Array Array - Los aires dificiles

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pasear cuando no tiene nada mejor que hacer. Hasta que una noche, cuando ya

había cumplido cuarenta y cuatro años, las ambigüedades y los equívocos que

salpicaban todas las frases de su interlocutor la obligaron a pensar de otra

manera.

—Dime una cosa, Rafa… No estarás coqueteando conmigo, ¿verdad?

—Pues sí. Por supuesto que sí. Desde hace meses. Ya era hora de que te dieras

cuenta.

Le miró muy despacio. Él sonreía. Parecía tranquilo, y a juzgar por el brillo de sus

ojos, por el relajamiento de sus hombros, una forma inequívoca de sentarse, de

reclinarse sobre la silla para devolver su mirada en diagonal, dispuesto a

seducirla. Ella se echó a reír.

—¡Pero esto es ridículo!

—¿Por qué? –entonces se echó bruscamente hacia delante, apoyó los dos codos

en la mesa, se preparó para combatir–. Me gustas mucho, Sara.

—No.

—Sí.

—Podría ser tu madre.

—No lo creo. Sólo tenías catorce años cuando yo nací.

—De todas formas… –volvió a mirarle y no se dio cuenta de que empezaba a

hacerlo de otra manera–.

Yo soy muy mayor, Rafa, en serio.

Déjalo, hazme caso. No te iba a gustar.

—Claro que sí –él parecía dispuesto a llegar hasta el final–.

Me encantaría. Los agentes de bolsa tenemos debilidad por las millonarias, como

puedes figurarte.

Es la fantasía sexual típica del oficio.

Sara no pudo evitar una carcajada, ni dejar de apreciar la compañía de las

hormigas que habían empezado a recorrerla por dentro, un halago más

placentero, más profundo que las palabras que acariciaban sus oídos.

—Pero si tú me conoces desde hace un montón de años…

—Ya, pero no es lo mismo.

A lo mejor todavía no te has dado cuenta, pero te has convertido en una mujer

distinta –hizo una pausa, cambió de tono, su voz bajó una escala, se hizo más

ronca mientras apoyaba el dedo índice de la mano derecha entre el segundo y el

tercer botón de su camisa–. Yo te he convertido en una mujer distinta.

–Sara sonrió casi a su pesar, apabullada por la seguridad que acababa de

convertir en un hombre al crío que antes tenía enfrente–.

Hace un año, cuando volví a verte, eras igual que antes, no habías cambiado

nada, te lo dije nada más verte, y lo decía en serio. Parecías… una maestra de

párvulos.

—¡Venga ya, Rafa! –ella también se había inclinado hacia delante y ya no se reía.

Se limitaba a sonreír con los labios entreabiertos, mordiéndose la yema del dedo

anular de la mano izquierda, la cabeza ladeada, los ojos de través. —¡En serio! Eso era lo que parecías, una maestra, una oficinista, una institutriz pobre y sacrificada, como esas que salen en las películas. Entonces ya me gustabas, siempre me has gustado, pero ahora… No es sólo que el dinero te haya sentado bien. A todo el mundo le sienta bien, pero a casi nadie le aprovecha como a ti. Porque tú te has convertido en una fiera, una mujer peligrosa. Nos podrías devorar a todos de un bocado. Ahora das miedo, Sara. —¿Y eso es lo que te gusta de mí, que te doy miedo? —Sí. Yo nunca me meto con las mujeres de mi tamaño.

—No es verdad, Rafa –Sara sonreía. Ya se había rendido, había vuelto a aceptar los repentinos mimos de su suerte y su propio apetito, el deseo de devorarlo de verdad, de volver a poseer a Vicente en él, y quizás por eso, sólo en ese instante había empezado también a comprenderle–. Tú no quieres acostarte conmigo por eso. Tú lo que quieres es meterte en la cama con la novia de tu tío, del ídolo de tu adolescencia. Es una fantasía juvenil, no profesional. —Puede ser –él se echó a reír–. ¿Pero a ti qué más te da? Jamás pudo decir, sin embargo, que fuera un amante sin personalidad. Ni que su deseo se agotara en el reflejo de aquel amor difícil y ajeno del que los dos sabían que había nacido. Rafa no buscaba en Sara ninguna clase de amor, ni lo ofrecía, y ella encontró en él algo mucho más simple, menos costoso, un placer cuyo precio siempre podía pagar. Los dos salían ganando con el trato, pero Sara ganaba más, y lo sabía. Rafa era un lujo con el que ella no se había atrevido a contar, un milagro que se estrenaba a sí mismo cada semana, cuando ella ya había tenido la precaución de prepararse para que no se volviera a repetir. No era sólo el placer físico, primario, de rozar otro cuerpo, el cuerpo de un hombre joven y elástico, risueño y codicioso, debajo de las sábanas. Era también lo que ese cuerpo significaba, una determinada clase de paz, una tormenta en un vaso de agua, un punto de equilibrio inverosímil.

Rafa nunca llegó a estremecerla, a partirla por la mitad, a hacer un agujero redondo y perdurable a través de su cintura, a colonizar su pensamiento, su voluntad, su imaginación. Nunca llegó a poseerla, ni a formar parte de esas pocas cosas que ella llevaba consigo para siempre. Y sin embargo estaba ahí, y estaba bien, la mimaba y la hacía reír, la divertía, la contagiaba de su edad, de su fuerza, de su capacidad de reír y de olvidar deprisa.

Y nunca se cansaba de follar, nunca abandonaba antes de que ella hiciera ondear la bandera blanca de las treguas. Sara jamás había tenido una relación tan fácil, tan sencilla, tan elemental, con ningún hombre. En el apartamento donde se encontraban solía haber señales de otras mujeres, paquetes de tabaco, barras de labios, chaquetas y chales, libros olvidados, a veces de texto, manuales de universidad, temarios de oposiciones. Él lo iba amontonando todo en un banco, como un escaparate al lado de la puerta, y al entrar en su casa, ella se daba cuenta de que su contenido iba cambiando, y se fijaba en los objetos que habían desaparecido, y en otros nuevos que no había visto antes, y la certeza de la competencia, y de la juventud de sus competidoras, la tranquilizaba y la ponía de

buen humor, nunca al contrario. Cuando te canses, me lo dices, pero sin dramas y

sin tonterías, por favor, solía decirle, y él se echaba a reír, ¿tienes prisa?, no, pues

entonces… Sara pensaba a veces que él habría preferido otra cosa, una pasión sin

condiciones, una adicción absoluta, la incomparable chifladura de una mujer

madura que pierde la cabeza por un jovencito, pero estaba convencida de que

aquello era lo mejor para los dos.

Ni siquiera tuvieron que hablar, ponerse de acuerdo en lo que querían, en lo que

tenían, revisar las condiciones de una complicidad que viajó por sí sola desde los

bares y los restaurantes en los que ya no quedaban nunca, hasta las sábanas de

una cama donde podían hablar de todo, de cantidades y porcentajes, de intereses

y desventajas, de estrategias y de pactos.

Tampoco hablaban de la sombra que iba siempre con ellos. Mientras el deseo de

Rafa la armaba y la fortalecía tanto como el estado de sus cuentas corrientes,

Sara sabía que, a pesar de las apariencias, y de que ninguno de los dos hubiera

vuelto a pronunciar su nombre, Vicente seguía estando entre los dos, y era su

mano la que ella sentía cuando su sobrino la acariciaba, y era su piel la que ella

besaba cuando le devolvía sus caricias, y era Vicente el posesor, Vicente el

poseído, cuando un hombre distinto se desplomaba sobre su cuerpo para volver

con ella a una realidad distinta de la que había usurpado con su consentimiento. A

veces, cuando se aburría dirigiendo las sesiones de rehabilitación de su madrina,

o viendo a su lado las películas antiguas que ella prefe ría y cuyos diálogos ya

habría podido recitar de memoria, Sara pensaba en Rafa, recordaba detalles de su

rostro, de su cuerpo, el tono de su voz al excitarse, su forma de moverse, de

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