Array Array - Los aires dificiles
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la semilla de un alivio instantáneo y más odioso todavía, la promesa de una vida
sin gritos, una vida sin miedo, una vida sin el cuchillo helado de una duda eterna
sobre la arista finísima que separa la verdad de la mentira, no se puede no querer
a un padre, dejar de quererle, dejar de sufrir por él, de sufrir con él, Tamara lo
sabía.
Andrés lo sabía también. Ella estaba segura, aunque nadie más diera señales de
haberlo descubierto. Andrés tenía que saberlo, porque llevaba consigo esa niebla
espesa de la que Tamara se había ido desprendiendo poco a poco, sin darse
cuenta, durante el último año.
Aún podía sentirla, adivinarla en las arrugas de la frente de su amigo, detrás de
sus cejas y en su mirada de viejo, la conocía bien, la niebla del amor y la
vergüenza.
Y sin embargo, en algún momento su propia experiencia dejó de bastar, de serle
útil, de ayudarle a comprender lo que ocurría. Andrés había tenido menos suerte
que ella, y sin embargo, y al mismo tiempo, mucha más. Su padre había
traspasado la frontera de los gritos y la furia, del silencio y el miedo, para hacer
algo horrible de verdad, pero su madre estaba bien, estaba viva, y dispuesta a
restablecer en poco tiempo la vida normal que Tamara había perdido para
siempre.
Todos habían sufrido con Maribel, ella también. La reaparición de la violencia, de
la sangre, de la incertidumbre y todas esas palabras, accidente, herida,
pronóstico, urgencias, que no habría querido volver a escuchar nunca más, la
habían devuelto de golpe a los dominios del miedo más profundo, el que
convierte todos los ruidos en gritos, todas las sombras en amenazas, y a todos los
desconocidos en asesinos. La realidad por fin amable, domesticada y fácil, que su
vida había reconquistado con tanto esfuerzo, cedió de golpe a las arenas
movedizas que crepitan bajo la apariencia de una normalidad dudosa,
repentinamente endeble, huésped de la niebla blanca y hostil que crece dentro
del cuerpo y nubla todos los cielos. Antes de que todo aquello ocurriera, Tamara
ya le tenía mucho cariño a Maribel.
Siempre le había caído bien, porque era una madre que hacía cosas de madre, y decía y advertía y se asustaba y se comportaba y sonreía y besaba como una madre, y estaba ahí, con la comida puesta y la nevera llena y las tiritas a mano y un truco en la memoria para solucionar casi cualquier cosa como no sabía hacerlo Sara, como no sabía hacerlo Juan, y porque cuando estaban juntos, que era casi siempre, no discriminaba entre Andrés y ella. Por eso, Tamara era la única que no se había asombrado ni le había dado importancia al hecho de que su tío saliera con su asistenta de vez en cuando. A cambio, nunca había entendido que Andrés se quejara de que Maribel no fuera una madre igual que las demás, que le reprochara precisamente lo contrario de lo que significaba para ella. Todavía entendería mucho peor que él no terminara de alegrarse de que todo se hubiera quedado en un susto, que no cumpliera los plazos del miedo, del alivio, de la tranquilidad, del olvido, que todos fueron venciendo aquel otoño. Era cierto que su padre había huido, que la policía le buscaba, que lo encontró, que estaba en la cárcel, esperando juicio, condena.
Pero también era cierto que Andrés nunca había vivido con él, que sin dejar de quererle, no le quería, que cambiaba de camino para no encontrárselo, que pedaleaba como un loco para transformar su furia en cansancio cuando se lo encontraba sin haberlo buscado antes. Tamara pensaba mucho en todo esto y no lo entendía, por más que lo intentaba no lo podía entender. Se veían poco, y de otra manera. Durante la segunda quincena de septiembre, mientras Maribel se recuperaba en casa, él no quiso ir a clase. Voy a quedarme aquí, para ayudar a mi madre, le dijo, y a ella le pareció un poco raro, pero todos los adultos que la rodeaban, Juan, Sara, los profesores del colegio, la tutora del curso, dijeron que hacía bien, que era normal, que él también estaba convaleciente, que debía curarse, darse tiempo para volver a ser el de antes. Pero ninguno de ellos sabía que Andrés no quería a su padre, ninguno sabía que a la vez lo quería, que no podía dejar de quererle. Y cuando volvió, no era el de antes ni el de después, sino un Andrés distinto, que no decía ni hacía cosas que no dijeran o hicieran los otros niños, pero que siempre parecía estar aparte, solo por dentro, como si cualquier cosa le diera lo mismo que cualquier otra, y se levantara, y comiera, y caminara, y descansara, y todos sus actos fueran recuerdos de una lección antigua y bien aprendida, instrucciones que recitaba sin entenderlas, apenas para complacer a los demás, nunca por sí mismo. Era la niebla, blanca y sucia, húmeda y viscosa, repugnante y suya. Tamara lo sabía, la reconocía y la detestaba, pero, igual que había ocurrido mientras habitaba en ella, no encontraba la forma de disiparla, de desalojarla, de obligarla a abandonar la cabeza de su amigo. Y sin embargo, era importante. Era importante porque sólo al presentir la niebla de Andrés, Tamara la había buscado en sí misma, y se había dado cuenta de que ya no estaba ahí, presionando entre sus sienes, secándole el paladar, amagando en el umbral de su garganta.
Ella la había vencido, había logrado desprenderse de ella, abandonarla sin ser consciente de haberlo hecho. Era muy despistada. Solía olvidarse las zapatillas en
la playa, los libros en el pupitre, las bolsas de pipas sobre el mostrador donde las
dejaba un momento mientras sacaba el monedero y reunía el dinero preciso para
pagarlas e irse de la tienda sin ellas. Ahora, sin embargo, no tuvo que volver
sobre sus pasos para forzarse a recordar dónde había perdido el equipaje de los
días adversos. Era igual de blanca, igual de sucia, mientras la desafiaba desde los
ojos de Andrés para convertir su victoria en otra derrota, como si el amor nunca
lograra neutralizar la vergüenza y esa niebla que nace de su unión sólo pudiera
morir para resucitar a la vez en la persona que tenía más cerca.
La primera semana de octubre, Andrés fue a clase todos los días.
Ocupaba su sitio al lado de Tamara, e imitaba sus movimientos, todos sus gestos,
pero abría el libro y no leía, cogía el bolígrafo y no escribía, atendía al profesor y
no se enteraba. La segunda semana faltó dos veces. La tercera, sólo apareció el
lunes. Entonces, Tamara se lo contó a Sara y ella le aconsejó que no se
preocupara.
—Está alterado, es normal…
Seguramente le apetece estar solo, esperar a que sus compañeros olviden lo que
ha pasado, asegurarse de que no le van a molestar, de que no le van a decir
nada.
—Pero si nadie le molesta.
—De todas formas –Sara la miró, le sonrió, estaba tan tranquila–. Además, él es
muy buen estudiante, ¿no? Puede recuperar estos días más tarde.
—Pero le dice a Maribel que va a clase y no aparece.
—Déjalo, Tam. En serio. Él sabrá por qué está haciendo lo que hace…
Ella ya había pensado otras veces que los adultos son tontos, pero nunca estuvo
tan segura como entonces. Por eso, cuando Andrés no apareció el lunes siguiente,
esperó a la tercera hora para ir a ver a su tutora y contarle que se encontraba
muy mal, que creía que iba a vomitar, que le dolía mucho la cabeza. Estaba
segura de que iba a mandarla a casa porque ella no faltaba nunca, y eso fue lo
que ocurrió. Entonces cogió la bicicleta y se fue a buscar a Andrés, pero no le
encontró en la pista de asfalto a la que la había llevado aquella tarde, ni en la
carretera vieja que era tan buena para echar carreras porque ya no circulaba por
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