Array Array - Los aires dificiles

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La citó al día siguiente, a las dos y media, en un restaurante nuevo para ella, una gran sala que en origen debió de haber sido la bodega, quizás las cocheras o hasta las caballerizas, de un antiguo palacio. Las paredes eran de ladrillo antiguo, las ventanas altas, pequeñas, y desde el techo, las aspas de los ventiladores matizaban el efecto de un aire acondicionado programado con cautela para crear una sensación de frescor propia de los soportales de un claustro, de una parra entre fuentes, de una cueva artificial en un jardín dieciochesco. Los muebles eran de madera de teca y tenían una ligerísima, apenas apuntada reminiscencia colonial que aligeraba el clasicismo de las alfombras. Había muchas plantas, grandes, lustrosas, colocadas con inteligencia en rincones donde llamaban la atención sin estorbar.

Las copas eran azules, de vidrio portugués, la vajilla de porcelana blanca, y la plata absolutamente ausente. Era un ambiente arquetípico del gusto de aquel hombre por un lujo desnudo, esencial y sin estridencias, una estación más de ese viaje del que Sara llegó a disfrutar tanto mientras lo acompañó durante un trecho, un recuerdo empeñado en conjugarse en tiempo presente. Estaba segura de que

lo había estado seleccionando el día anterior, mientras ella trataba de explicarle,

con frases entrecortadas, inconexas, escogidas por sus nervios enemigos, que le

gustaría quedar con él para consultarle un asunto muy especial, demasiado grave

como para tratarlo por teléfono.

Por eso, aunque fuera de allí el asfalto hervía como si estuviera a punto de

licuarse bajo la impiedad del sol de junio, Sara sufrió al entrar las consecuencias

de un cambio más salvaje, más feroz que el de la temperatura. El aire de otros

tiempos la paralizó un instante al lado de la barra. Entonces le vio. Estaba sentado

en una de las mesas del fondo, mirando unos papeles con unas gafas pequeñas,

de leer, que antes no usaba.

Tenía cincuenta años, muchas canas, la vista cansada y el aspecto del único

hombre del mundo al que ella habría podido amar durante toda su vida. Aquella

certeza se impuso a la vergüenza, a la inseguridad, al miedo, todos los peligros

que creyó afrontar cuando descolgó al fin el teléfono para intentar buscarle. Por

un instante, volvió a sentirse tan torpe, tan crédula, tan ingenua como a los

dieciséis años, pero cuando estaba a punto de salir corriendo, él levantó la

cabeza, la vio, se quitó las gafas y se puso de pie. Los labios de Sara sonrieron

solos mientras iba a su encuentro.

—¿Cómo estás?

—Bien –le devolvió los besos, besos de verdad, los labios de Vicente aplastándose

contra su cara mientras rodeaba su cintura con el brazo izquierdo y la estrechaba

contra sí un segundo más de lo imprescindible, el segundo necesario para que ella

fuera consciente de su abrazo–. Estoy bien. ¿Y tú?

—Bueno… –él frunció los labios en una mueca escéptica, la miró, se echó a reír–.

Supongo que bien, también. Siéntate, por favor, estoy muy contento de que me

hayas llamado, tenía muchas ganas de verte.

Las cortesías se prolongaron en una conversación trivial sobre las posibilidades de

la carta, que dio lugar a un resumen apresurado del estado de cada uno. Los hijos

de Vicente estaban bien, el mayor en la universidad, la pequeña a punto de

entrar, los padres de Sara habían muerto, ella había vuelto a vivir con su madrina,

él arqueó las cejas al saberlo.

—Vi la foto de tu boda en el periódico –no lo pudo evitar, pero quiso matizar su

comentario con una observación mundana–. Muy espectacular, por cierto, tu

mujer…

Él sonrió con sorna y una sola esquina de la boca.

—Sí, espectacular sí que es.

Mi mujer, ya no. Nos divorciamos hace un par de años, pero no vino ningún

fotógrafo.

—Fíjate… –Sara se inclinó hacia delante, le miró, procuró desnudar su voz de

cualquier rastro de rencor, mantenerse firme en la distancia de una ironía

pausada, risueña–. Yo creía que nunca ibas a dejar a María Belén, y después de

todo, has cogido carrerilla.

—Pues sí –él se puso a su altura–, eso es lo que pasa, que uno se va

acostumbrando a todo, a divorciarse, a casarse, a divorciarse otra vez…

—Así, cualquier día de éstos te puedes volver a casar.

—No pienso –hizo una pausa, la miró, se echó a reír–. A mí las bodas me han

salido siempre carísimas. Aunque mi novia está empeñada, eso sí.

—Porque será muy joven.

—No tanto. Ha cumplido treinta y seis, pero no lo parece. Por lo pesada que se

pone, quiero decir…

—¿Y espectacular?

—Bueno, vestida no tanto.

Pero desnuda gana bastante, no creas… –Sara se rió, él se limitó a mirarla–. ¿Y

tú?

—¡Uy! Yo… Ahora no puedo pensar en esas cosas. Tengo otros planes, por eso te

he llamado.

—Yo estaba loco por ti, Sara.

Lo dijo con firmeza, sin levantar la voz, en el mismo tono que habría empleado

para pedir otra botella de vino, un registro mucho más grave que aquél,

impregnado de urgencia, de ansiedad, que adelgazaba siempre las palabras

cuando lo decía en tiempo presente, yo estoy loco por ti, Sara, en cada bronca,

en cada despedida, en cada tumultuosa e inevitable reconciliación, estoy loco por

ti, Sara, y tú lo sabes, que estoy loco por ti. Ella intentó sonreír, fingir una

entereza que no sentía, se preguntó por qué tenía que ser todo tan difícil, y se

sintió tan incómoda, tan ridícula ante la perspectiva de levantarse de la mesa y

huir, que después de arrugar la servilleta para estirarla otra vez, y mover los

cubiertos hasta centrar el plato perfectamente entre ellos, y tomar un sorbo de

vino, y luego otro, y otro más, logró sujetarse, recordar que todo estaba perdido,

y el propósito que la había guiado aquel día hasta la mesa de las confesiones

inútiles.

—Yo… Quiero pedirte un favor, Vicente, un favor muy gordo –él abandonó la

postura nostálgica del amante derrotado que recuenta sus heridas y se enderezó

en la silla, como si quisiera demostrar que estaba dispuesto a escucharla con

atención–. Y antes de empezar, te advierto que es bastante delicado, arriesgado

para mí, desde luego, pero no sé si incluso peligroso para ti, por tu posición, tu

imagen, tu carrera política, en fin…

Si no puedes ayudarme, dímelo claramente, por favor. Te aseguro que lo

entenderé.

—Me estoy excitando –Sara no pudo reprimir una carcajada ante aquel

comentario, que deshizo la tensión con la misma eficacia que había probado su

comentario anterior al crearla–. ¿Qué pasa?

—Necesito un agente de bolsa o un asesor de inversiones para una operación

bastante especial. Haría falta que fuera muy capaz, muy discreto, absolutamente

de fiar y nada curioso, sobre todo eso. Que no haga preguntas, que no cuente

chismes. Y que esté dispuesto a correr ciertos riesgos, a bordear incluso la

ilegalidad.

Hasta aquel momento había hablado de un tirón, pero sin atreverse a levantar la

vista del plato. Cuando lo hizo, se lo encontró muy sorprendido y más sonriente

aún. Los ojos le brillaban como los de un niño que tiene que elegir en qué mano

está el regalo, sus dedos se movían encima de la mesa como si pretendieran tocar

el piano en el mantel, sus labios, entreabiertos, no encontraban la manera de

cerrarse.

—Me estoy excitando cada vez más –Sara volvió a reír, él a acompañarla–. ¿Estás

financiando por tu cuenta una guerrilla latinoamericana o has entrado

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