Array Array - Los aires dificiles

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historia diferente, el trémulo epílogo de una pasión romántica, una llama

constante que nunca se apaga, un amor más poderoso que el tiempo, que el

dinero, que el poder. Tal vez así habría tenido una oportunidad, tal vez la última

de su vida, pero ni siquiera lo intentó, y él se dio cuenta.

—Cómo me desprecias, ¿eh, compañera?

Ella le acarició la cara, le besó en los labios, intentó sonreír.

—Menos que a mí, Vicente –le dijo, después de un rato–. Pero yo nunca voy a

volver a trabajar en el Pryca de El Pinar, ¿sabes? Nunca volveré allí, pase lo que

pase.

Y eso te lo debo a ti, y te lo agradezco.

No era lo que él quería oír, y por eso se tomó algún tiempo antes de continuar.

—Las cosas se hacen así, Sara. Esto no es nuevo. Es feo, es odioso, es injusto,

todo eso lo sé, pero nuevo no es, y no tiene remedio. Nunca va a cambiar. Tú

siempre has estado en el lado de los que pierden. Ya es hora de que cambies de

bando.

Entonces le estrechó con más fuerza, se aferró a él como un náufrago abraza a su

tabla, pegó su cara a la suya, intentó respirarle, absorberle, adherirse a él. Quizás

nunca le había querido tanto.

—No entiendes nada, Vicente –le dijo entonces–. Nada. Pero ni siquiera es culpa

tuya.

Cuando doña Sara Villamarín Ruiz, viuda de Ochoa, murió de vieja, dos días antes

de cumplir ochenta y cinco años, Vicente González de Sandoval se había casado

ya por tercera vez, y tenía un hijo de dos meses. Su partido llevaba varios años

en la oposición, pero su amante nunca había rechazado sus ofertas de matrimonio

por eso, y él lo sabía. Su historia se había muerto de cansancio, incapaz de

soportar el peso de tantas otras historias, tantos finales que eran el mismo final,

tantos cuentos que eran la misma mentira.

Sin embargo, seguían viéndose de vez en cuando. Él la quería. Ella también le

quería a él. Los dos fueron leales hasta el final. Por eso, cuando se abrió el

testamento de su madrina y se encontró con que le había dejado una cifra ridícula

en relación con sus promesas, Sara se echó a reír. A su lado, Amparo López Ruiz

la miró con recelo, incapaz de valorar su reacción.

Quince millones de pesetas no eran para tanto, pero Sara no podía parar. Seguía

riéndose cuando se despidió de ella y de sus hermanos en la puerta de una casa

que ya no era suya y que abandonaría aquella misma tarde. Antes, le había dicho

a Vicente que se iba de Madrid, que ya le mandaría una postal de vez en cuando,

que no la buscara.

Él le prometió que no lo haría, y nadie más lo intentó.

Tamara sabía que Andrés no quería a su padre. Nunca habían hablado de eso, pero ella los había visto juntos, el Panrico tan guapo y su hijo tan feo, el hombre hinchándose igual que un pavo, creciendo en cada amenaza hasta aparentar el doble de su estatura, y el niño encogiéndose poco a poco, como si cada palabra que escuchaba tuviera dedos, uñas capaces de hacer presa en sus hombros para empujarle hacia abajo, para hacerle resbalar sobre la silla y escurrirse hasta el suelo igual que un trapo. No se puede querer a un padre así, pensó ella entonces, mientras Andrés impulsaba su bicicleta vieja, tan pesada, tan decrépita bajo la pátina inexperta, irregular, de dos gruesas manos de pintura metalizada, a lo largo de aquella pista de asfalto. En aquel momento se arrepintió de haber intervenido antes, de haberle llamado, obligado a volver la cabeza cuando los dos se detuvieron ante un semáforo en rojo, pero no llegó a decírselo, porque Andrés nunca quiso hablar de su padre con ella, y eso significaba que seguramente nunca había querido hablar con nadie.

Tamara sabía que Andrés quería a su padre. Lo sabía desde el principio, desde muchos meses antes de conocerle. Lo había adivinado en los silencios, en sus miradas, y en algunas frases sueltas, confesiones desordenadas y brevísimas que se interrumpían a veces antes de alcanzar ningún final, y que por eso no llegaban a significar exactamente nada. Sin embargo, las palabras siempre dicen cosas, y aquéllas sugerían una figura oscura, esquiva, misteriosa, no exactamente positiva pero cargada a cambio de esas cualidades negativas que favorecen a ciertos hombres solitarios que han elegido vivir de espaldas al mundo. En el colegio, cuando alguno de sus compañeros contaba que a su padre le habían ascendido, o que había cambiado de trabajo, o que se había comprado un coche nuevo, para que los demás niños del grupo se lanzaran enseguida a dar noticias sobre sus propios padres, sólo ellos dos callaban. Tamara ya no tenía nada que contar, pero Andrés siempre encontraba una ocasión para comentarle al oído después, cuando nadie más podía escucharle, que su padre entendía mucho de motores, que sabía llevar un barco, que había tenido un caballo. Ella aceptaba estas confidencias con una fe incondicional, sin preguntar nunca qué tenían que ver los motores o los caballos con la conversación a la que ambos habían asistido en silencio, y se

imaginaba al Panrico como a una especie de bandolero moderno, un contrabandista ágil y astuto, un pirata costero. Por eso, aunque daba miedo, no le impresionaron tanto sus alardes, sus amenazas. Le afectó mucho más comprobar, al día siguiente de haberlo conocido, y al otro, y al otro, que Andrés se avergonzaba de su padre, de su torcida vulgaridad, esa siniestra quincalla de sus posturas, de sus sonrisas, de sus palabras.

Y sin embargo, estaba segura de que le quería, porque no se puede no querer a un padre, sea como sea, así o de cualquier otra manera.

Ella sabía mucho del amor y de la vergüenza. Se daba cuenta de que Andrés trataba mal a su madre, de que la regañaba a veces, como si ella fuera la niña y no al revés, de que le reprochaba cosas tontísimas, como que llegara tarde por la noche o bebiera demasiado vino en las comidas o que no fuera vestida de madre, y eso le parecía muy mal, muy injusto, y se lo decía. No sabes la suerte que tienes, si tu madre se muriera de repente, como la mía, te ibas a enterar… Entonces, él se enfadaba, pero se le pasaba enseguida y a los dos les daba igual, porque de Maribel sí podían hablar, porque todas las quejas de Andrés, sus constantes reproches, nacían de la propia naturaleza de su amor, la absoluta dependencia de su madre que daba forma a su vida. Tamara sabía que también era una suerte depender así de un padre, o de una madre. Ella, que dependía absolutamente de su tío, se tragaba casi siempre sus reproches, sus quejas, aunque sus motivos fueran casi siempre lo suficientemente leves –el canal de la televisión, el menú de la cena, la prohibición de salir a la calle sin botas de agua cuando estaba lloviendo–, como para haberse disuelto ya por sí solos antes de llegar a su estómago. Y sin embargo, por mucho que la quisiera, por muy bien que la tratara, Juan no era su padre. Tamara le daba mucha importancia a ese detalle porque ella no había tenido suerte, porque había tenido que aprender antes de tiempo en qué consiste el amor, y la vergüenza. —¿Estás despierta?

Aún no había podido dormirse, pero no dijo nada. Ésa había sido una de aquellas noches en las que las paredes de la casa habían temblado sin llegar a moverse. Nadie más parecía darse cuenta, pero ella lo veía, lo sentía con tal nitidez que cerraba los ojos cuando los muros empezaban a combarse, a inclinarse entre sí, y el aire se ensuciaba, se enturbiaba en el presentimiento de la polvareda que armarían los cascotes al caer como una lluvia gruesa y mortal sobre sus cabezas. Luego los gritos cesaban de pronto, a veces tan abrupta, tan absurdamente como habían comenzado, y en el enfermizo silencio que les sucedía, Tamara abría los ojos y lo encontraba todo en su sitio, las paredes y el techo, los muebles y los objetos, su ropa sobre el cuerpo, sus zapatos en los pies, y una niebla espesa dentro de su cabeza.

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