Array Array - Los aires dificiles

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el día en el que firmaría las escrituras. Como le dieron cita por la mañana,

especificó que la ceremonia era civil, y hasta se compró un auténtico traje nuevo

para la ocasión. Era muy elegante, una chaqueta blanca con vivos negros y una

falda negra de encaje, demasiado como para ir al notario y luego a la sucursal de

un banco desconocido, donde abrió una cuenta nueva para recibir en ella el

importe de los futuros alquileres, pero nadie se atrevió a comentar nada. El

representante de la promotora tampoco hizo comentarios al contar doce millones

de pesetas en billetes de banco. Después, como todavía eran las dos de la tarde,

se fue a comer sola a un restaurante al que había ido muchas veces con Vicente,

y que creyó elegir sólo porque estaba cerca, y porque allí no llamaría la atención

una mujer de su edad, sola y tan bien vestida. Muchos de los camareros habían

cambiado, pero el ma3tre la reconoció y la encargada del guardarropa hasta se

levantó para saludarla.

—¿Cómo está, señora? ¡Qué alegría! La de años que hace que no viene por aquí,

nos tiene muy olvidados… Al que sí vemos es a su marido, pero muy de vez en

cuando, no crea. Por él sabía yo que está usted bien, pero la encuentro mucho

mejor que bien. Está guapísima, y tan elegante como siempre.

—Gracias, muchas gracias –Sara sonrió, marcó una pausa para ganar tiempo, y

hasta se dijo a sí misma, cállate, tonta, pero no pudo evitar seguir hablando–.

Había quedado con él aquí, precisamente, pero acabo de llamarle y me ha dicho

que no cree que pueda venir.

Está tan liado…

—Ya, ya le vemos de vez en cuando en los periódicos.

No el día de su boda, pensó Sara, y sin embargo estaba de tan buen humor que

volvió a darle dos besos antes de ocupar su mesa, y dejó mil pesetas sobre la

bandeja al salir, aunque no llevaba abrigo.

Seguramente aquella mujer había hablado por hablar, pero la posibilidad de que

Vicente le hubiera comentado alguna vez, siquiera una sola vez, que Sara estaba

bien, que ya la traería a cenar algún día de éstos, le produjo una emoción tan

intensa, tan súbita, tan inexplicable, que estuvo más de una semana fantaseando

con llamarle por teléfono.

Acabaría haciéndolo muchos meses después y por razones muy distintas, cuando

las etapas de su repentina riqueza hubieran ya empezado a sucederse a un ritmo

tan frenético, tan vertiginoso, como para anteponer las razones de la aritmética a

las consecuencias de cualquier previsible desorden sentimental. Y sin embargo, ella no empujó a su madrina por aquella cuesta. Ni siquiera llegó a pensar que el episodio de aquel dinero que fue a por ella, que se acomodó entre sus manos como un gato apresurado y mimoso para que una muchacha de dieciséis años bajara unas escaleras a toda prisa mirándola a los ojos, pudiera repetirse. Cuando volvió a casa de doña Sara, aquella mañana, y encontró la mesa puesta con un solo cubierto, lo único que sabía era que no se iba a arrepentir, pero aún no había decidido ninguna cosa más.

Su madrina estaba ya en la playa. Hacía algo más de una semana que se había cansado de esperar a los compradores. Parecía tan impaciente, tan desesperada, tan necesitada de aquel viaje, que la propia Sara la había animado a cambiar de planes. Antes había intentado convencerla de que hiciera el viaje en coche, como todos los años, y ella había vuelto a negarse en redondo, también como cada verano. A doña Sara le gustaban los trenes. Por eso, sustituyendo a regañadientes a su ahijada por una muchacha, se había marchado en el Talgo, un día después de que el chófer, cargado con las maletas, hiciera por carretera el mismo viaje para llegar con tiempo de sobra a recogerla en la estación de Málaga, llevarla hasta Marbella, y ayudarla a instalarse. Otros años se había vuelto al día siguiente, solo, desocupado y en otro tren, pero doña Sara no quería despedirlo hasta que llegara Sarita, porque ni la muchacha que la acompañaba sabía conducir, ni ella moverse en taxi. Era un plan descabellado, un procedimiento absurdo que se repetía a la inversa en septiembre, punto por punto, pero su madrina se había convertido en una anciana caprichosa que no consentía que ningún contratiempo malograse sus deseos, y que jamás escatimaba su dinero, ni el esfuerzo de los demás, en hacerse la vida agradable a sí misma. Total, para cuatro días que voy a vivir, solía decir cuando su ahijada pretendía llevarle la contraria por su bien. Aquella tarde la contrarió sin embargo para favorecerse a sí misma. A la hora a la que habría tenido que estar saliendo de casa para llegar con tiempo a la estación, Sara la llamó por teléfono, se inventó ciertos errores en la inscripción registral de la casa que acababa de vender, le aseguró que no quedaba más remedio que corregirlos, y le prometió que esa gestión sólo retrasaría su viaje veinticuatro horas justas.

Fue fiel a su palabra, pero sólo después de cumplir promesas más urgentes. Aunque hacía mucho calor, no quiso dormir la siesta, y después de comer, se encerró en la única habitación de la casa que no había pisado desde que había vuelto a vivir allí, casi cuatro años antes. Alguna vez, al pasar por el pasillo, se la había encontrado con la puerta abierta y por eso sabía que los muebles seguían estando en su sitio, pero no esperaba encontrarlos tan deslucidos, tan antiguos, el lacado que antes era blanco ahora amarillo y sucio, como aburrido de ver pasar el tiempo.

Tuvo que encoger las piernas para tumbarse en la cama, pero su memoria encontró enseguida una postura cómoda. Tuvo que cerrar los ojos para ver, y la luz atravesó sus párpados. Su madrina se sentaba en una sillita ridícula para contarle un cuento cada noche, y nunca escogía sus favoritos, esas historias de

príncipes y princesas que huían de sus madrastras para besarse por fin al borde de las camas de otros niños. Junto a la suya solía haber dos labradores, pobres, viejos, hambrientos, conspirando en la cocina como miserables, madrugando al día siguiente para abandonar a sus hijos en el bosque. A ella no le gustaban esos cuentos, pero su madrina no le hacía caso, espera y verás, le decía, ya verás al final qué bien termina. El final era una gallina que ponía huevos de oro, un caldero lleno de diamantes y monedas, un tesoro escondido en una casa de chocolate, el camino de vuelta a casa. Espera y verás.

A ella no le gustaban esos cuentos, pero su vida entera había sucedido en ellos. Nunca sería una princesa, nunca un príncipe encantador la había besado en los labios para rescatarla de un sueño que ella siempre habría preferido a su vida. Y sin embargo ahora, y de repente, Juanito, el que cambió una vaca por tres habichuelas, se llamaba igual que ella, y en el mismo nombre cabía Pulgarcito, que sabía crecer a la sombra de los ogros, y hasta Gretel, tan cursi, tan rubia, tan repelente como su hermano, en el trance de engañar a la bruja y hacer fortuna. Espera y verás, decía su madrina, y el destino le había obligado a seguir su consejo, espera y verás. Había esperado, lo estaba viendo, aquél era el final, y era bonito. Por una vez, Sara estaba de acuerdo.

Cuando salió a la calle, a media tarde, su cuerpo la engañó. Parecía más ágil, más flexible, mucho más joven. Y sin embargo, llevaba consigo a todas las mujeres que había sido alguna vez, antes de entonces, y el peso de una lealtad que nada podría romper. Se debía a todas ellas más que a nadie. Nunca reconocería un compromiso distinto.

El chico que la atendió en la agencia inmobiliaria más cercana a su antigua dirección, hablaba de dinero con naturalidad, sin titubear ni lamentar cada dos frases que aquel tema esencial fuera tan desagradable. No creía que Sara fuera a tener muchos problemas para encontrar un comprador, él mismo tenía los teléfonos de algunas personas que andaban buscando piso en aquella zona, y tampoco que los interesados tuvieran dinero negro para invertir en una casa como aquélla. Aquí todo el mundo vive de su sueldo, ¿sabe?, le dijo al final, y Sara asintió con la cabeza, sí, claro que lo sabía. Al despedirse, le dijo que iba a pasar el verano en un lugar sin teléfono, y quedó en llamarle todas las semanas. La tercera vez que habló con él, su casa estaba vendida.

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