Array Array - Los aires dificiles
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No había ido más allá de lo evidente, no había hecho ningún plan aparte de calcular la zona de Madrid, la superficie y las características del piso grande, o los apartamentos pequeños, que le servirían para vaciar los dos bolsos que se habían quedado veraneando en el fondo del maletero de su armario. Por el momento, eso sería todo. Estaba satisfecha, su vida seguía siendo cómoda, agradable, su trabajo igual de bien pagado, ganaba mucho más de lo que gastaba, dormía nueve horas al día como mínimo, y no estaba dispuesta a correr ningún riesgo. Pero la venta de la casa de Cercedilla no había representado un negocio estupendo sólo para ella. Aunque su madrina no quiso dedicar ni un solo segundo de sus vacaciones a comentar el tema, doña Loreto, a la que le gustaba presumir de que era un lince y dedicarse a resolver las vidas de los demás, lo planteó
directamente en la primera merienda de septiembre, como si quisiera obligarla a
reaccionar de una vez, animarla a celebrarlo.
—Cuánto me alegro por ti, hija, qué bien, qué suerte has tenido… –proclamó
antes incluso de probar el café, y entonces se volvió hacia Sara, y ella se dio
cuenta de que traía aquella pregunta preparada–. ¿Cuánto dinero limpio os ha
quedado?
—Pues… –frunció el ceño, abrió la boca, fingió calcular, supuso que doña Loreto
no era ninguna experta en legislación fiscal–.
Descontando los gastos, la plusvalía, los impuestos y todo eso, casi ochenta
millones.
—¡Fíjate! –doña Loreto miró a su amiga con una sonrisa de oreja a oreja, se
palmeó los muslos y confirmó que no tenía ni idea de legislación fiscal–. Setenta y
muchos millones más en el banco y un problema menos en Cercedilla.
¡Qué envidia me das, Sara! Anda, que si yo tuviera fincas y tierras como tú, en
vez de la mitad de una empresa en la que meten mano todos mis yernos… ¡a
buenas horas iba yo a aguantar administradores! Yo que tú lo vendía todo, mira lo
que te digo, pero todo, todo. El dinero en el banco, bien invertido, sin
preocupaciones, sin quebraderos de cabeza. Qué gusto. Y tú, encima, que no
tienes hijos. ¿Para quién vas a ahorrar? ¡Anda ya!
Total, para cuatro días que vamos a vivir…
—Sí, eso es verdad… –su amiga le daba la razón con la cabeza mientras Sara
sentía que la sangre se precipitaba dentro de sus venas y unas ganas enormes de
rezar–. Que nos quedan cuatro días, quiero decir…
Doña Sara sentía por las fincas rústicas una aversión semejante a la que le
inspiraban los maridos infieles, y por la misma razón.
Doña Loreto lo sabía de sobra, y su ahijada también, porque se lo había oído decir
muchas veces, a mí no me gusta el campo, una proposición radical, inflexible al
principio, cuando los oídos que la escuchaban eran los de una niña, que se reveló
muchos años después como el producto de una mala experiencia.
Cuando todavía era él, y era tan fuerte, en los primeros años de la posguerra pero
también alguna vez antes de la guerra, don Antonio Ochoa, recién casado, tenía
la costumbre de marcharse de casa sin avisar. Al principio estaba fuera una sola
noche y volvía con flores, con bombones y con alguna historia divertida, lo
suficientemente increíble como para resultar verosímil y echar de paso la culpa de
todo a alguno de sus amigos. Luego sus ausencias se fueron haciendo más largas,
dos o tres días casi siempre, una semana incluso de vez en cuando, y ninguna
explicación a la vuelta. No hacía falta. Su mujer nunca sabía con quién, pero sí
dónde estaba. Don Antonio sólo dejó de ponerle los cuernos cuando su cuerpo
escogió por él no la fidelidad, sino la impotencia, pero ni siquiera la enfermedad
logró arrebatarle su orgullo de terrateniente. A él sí le gustaba el campo, y más
que ninguna otra cosa.
En la casa de la calle Velázquez, perdidas entre los cajones, nunca en un marco,
había fotos de un hombre apuesto, el cuerpo que Sara sólo había conocido
postrado, doblado sobre, sí mismo, bien erguido sobre unas recias botas de
cazador, la camisa abierta, un sombrero en la cabeza y la sonrisa de la felicidad en lo alto de una peña, en un llano inmenso plantado de cereal, al borde de un viñedo o ante un rebaño de ovejas, un perro pastor pegado a sus pantalones. Por eso tardaba tanto en volver cuando se marchaba. Le gustaba llevarse a sus conquistas a Toledo, a esa finca que era suya, y cuidaba y mejoraba y mimaba más que a sí mismo, pero también se ocupaba de las demás, de las tierras de Salamanca, que su mujer había heredado de su madre, y de las fincas de Ciudad Real, que habían formado parte de la fortuna de los Villamarín y que eran las más valiosas. Por eso a doña Sara no le gustaba el campo.
—Es que, a mí, lo que me gusta es estar contigo –le dijo aquella noche, durante la cena–, y estoy pensando que igual Loreto tiene razón porque, aunque tú lo sigas llevando todo, pues…, cuantas menos cosas tengas que hacer, más tiempo tendrás para estar conmigo, ¿no? Y es verdad que yo no tengo hijos, nadie que se vaya a ocupar de mis propiedades cuando yo me muera. ¿Qué van a hacer mis sobrinos con las fincas? Pues venderlas, claro está. Y si te dejo a ti las dehesas, ¿qué harás? Pues venderlas también, como es lógico. Y además, a mí todas esas tierras me dan igual, hace siglos que no voy ni siquiera a la finca de Toledo, que es la que está más cerca. Ya sabes que a mí no me gusta el campo. Yo creo que tiene razón Loreto, fíjate.
De primero había acelgas, una verdura que tampoco le gustaba a ninguna de las dos, pero que se seguía llevando a la mesa una vez a la semana porque sí, porque en aquella casa siempre se habían comido, y porque eran muy buenas y tenían mucha fibra. Mientras escuchaba a su madrina, Sara tragó un bocado con dificultad y se preguntó a sí misma por qué no estaba nerviosa. Debería estarlo, y sin embargo, se sentía más que tranquila, despierta, ágil, y casi podía oír un barullo de tornillos y palancas ajustándose entre sí, el zumbido de la máquina que se ponía en marcha dentro de su cabeza, por encima del débil eco de la voz de la anciana.
—No sé, mami –contestó después de un rato, cuando ya había decidido qué papel, entre todos los que podía representar, resultaría más conveniente–. Venderlo todo así, de golpe… Da miedo, ¿no? ¿Por qué no te lo piensas un poco? El suelo es un valor seguro, nunca quiebra, nunca se hunde. —No, lo que se hunden son los techos de las casas, y algunos años graniza en abril, y otros hace calor en enero.
Sara sonrió. Su madrina, que tenía tan mala memoria, había acertado a enumerar tres catástrofes que se habían producido en los dos últimos años. Ella, sin embargo, no podía darle la razón tan fácilmente. Fiel al papel que había escogido y tan conservadora, tan sensata como correspondía, mantuvo el pie firme contra el freno.
—Yo creo que deberíamos pensarlo, de todas formas. Ver bien lo que hay, averiguar cómo está el mercado, hacer las cosas despacio, meditarlo un poco, ¿no? Y valorar las consecuencias antes de empezar.
Eso no lo había planeado de antemano. Al fin y al cabo, durante toda su vida había sido una trabajadora excelente, honrada, concienzuda, responsable, una
condición que saltó repentinamente sobre ella para que sus antiguos escrúpulos
de asalariada, la seguridad que la acompañaba cuando pisaba el terreno de las
cosas que sabía hacer con brillantez, afloraran por sorpresa, dándole un margen
tan estrecho que apenas le consintió intuir hasta qué punto podían llegar a
encajar esta vez con sus propios y ocultos intereses.
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