no tenía escapatoria. Habían pasado más de dos meses desde que lo vio por última vez, aquella tarde que fue a la papelería técnica con Tamara, y no estaba muy seguro de haber estado nunca con él más tiempo del que pasaron juntos aquella vez, ni de haber intercambiado en ninguna otra ocasión más palabras que entonces, cuando dijo las justas para avergonzarle ante su amiga y ante sí mismo, que siempre, desde siempre, había querido a distancia a un hombre que era él y era distinto, la versión secreta y escondida de su padre que su propio padre se había encargado de destrozar en público y de un plumazo. —Él… Yo… Él me dijo que me echaba de menos, que todo iba a cambiar…
Eso tampoco se atrevió a decírselo la primera vez. Pero cuando su abuela dejó de contarle lo bien que iba en el colegio, se sacó la cartera del bolsillo y empezó a hurgar en su interior. Andrés creía que buscaba dinero, y le extrañó, porque nunca le había dado una peseta, pero lo que le enseñó le sorprendió mucho más. Era una fotografía oblonga, con las esquinas redondas, recortadas a mano como las de una estampa para hacerla encajar en algún envoltorio que había desgastado ya los bordes, revelando la carne grisácea del papel donde terminaban los colores, oscuros y no demasiado nítidos. No era una buena foto. El flash no había saltado, o no había alcanzado a iluminar del todo el rincón donde su padre posaba con un bulto blanco entre las manos. ¿A que nunca la habías visto? Él negó con la cabeza. No, jamás la había visto, ni siquiera sabía dónde la habían hecho, no reconocía los muebles, ni la abierta sonrisa de su padre, ni las ropas de su madre, que posaba junto a su marido, más gorda que nunca, feliz y jovencísima. Éste eres tú, dijo él entonces, señalando el bulto blanco, un envoltorio de lana del que asomaba una miniatura de cabeza muy redonda, tenías una semana, ¿qué te parece?
Andrés cogió la foto y se levantó, se acercó a la ventana como si quisiera verla mejor, la estudió un momento, sintió que un hueco grande y enemigo ocupaba de golpe el lugar de su estómago. Yo presumo mucho de ti, no creas, dijo él entonces, y eso que no sabía que eras tan listo. Como tu madre nunca me llama ni me cuenta nada… Tengo más, añadió cuando él volvió a su lado y se la devolvió sin palabras, si quieres te las traigo otro día, para que las veas. En una estamos los dos juntos, en la playa, jugando al fútbol, tú tendrías… dos años o por ahí, y en otra te llevo yo a caballo, por el ferial, ésa es la que más me gusta, ya verás…
Él dijo que sí con la cabeza sin saber muy bien por qué lo hacía, sólo por ganar tiempo o quizás porque de verdad quería verlas, comprobar que era cierto lo que había oído contar a su madre tantas veces, que él iba a buscarle de vez en cuando al principio, cuando todavía vivía en el pueblo, que se lo llevaba a comer a casa de su otra abuela, o de sus tíos, que le compraba regalos, que jugaba con él. Él no se acordaba, no podía acordarse, sólo tenía memoria para la ausencia, la extrañeza de unos ojos que le pasaban por encima sin reconocerle, o que le reconocían un instante antes de mirar para otro lado. Aquella tarde, su memoria aún funcionaba bien y sin embargo necesitaba ver esas fotos, saber más de él, cosas distintas de las que había aprendido, pero ni siquiera eso logró que se sintiera más cómodo a su lado. Bueno, me tengo que ir, dijo después de un rato, me están esperando mis amigos… Claro, él no se quejó, pero antes vamos a quedar para vernos otro día, ¿te parece? Yo creo que esas notas que has sacado se merecen algún premio…
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